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– Debemos apresurarnos -dijo el alemán.

– ¿A qué viene tanta prisa? -preguntó Tommy.

– Ninguna prisa -respondió Fritz, tras lo cual, contradiciéndose de nuevo, añadió-. Debe regresar a su dormitorio. Rápido.

Ambos llegaron al callejón entre los barracones. La forma más rápida de alcanzar el barracón 101 era tomar por el callejón. Pero Fritz Número Uno asió a Tommy del brazo y tiró de él para conducirlo hacia el exterior del barracón 103.

– Debemos ir por aquí -insistió el hurón.

Tommy se detuvo en seco.

– Por allí es más rápido -dijo señalando al frente.

Fritz Número Uno volvió a aferrarle el brazo.

– Por aquí también llegaremos en seguida -replicó.

Tommy miró extrañado al hurón y luego hacia el callejón oscuro. Los guardias habían encendido los reflectores y uno pasó sobre el tejado del barracón más próximo. Bajo la luz del reflector, Tommy distinguió las brumosas gotas de lluvia y la niebla. Entonces se percató de lo que estaba situado en el otro extremo del callejón, a pocos pasos de los dos barracones y fuera de su campo visual. El Abort donde habían hallado el cadáver de Bedford.

– No -dijo Tommy de repente-, iremos por ahí.

Hizo un brusco ademán para obligar a Fritz a soltarle el brazo y echó a andar a través de las tenebrosas sombras y la siniestra oscuridad del callejón. El hurón vaciló unos segundos antes de seguirlo.

– Por favor, teniente Hart -dijo en voz baja-. Me ordenaron que le condujera por el camino más largo.

– ¿Quién se lo ordenó? -inquirió Hart mientras seguía avanzando.

Ambos hombres se desplazaban de una zona oscura a otra, su camino apenas iluminado por el débil resplandor que asomaba del interior de los barracones, donde todavía funcionaba la modesta electricidad. El haz del reflector pasaba de vez en cuando sobre ellos.

Fritz Número Uno no respondió, pero no era necesario. Tommy Hart prosiguió con paso resuelto y en cuanto dobló la esquina vio a tres hombres junto al Abort: el Hauptmann Heinrich Visser, el coronel MacNamara y el comandante Clark.

Los tres oficiales se volvieron cuando apareció Tommy. MacNamara y Clark adoptaron una expresión de enfado, mientras que Visser parecía sonreír ligeramente.

– No está autorizado a pasar por aquí -le espetó Clark.

Tommy se cuadró y saludó con energía a los oficiales.

– ¡Señor! Si esto tiene algo que ver con el caso que nos ocupa…

– ¡Retírese, teniente! -le ordenó Clark.

Pero no bien hubo pronunciado esas palabras cuando del interior del Abort salieron tres soldados alemanes que acarreaban una larga sábana impermeable. Tommy dedujo que el cadáver de Vincent Bedford iba envuelto en la sábana. Los tres soldados bajaron con precaución los escalones y depositaron el cuerpo en el suelo. Luego se cuadraron frente al Hauptmann Visser. Este les dio una orden en alemán, en voz baja, y los hombres alzaron de nuevo el cadáver, doblaron la esquina y desaparecieron. En éstas apareció otro soldado alemán en la puerta del Abort. Llevaba puesto un mandil negro semejante al de un carnicero y sostenía un cepillo de fregar. Visser gritó una orden con tono áspero al soldado, quien saludó y volvió a entrar en el Abort.

Entonces Clark dio un paso hacia Tommy, y ordenó con voz severa, tenso e irritado:

– ¡Repito: retírese, teniente!

Tommy saludó de nuevo y se dirigió a toda prisa hacia el barracón 101. Pensó que había presenciado varias cosas interesantes, entre ellas el curioso hecho de que habían tardado más de doce horas en retirar el cadáver del hombre asesinado del lugar donde había sido descubierto. Sin embargo, lo más curioso era que los alemanes estuvieran limpiando el Abort, una tarea que solían desempeñar los mismos kriegies.

