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El hombre se volvió de espaldas a Tommy.

– ¿Qué vais a hacer con las cosas de Vic? -volvió a preguntar éste.

El piloto se encogió de hombros, sin volverse.

– El coronel MacNamara nos dijo que podíamos compartir su comida, repartirla entre los hombres del barracón 101. Quizá celebremos un pequeño festín en honor de Vic. Sería una buena forma de recordarle, ¿no? Una noche en que nadie se acostará con hambre. Los cigarrillos se los quedarán los del comité de fugas, que no sabemos quiénes son, y ellos los utilizarán para sobornar a los Fritzes y a cualquier otro hurón a quien deban sobornar. Lo mismo que la cámara, la radio y la mayor parte de la ropa. Se lo entregaremos todo a MacNamara y a Clark.

– ¿Esto es todo?

– ¿Esto? Ni mucho menos. Vic tenía un par de escondrijos en el campo, en los que guardaba probablemente el doble, o el triple, de lo que ves aquí. Maldita sea, Hart, Vic era un tipo generoso. No le importaba compartir sus cosas, ¿sabes? Los tíos de este barracón comíamos mejor, no pasábamos tanto frío en invierno y siempre teníamos una buena provisión de cigarrillos. Vic se ocupaba de que no nos faltara de nada. Se había propuesto que sobreviviéramos a la guerra con la mayor comodidad posible, y ese negro al que tú vas a ayudar nos ha arrebatado todo esto.

El hombre se puso en pie, se volvió con rapidez y fulminó a Tommy Hart con la mirada.

– MacNamara y Clark se presentaron aquí para decirnos que recogiéramos nuestras cosas, que nos mudábamos. Vamos a dejar a ese negro solito, o quizá contigo. Tiene suerte, el cabrón. No creo que hubiera llegado vivo a su juicio. Vic era uno de nosotros. Quizás el mejor de todos. Al menos sabía quiénes eran sus amigos y se ocupaba de ellos.

El aviador se detuvo, entrecerrando los ojos.

– Dime, Hart, ¿tú sabes quiénes son tus amigos?

Casi había anochecido cuando Tommy Hart logró regresar a la celda de castigo donde se encontraba Scott. Había conseguido que uno de sus compañeros de litera le cediera a regañadientes un jersey de cuello cisne color verde olivo y un par de zapatos del ejército, del número cuarenta y seis, procedentes de un modesto stock de que disponían los kriegies encargados de distribuir los paquetes de la Cruz Roja. Las ropas solían ir destinadas a los hombres que llegaban al campo de prisioneros con el uniforme hecho jirones después de haber abandonado sus aviones destrozados. También había tomado dos mantas de la litera de Scott, junto con una lata de carne, unos melocotones en almíbar y media hogaza de kriegsbrot duro. El guardia apostado junto a la puerta de la celda había dudado en dejarlo entrar con esos artículos hasta que Tommy le ofreció un par de cigarrillos, tras lo cual le había franqueado la entrada.

Las sombras comenzaban a invadir la celda, filtrándose a través de la ventana junto al techo, dando a la celda una atmósfera fría y gris. La mísera bombilla que pendía del techo proyectaba una luz débil y parecía derrotada por la aparición de la noche.

Scott se hallaba sentado en un rincón. Cuando Tommy entró en la celda se puso en pie no sin cierta dificultad.

– Hice cuanto pude -dijo Tommy entregándole las prendas.

Scott se apresuró a tomarlas.

– Joder -dijo, poniéndose el jersey y los zapatos. Luego se echó la manta sobre los hombros y casi sin detenerse tomó el bote de melocotones. Lo abrió con los dientes y engulló su contenido en un abrir y cerrar de ojos. Luego se puso a devorar la carne enlatada.

– Tómeselo con calma, así durará más -dijo Tommy-. Se sentirá más saciado.

Scott se detuvo sosteniendo en los dedos un trozo de carne que se disponía a llevarse a la boca. El aviador negro reflexionó sobre lo que había dicho Hart y asintió con la cabeza.

– Tiene razón. Pero maldita sea, Hart, ¡estoy muerto de hambre!

