Выбрать главу

Tommy suspiró. Pensó que el coronel no podía haber pronunciado un discurso más perjudicial ante los hombres del campamento. Incluso la palabra «inocente» había sonado como si pretendiera indicar justamente lo contrario. Sintió deseos de dar un paso al frente y decir algo en defensa de Lincoln Scott, pero se mordió el labio, contuvo ese impulso que sabía que sólo lograría empeorar las cosas a su cliente.

Después de aguardar unos instantes, MacNamara se volvió hacia los oficiales alemanes. Se saludaron. Como de costumbre, Von Reiter tocó la visera de su gorra con la fusta y luego golpeó sus lustrosas botas.

El comandante Clark avanzó hacia la cabeza de la formación, moviéndose como un boxeador aproximándose a su maltrecho contrincante arrinconado contras las cuerdas. Se colocó frente a los aviadores y gritó:

– ¡Rompan filas!

Los kriegies se dispersaron en silencio a través del recinto.

No había rastro de Fritz Número Uno, lo cual sorprendió a Tommy, pero otro de los hurones conocía la ordenanza que le permitía desplazarse a la sección británica del campo, y después de que Tommy le hubo sobornado con un par de cigarrillos para que abandonara sus deberes le abrió la puerta del recinto y lo escoltó en su trayecto por delante del edificio de oficinas, las duchas y la celda de castigo hasta el recinto norte.

Hugh Renaday le esperaba junto a la alambrada, paseando de un lado a otro con aire inquieto, como tenía por costumbre, caminando en círculos y fumando sin parar. Cuando Tommy se apresuró hacia él, se detuvo y le saludó con la mano.

– Estoy impaciente por hablar del asunto, abogado. Y Phillip está excitado como una perra en celo. Se le han ocurrido algunas ideas…

Hugh se detuvo en medio del torrente de palabras y miró a su amigo con expresión de perplejidad.

– Tienes mala cara, Tommy. ¿Qué ocurre?

– ¿Tanto se nota? -respondió Tommy.

– Se te ve pálido y demacrado, muchacho. ¿No has dormido?

Tommy esbozó una breve sonrisa.

– Digamos que alguien se empeñó en que no durmiera. Vamos, os lo contaré a ti y a Phillip al mismo tiempo.

Hugh cerró la boca, asintió con la cabeza y ambos hombres echaron a andar a paso ligero a través del recinto. Tommy sonrió para sus adentros al reconocer una de las mejores cualidades de su amigo. No muchos hombres, cuando se sienten picados por la curiosidad, son capaces de callar al instante y ponerse a examinar los detalles. Era una cualidad rayana en lo taciturno, quizás una faceta de un temperamento reflexivo. Tommy se preguntó si Hugh sería tan eficiente con sus observaciones y a la hora de controlar sus emociones en la cabina de pilotaje de un bombardero. «Quizá sí», pensó.

Phillip Pryce se hallaba en el cuarto de literas que compartía con Renaday, sentado con la espalda encorvada como un monje sobre un tosco escritorio de madera, escribiendo unas notas sobre una hoja de papel de carta, sosteniendo un diminuto cabo de lápiz con sus dedos largos y aristocráticos. Cuando los dos hombres entraron en la habitación, alzó la cabeza y tosió de forma estentórea. En el extremo de la mesa se consumía una colilla y el suelo estaba sembrado de ceniza. Pryce sonrió, buscó a su alrededor el cigarrillo y lo agitó en el aire como el director de una orquesta filarmónica marcando un crescendo.

– Muchas ideas, amigos míos, muchas ideas… -Luego observó a Tommy más detenidamente y añadió-. Ah, pero veo que han ocurrido más cosas en el espacio de unas pocas horas. ¿Qué nueva información nos traes, abogado?

– Anoche recibí una breve visita de lo que supuse que era el comité de vigilancia del Stalag Luft 13, Phillip. O quizá la versión local del Ku Klux Klan.

– ¿Te amenazaron? -inquirió Renaday.

