– Asiente con la cabeza, teniente.
Tommy asintió, como antes.
– Queremos tener la certeza, Hart. Porque ninguno de nosotros quiere que se evite la justicia. Conseguirás que se haga justicia, ¿no es así?
Tommy no se movió.
– Sé que lo harás -murmuró la voz una última vez-. Todos estamos convencidos. Todos los que estamos aquí… -Tommy percibió que el hombre que estaba a su izquierda se levantaba y se dirigía hacia la puerta del dormitorio-. No te vuelvas. No digas nada ni enciendas ninguna vela. Quédate acostado. Y recuerda que sólo tienes un deber: obedecer órdenes… -dijo el hombre.
Le apretó la boca con tanta fuerza que lo lastimó. Después lo soltó y desapareció en la oscuridad. Tommy oyó que la puerta crujía al abrirse y cerrarse. Boqueando como un pez recién pescado, Tommy permaneció tendido rígido en su litera, tal como le habían ordenado, mientras poco a poco volvía a percibir los sonidos habituales de los hombres que ocupaban la habitación. Pero transcurrió un rato antes de que los resonantes y violentos latidos de su corazón se normalizaran.
5
Tommy mantuvo la boca cerrada mientras los kriegies salían apresuradamente de los barracones al toque del Appell matutino. Comenzaba a clarear y el cielo pasaba de un gris opaco y metálico a cernirse sobre un horizonte de plata bruñida que ofrecía la promesa de un día despejado. No hacía tanto frío como la víspera, pero el aire seguía saturado de humedad. A su alrededor, como de costumbre, los hombres se quejaban y maldecían mientras se agrupaban en filas de cinco y se iniciaba el laborioso proceso del recuento. Los hurones se paseaban frente a las filas, diciendo los números en alemán, volviendo a comenzar y repitiéndose cuando perdían la cuenta o cuando la pregunta de un kriegie los distraía. Tommy escuchó con atención cada voz, esforzándose en reconocer en los retazos de palabras que llegaban a sus oídos la voz de los dos hombres que le habían visitado aquella noche.
Tommy se colocó en posición de descanso, fingiendo sentirse relajado, tratando de aparentar aburrimiento, como había hecho durante cientos de mañanas como aquélla, pero interiormente lo vencía una extraña ansiedad que, de haber sido mayor y más experimentado, habría reconocido como temor. Pero era muy distinto del temor al que los otros kriegies y él estaban habituados, el temor universal de volar y toparse con una ráfaga de balas trazadoras y fuego antiaéreo. Sintió deseos de darse media vuelta, escudriñar los ojos de los hombres que le rodeaban en la formación, imaginando de improviso que los dueños de las dos voces que había oído junto a su litera en plena noche no le quitaban los ojos de encima. Tommy miró disimuladamente a izquierda y derecha, tratando de localizar e identificar a los hombres que le habían dicho que su deber sólo consistía en obedecer órdenes. Estaba rodeado, como de costumbre, por hombres que volaban en todo tipo de aviones de guerra. En Mitchells y Liberators, Forts y Thunderbolts, Mustangs, Warhawks y Lightnings.
Alguien, seguramente, lo observaba, pero no sabía quién.
Los silbidos y quejas de la mañana eran las mismas de siempre. Las desastradas filas de aviadores estadounidenses no presentaban un aspecto distinto de otros días, salvo por la ausencia de dos hombres. Uno había muerto. El otro estaba en la celda de castigo, acusado de asesinato.
Tommy inspiró profundamente y trató de controlarse. Sintió que su corazón se aceleraba, que latía casi tan deprisa como cuando se había despertado al sentir aquella mano que le oprimía la boca. Se sentía mareado y le ardía la piel, sobre todo en la espalda, como si los ojos de los hombres que trataba de identificar le quemaran.
