– Como si se defendiera de alguien armado con un cuchillo.
– Exactamente, Tommy. Se trata de heridas causadas en su propia defensa.
Tommy asintió.
– Pues tenemos, al parecer, una escena del crimen que no es la escena del crimen. Un soldado alemán que parece querer ayudar a la parte contraria. Aquí se plantean varios interrogantes.
– Cierto, Tommy. Es bueno plantearse interrogantes, y mejor aún obtener respuestas. Ya has visto a MacNamara y a Clark. ¿Crees que bastará con sembrar dudas sobre el caso?
– No.
– Yo tampoco. -Hugh encendió otro cigarrillo, contemplando la espiral de humo que brotó de sus labios, y luego el extremo encendido-. Antes de que derribaran nuestro avión, Phillip solía decir que esto acabaría matándonos antes o después. Puede que tenga razón. Pero yo creo que ocupan el quinto o sexto lugar en la lista de amenazas mortales. Muy por detrás de los alemanes, o de contraer una enfermedad mortal. Ahora mismo me pregunto si no habrá otras que podríamos agregar a la lista de posibilidades mortales. Como nosotros mismos.
Tommy asintió con la cabeza al tiempo que sacaba de su bolsillo una cajetilla de cigarrillos.
– Cuéntaselo todo a Phillip -dijo-. No omitas ningún detalle.
Hugh sonrió.
– Si lo hago, es capaz de fusilarme al amanecer. En estos momentos el pobre viejo debe de estar caminando de un lado a otro por la habitación, nervioso como un niño la víspera de Navidad. -Hugh terminó de fumarse el pitillo y lo arrojó de un papirotazo al suelo-. Bueno, será mejor que me vaya antes de que a Phillip le dé un síncope a causa de la impaciencia y la curiosidad. ¿Mañana?
– Mañana verás al teniente Scott. Y sigue afinando esa vista de Sherlock Holmes, ¿de acuerdo?
– Por supuesto. Aunque me resultaría más sencillo si en lugar de Scott fuera un leñador borracho.
Cuando entró en el dormitorio que había ocupado Trader Vic, Tommy fue recibido por un silencio tenso y miradas furibundas. Los seis kriegies estaban recogiendo sus escasas pertenencias, dispuestos a mudarse. En el suelo apilaban mantas, las delgadas y ásperas sábanas que les suministraban los alemanes y comida de la Cruz Roja. Asimismo, los hombres retiraron los jergones de paja que cubrían las literas para transportarlos.
Tommy se acercó a la litera de Lincoln Scott. Sobre una tosca mesita de madera construida con tres cajas de embalaje, vio la Biblia y la obra de Gibbon. La caja superior contenía la provisión de comida que había acumulado Scott: carne y verduras enlatadas, leche condensada, café, azúcar y cigarrillos. También contenía un abrelatas y una pequeña sartén metálica que él mismo había confeccionado utilizando la tapa de acero de un contenedor de desperdicios alemán, a la que había agregado un asa plana también de acero introduciendo ésta en un pequeño orificio practicado en la superficie de la tapadera. Había envuelto un viejo trapo alrededor del asa para sujetarla mejor. Tommy admiró aquella demostración de habilidad propia de un kriegie. La voluntad de construir algo a partir de la nada era una cualidad que compartían todos aquellos prisioneros.
Durante unos momentos, Tommy permaneció junto a la litera, contemplando la escasa colección de pertenencias. Se sintió impresionado por los limitados bienes de todos los kriegies. La ropa que llevaban, unas latas y botes de comida y unos pocos libros desvencijados. Todos eran pobres.
Luego apartó la vista de las pertenencias de Scott y se volvió. Al otro lado de la habitación vio a dos hombres rebuscando en un arcón de madera. El objeto era insólito para el lugar. Resultaba evidente que había sido construido por un carpintero que se había esmerado en hacer que los ángulos encajaran a la perfección y en lijar las superficies todo lo posible. El nombre, rango y número de identificación de Vincent Bedford estaba labrado en la madera. Los dos hombres se afanaban en separar la comida de la ropa. Tommy observó asombrado a uno de los hombres cuando éste sacó una Leica de treinta y cinco milímetros de entre la ropa.