Tommy se detuvo frente a la entrada de su barracón, resollando. Si quedaba alguna prueba dentro del Abort, a esas alturas ya había desaparecido. Durante unos momentos se preguntó si Clark y MacNamara habrían visto lo mismo que Hugh Renaday y éclass="underline" que el asesinato de Trader Vic se había perpetrado en otro lugar. Tommy no estaba seguro de que los dos oficiales fueran lo bastante hábiles para interpretar los indicios que ofrecía una escena del crimen como la que habían investigado esa mañana.

Pero de una cosa estaba seguro: Heinrich Visser sí lo había hecho.

La cuestión, se dijo, era si el alemán había compartido sus hallazgos con los oficiales estadounidenses.

Lo lógico hubiera sido que al final de la jornada estuviera exhausto, pero los interrogantes y los detalles confusos que se habían acumulado en su mente le mantenían despierto en su litera después de que se hubieran apagado las luces, mucho después de que los otros hombres que ocupaban la habitación se hubieran sumido en un sueño agitado. En más de una ocasión Tommy había cerrado los ojos para abstraerse de los ronquidos, la respiración de sus compañeros y la oscuridad, pero sólo conseguía ver el cadáver de Vincent Bedford sentado en el retrete del Abort, o a Lincoln Scott agazapado en un rincón de la celda de castigo.

En cierto modo, aquellas inquietantes imágenes que le mantenían despierto resultaban estimulantes. Al menos eran diferentes, únicas. Tenían un componente de emoción que aceleraban los latidos del corazón y estimulaban la mente. Cuando por fin se quedó dormido, fue pensando con agrado en la entrevista que iba a mantener por la mañana con Phillip Pryce.

Pero no fue la luz de la mañana lo que le despertó.

Fue una mano áspera que le cubrió la boca.

Tommy pasó directamente del sueño al temor. Se incorporó a medias en su litera, pero la presión de la mano le obligó a tumbarse de nuevo. Se revolvió, tratando de levantarse, pero se detuvo al oír una voz que le susurraba.

– No te muevas, Hart. No hagas el menor movimiento…

Era una voz suave, que parecía resbalar por el violento palpitar de la sangre en sus oídos y los acelerados latidos de su corazón.

Tommy se recostó en la cama. La mano seguía cubriéndole la boca.

– Escúchame, yanqui -prosiguió la voz en un tono apenas más alto que un murmullo-. No levantes la vista. No te vuelvas, limítate a escucharme y no te haré daño. ¿Puedes hacerlo? Asiente con la cabeza.

Tommy asintió.

– Bien -dijo la voz.

Tommy se percató de que el hombre estaba de rodillas junto a su litera, envuelto en la oscuridad. Ni siquiera el haz del reflector que pasaba de vez en cuando sobre el exterior del barracón y penetraba a través de los postigos de madera de la ventana le permitía ver quién le sujetaba con tanta fuerza. No sabía dónde tenía aquel hombre la mano derecha, ni si sostenía un arma en ella.

De improviso, Tommy oyó una segunda voz, murmurando desde el otro lado de la litera. Se llevó tal sobresalto que debió de estremecerse ligeramente, pues el hombre que estaba junto a él aumentó la presión sobre su boca.

– Pregúntaselo -dijo la segunda voz con tono imperioso-. Hazle la pregunta.

El hombre que estaba a su lado soltó un leve gruñido.

– Dime, Hart, ¿eres un buen soldado? ¿Eres capaz de obedecer órdenes?

Tommy asintió de nuevo con la cabeza.

– Bien -masculló el otro-. Lo sabía. Porque eso es lo que queremos que hagas, ¿comprendes? Es lo único que debes hacer. Obedecer las órdenes que te den. ¿Recuerdas cuáles son esas órdenes?

Tommy no dejaba de asentir.

– Las órdenes, Hart, son que procures que se haga justicia. Ni más ni menos. ¿Lo harás, Hart? ¿Procurarás que se haga justicia?

Tommy trató de responder, pero la mano que le tapaba la boca se lo impedía.