Tommy describió brevemente el episodio desde el momento en que le despertó la mano. Comprobó que al contar a sus amigos lo sucedido, una parte de los ecos de ansiedad que experimentaba se desvaneció. Pero era lo bastante inteligente para comprender que esa sensación de tranquilidad era tan falsa quizá como su temor. En cualquier caso decidió mantener cierto grado de suspicacia, una postura intermedia entre el temor y la sensación de seguridad.

– Limítate a obedecer las órdenes…, eso fue lo que me dijeron -explicó.

– ¡Los muy cabrones! -estalló Hugh-. ¡Cobardes! Deberíamos contárselo al coronel y…

Phillip Pryce alzó la mano para interrumpir a su compañero.

– En primer lugar, Hugh, amigo mío, no vamos a impartir ninguna información, ni siquiera amenazas e intimidación, al bando contrario. Nos debilitaría y les reforzaría a ellos, ¿de acuerdo? -Phillip sacó otro cigarrillo, sustituyendo al que había dejado que se consumiera. Lo encendió y exhaló una larga bocanada-. Te lo ruego, Tommy -dijo observando el humo-, danos una descripción completa de todo lo que viste e hiciste después de que te dejara Hugh. De ser posible, trata de recrear cada conversación palabra por palabra. Esfuérzate en recordar.

Tommy asintió con la cabeza. De forma pausada, utilizando cada detalle que podía recordar, relató todo cuanto había hecho la víspera. Hugh se apoyó contra la pared, con los brazos cruzados, concentrándose, como si estuviera absorbiendo todo cuanto decía Tommy. Pryce, con los ojos fijos en el techo, se repantigó en su silla, balanceándose ligeramente y haciendo crujir las tablas del suelo.

Cuando hubo terminado, Tommy miró al viejo inglés, quien dejó de balancearse y se inclinó hacia delante. Durante unos instantes, la débil luz que se filtraba a través de la sucia ventana le confirió una apariencia siniestra y fantasmal, como un hombre que se levanta del lecho después de compartir unos momentos de intimidad con la muerte. De golpe, ese aire cadavérico se disipó y el anciano recobró su apariencia angular, casi académica, acompañada por una sarcástica y amplia sonrisa.

– ¿Dices que esos visitantes nocturnos te llamaron «yanqui»?

– Sí.

– ¡Qué interesante! Es una forma muy interesante de expresarlo. ¿Detectaste otros signos sureños en su lenguaje? ¿Un modo de hablar sibilante, arrastrando las palabras, o alguna expresión pintoresca que los delate?

– Creo que sí -repuso Tommy-. Pero no hablaban, susurraban. Un susurro puede ocultar una inflexión o un acento.

Pryce asintió.

– Sin duda. Pero la palabra «yanqui» nos conduce en una dirección obvia, ¿no es cierto?

– Sí. Uno del norte no utilizaría nunca esa palabra. Ni una persona del Medio Oeste o del Oeste.

– Esa palabra nos conduce a conclusiones inevitables. Indica con claridad ciertas cosas, ¿no es así?

– Así es, Phillip -respondió Tommy con una sonrisa-. ¿Qué es lo que insinúas?

Pryce emitió un sonoro estornudo y acto seguido sonrió.

– Bien -dijo con lentitud, recreándose en cada palabra mientras se inclinaba hacia delante-. Mi experiencia es semejante a la de Hugh. En el noventa y nueve por ciento de los casos es el desgraciado leñador el que ha cometido el salvaje y aparentemente claro asesinato. Por regla general, lo obvio se corresponde con la realidad.

Pryce se detuvo, dejando que una sonrisa le paseara por su rostro, alzando sus comisuras hacia arriba, arqueando sus cejas, dibujando un hoyuelo en su mentón.

– Pero siempre existe la excepción a la regla. Desconfío de las palabras y el lenguaje que nos conducen a conclusiones precipitadas en lugar de a un mundo más sólido de hechos.

Pryce se levantó y cruzó la habitación, como propulsado por sus propias ideas. Abrió una pequeña arca confeccionada con cajas de embalaje vacías y sacó un bote de té y unas tazas.

– Qué zorro eres, Phillip -dijo Tommy sintiendo por primera vez desde aquella mañana una sensación de alivio-. ¿Adónde quieres ir a parar?