– ¿Esas son las pertenencias de Vic? -La pregunta era estúpida porque la respuesta era obvia.
Durante unos segundos se produjo un silencio, antes de que uno de los hombres respondiera:
– ¿De quién iban a ser?
Tommy se acercó. Uno de los hombres estaba doblando un jersey de color azul oscuro, de lana gruesa y tupida. Una prenda de la marina alemana, pensó Tommy. Sólo en una ocasión había visto antes un jersey similar, cuando había aparecido el cadáver de un tripulante de un submarino alemán en la costa del norte de África, cerca de su base. Los árabes que habían hallado el cadáver del marinero y lo habían transportado a la base americana confiando en percibir una recompensa se habían peleado por el jersey. Era muy cálido, y los aceites naturales de la lana repelían la humedad. En el Stalag Luft 13, en el inclemente invierno bávaro, constituía una prenda valiosísima para los ateridos kriegies.
Tommy echó un vistazo a los objetos. Al contemplar el pequeño tesoro que había acumulado Trader Vic, reprimió un silbido de admiración. Contó más de veinte cartones de cigarrillos. En un campo de prisioneros donde los cigarrillos constituían el valor de cambio preferido por muchos, Bedford era multimillonario.
– Tendría que haber una radio -dijo Tommy al cabo de unos momentos-. Probablemente buena. ¿Dónde está?
Uno de los hombres asintió con la cabeza, pero no respondió de inmediato.
– ¿Dónde está la radio? -insistió Tommy.
– Eso no te incumbe, Hart -replicó el hombre mientras seguía ordenando los objetos-. Está escondida.
– ¿Qué haréis con las pertenencias de Vic? -inquirió Tommy.
– ¿Y a ti qué te importa? -replicó el otro hombre que ayudaba a su compañero a clasificarlas-. ¿Qué tiene que ver contigo, Hart? ¿No tienes suficiente trabajo defendiendo a ese negro asesino?
Tommy no respondió.
– Deberíamos pegarle un tiro mañana a ese cabrón -dijo uno de los hombres.
– Él asegura que no lo hizo -dijo Tommy.
La frase fue acogida con murmullos y bufidos de rabia. El aviador arrodillado delante del arcón sostuvo la mano en alto, como para imponer silencio al resto.
– Pues claro. ¿Qué esperabas que dijera? El chico no tenía amigos y Vincent era apreciado por todos. Desde el primer momento quedó claro que no se podían ver ni en pintura, y después de la pelea, el chico decidió cargarse a Vic antes de que éste se lo cargara a él. Como una maldita pelea de perros, teniente. ¿Qué les enseñan a hacer a los pilotos de caza? Sólo existe una regla absoluta y esencial que no pueden quebrantar: ¡dispara primero!
Por la estancia se extendió un murmullo de aprobación.
El aviador miró a Tommy y siguió hablando con una voz tensa, llena de ira aunque controlada:
– ¿Has visto alguna vez un círculo Lufberry, Hart?
– ¿Un qué?
– Un círculo Lufberry. A los pilotos de cazas nos lo enseñan el primer día de adiestramiento. Probablemente los de la Luftwaffe también lo aprenden el primer día que pilotan un 109.
– Yo siempre he volado en bombarderos.
– Verás -continuó el piloto con tono de amargura-, se llama así por Raoul Lufberry, el as de la aviación de la Primera Guerra Mundial. Básicamente se trata de lo siguiente: dos cazabombarderos empiezan a perseguirse describiendo un círculo cada vez más estrecho. Dando vueltas y más vueltas, como el gato y el ratón. ¿Pero quién persigue a quién? Quizá sea el ratón el que persigue al gato. El caso es que te metes en un círculo Lufberry y el caza que consigue girar más deprisa, dentro del otro, sin perder velocidad ni el conocimiento, gana. El otro muere. Sencillo y tremendo. Aquello fue un círculo Lufberry y Vincent y ese negro se hallaban dentro de él. Pero hubo un problema: ganó quien no debía ganar.