– Todos estamos siempre muertos de hambre, teniente. Usted lo sabe. La cuestión es hasta qué punto. Cuando uno dice en Estados Unidos que está «muerto de hambre» significa que lleva unas seis horas sin comer y tiene ganas de hincar el diente a un buen asado acompañado por unas verduras al vapor, unas patatitas y mucha salsa. O un filete a la plancha con patatas fritas y mucha salsa. Aquí, en cambio, «muerto de hambre» significa algo bastante parecido a lo literal. Y si eres uno de esos desgraciados rusos que pasaron por aquí el otro día, la expresión «muerto de hambre» se aproxima aún más a la realidad, ¿no es cierto? No se trata simplemente de tres palabras, de una frase hecha. Ni mucho menos.

Scott se detuvo de nuevo al tiempo que masticaba un bocado con lentitud y parsimonia.

– Tiene razón, Hart. Es usted un filósofo.

– El Stalag Luft 13 hace aflorar mi vertiente contemplativa.

– Será porque lo que nos sobra a todos aquí es tiempo.

– Sin duda.

– Excepto a mí -dijo Scott. Luego se encogió de hombros y esbozó una breve sonrisa-. Pollo frito -dijo con voz queda. Tras lo cual emitió una sonora carcajada- Pollo frito con verduras y puré de patatas. La típica tarde de domingo en casa de una familia negra, después de asistir a la iglesia, y habiendo invitado al predicador a cenar. Pero en su punto, con un poco de ajo en las patatas y un poco de pimienta sobre el pollo para realzar su sabor. Acompañado con pan de maíz y regado con una cerveza fría o un vaso de limonada…

– Y mucha salsa -dijo Tommy, cerrando los ojos durante unos momentos-. Mucha salsa espesa y oscura…

– Sí. Mucha salsa. De esa tan espesa que casi no puedes verterla de la salsera…

– Que pones una cuchara y se sostiene recta.

Scott volvió a soltar una carcajada. Tommy le ofreció un cigarrillo y el aviador negro aceptó.

– Dicen que estas cosas te cortan el apetito -comentó, dando una calada-. Me pregunto si será verdad.

Scott miró las latas vacías.

– ¿Cree que me darán pollo frito en mi última comida? -preguntó-. ¿No es lo tradicional? El condenado a muerte puede elegir lo que desea comer antes de enfrentarse al pelotón de fusilamiento.

– Eso está aún muy lejos -repuso Tommy interrumpiéndolo-. Aún no hemos llegado allí.

– En cualquier caso -repuso Scott meneando la cabeza con aire fatalista-, gracias por la comida y la ropa. Procuraré devolverle el favor.

Tommy respiró hondo.

– Dígame, teniente Scott, si usted no mató a Vincent Bedford, ¿tiene idea de quién lo hizo y por qué?

Scott se volvió. Lanzó un anillo de humo hacia el techo, observando cómo flotaba de un lado a otro antes de disiparse en la penumbra y las sombras que se espesaban.

– No tengo ni la más remota idea -contestó con sequedad. Se arrebujó en la manta y se sentó despacio en su rincón habitual de la celda de castigo, casi como si se sumergiera en una charca de agua turbia y estancada.

Fritz Número Uno esperaba fuera de la celda para escoltar a Tommy hasta el recinto sur. Fumaba y no cesaba de restregar los pies. Cuando apareció Tommy, arrojó el cigarrillo a medio fumar, lo cual sorprendió al teniente, pues Fritz Número Uno era un auténtico adicto al tabaco, al igual que Hugh, y solía apurar el cigarrillo antes de arrojarlo al suelo.

– Es tarde, teniente -dijo el hurón-. Pronto apagarán las luces. Ya debería haber vuelto.

– Vámonos -contestó Tommy.

Ambos hombres echaron a andar con paso decidido hacia la puerta bajo la mirada atenta del par de guardias apostados en la torre de vigilancia más cercana, y de un Hundführer y su perro que se disponían a patrullar por el perímetro del campo. El perro ladró a Tommy antes de que su cuidador lo silenciara con un tirón de la reluciente cadena de metal.

La puerta crujió al cerrarse a sus espaldas y los dos hombres avanzaron en silencio a través del campo de revista, hacia el barracón 101. Tommy pensó que más adelante quería hacer unas preguntas a Fritz Número Uno, pero en esos momentos lo que más le intrigaba era la velocidad a la que caminaba el hurón.