El aire matutino era fresco. Su sabor le recordó de pronto los guijarros del río de truchas de su población natal que se colocaba bajo la lengua en días calurosos. Tommy cerró los ojos unos segundos e imaginó las turbulentas y oscuras aguas coronadas de espuma en los angostos rápidos de Batten Kill o el río White, aguas de deshielo que se precipitaban desde los riscos de las Green Mountains y discurrían hacia las caudalosas cuencas del Connecticut o el Hudson. Esa imagen le calmó.
Entonces oyó a un hurón junto a él, recitando los números con tono irritado.
Tommy abrió los ojos y comprobó que casi habían concluido el recuento. Miró al otro lado del recinto y en aquel preciso instante el Oberst Von Reiter, acompañado por el Hauptmann Heinrich Visser, salió del edificio de oficinas, pasó ante el cordón de guardias cuadrados ante él, y atravesó la puerta principal en dirección a los aviadores congregados en el recinto. Como de costumbre, Von Reiter iba vestido de un modo impecable, cada raya de su uniforme parecía cortar el aire como un sable. Visser, por el contrario, presentaba un aspecto menos pulcro, un tanto arrugado, casi como si hubiera dormido con el uniforme puesto. Aunque llevaba la manga vacía de su abrigo sujeta, el viento la agitaba mientras el oficial se afanaba en seguir el paso del comandante del campo, que era más alto que él.
Tommy observó los ojos del Hauptmann y, al aproximarse éste, comprobó que no cesaba de recorrer con la vista las filas de kriegies, calibrando y midiendo a los hombres colocados en posición de firmes. Tenía la sensación de que Visser los miraba con una ira que se esmeraba inútilmente en ocultar. Von Reiter, pensó Tommy, pese a su talante militar y su aspecto prusiano, semejante a la caricatura de un cartel propagandístico, no era sino un distinguido carcelero. Visser, en cambio era el enemigo.
El coronel MacNamara y el comandante Clark abandonaron las formaciones para colocarse frente a los dos oficiales alemanes. Después de los saludos de rigor y de conversar los cuatro unos momentos en voz baja, MacNamara se volvió, avanzó un paso y se dirigió en voz alta a los hombres:
– ¡Caballeros! -dijo. Cualquier ruido residual entre los kriegies cesó al instante. Los hombres se inclinaron hacia delante para escuchar-. Están informados del atroz asesinato de uno de los nuestros. Ha llegado el momento de poner fin a todos los rumores, chismorreos y conjeturas que han rodeado este desgraciado incidente.
MacNamara se detuvo y fijó la mirada en Tommy Hart.
– El capitán Vincent Bedford será enterrado hoy al mediodía, con honores militares, en el cementerio situado detrás del barracón 119. Después, el hombre acusado de haberlo asesinado, el teniente Lincoln Scott, será liberado de la celda de castigo y puesto bajo la custodia de su abogado defensor, el teniente Thomas Hart, del barracón 101. El teniente Scott permanecerá en todo momento confinado en su dormitorio del barracón, salvo para llevar a cabo alguna legítima gestión relacionada con la preparación de su defensa.
MacNamara apartó los ojos de Tommy y volvió a contemplar las filas de hombres.
– Nadie debe amenazar al teniente Scott. Nadie debe hablar con el teniente Scott a menos que tenga que comunicarle información pertinente. Está arrestado y debe ser tratado como un prisionero. ¿He sido claro?
Todos dieron la callada por respuesta.
– Bien -continuó MacNamara-. Dentro de veinticuatro horas el teniente Scott comparecerá ante un consejo de guerra para una vista preliminar. El juicio para que responda a los cargos se celebrará la semana que viene.
Después de dudar unos instantes, MacNamara agregó:
– Hasta que el tribunal haya llegado a una conclusión, el teniente Scott debe ser tratado con cortesía, respeto y silencio total. Pese a los sentimientos que les inspire y a las pruebas que obran contra él, se le considerará inocente hasta que un tribunal militar dé su veredicto. Toda violación de esta orden será castigada con severidad.
El coronel había adoptado la posición de descanso, pero seguía transmitiendo una fuerza que se abatía como una ola sobre los kriegies. No se oyó siquiera una protesta.