– ¿En qué quedamos?
– Habría hecho cualquier cosa.
– ¿Inclusive sacrificar su propia vida?
– Sí, sí por una causa justa.
– ¿O sea, la causa de la igualdad?
– Sí.
– Es comprensible. ¿Pero estaría también dispuesto a matar?
– Sí. No. No es tan sencillo, ¿comprende, señor Renaday?
– Puede llamarme Hugh, teniente.
– De acuerdo, Hugh. No es tan sencillo.
– ¿Por qué?
– ¿Estamos hablando sobre mi caso o en términos generales?
– ¿Le parece que son dos cosas distintas, teniente Scott?
– Sí, Hugh.
– ¿En qué sentido?
– Yo odiaba a Bedford y deseaba acabar con todos los ideales racistas que él representaba, pero no lo asesiné.
Hugh se apoyó contra el muro de la celda de castigo.
– Entiendo. Bedford representaba todo cuanto usted desea destruir. Pero no aprovechó la oportunidad, ¿es eso?
– Sí. ¡Yo no maté a ese cabrón!
– ¿Pero le hubiera gustado hacerlo?
– Sí. ¡Pero no lo hice!
– Ya. Pero supongo que se alegrará de que Bedford esté muerto.
– ¡Sí!
– ¿Pero usted no lo hizo?
– ¡Sí! ¡Quiero decir no; maldita sea! Quizá deseara verlo muerto, pero yo no lo maté. ¿Cuántas veces quiere que se lo repita?
– Sospecho que muchas más. Es un matiz que a Tommy le va a costar explicar a los miembros del tribunal militar. Suelen ser bastante obtusos a la hora de comprender ese tipo de sutilezas, teniente -comentó Hugh con tono sarcástico.
Lincoln Scott estaba rígido de ira. Los tensos músculos de su cuello asomaban bajo la piel como unas líneas forjadas en una fundición diabólicamente ardiente. Tenía los ojos como platos, la mandíbula crispada, la ira parecía emanar de su cuerpo junto con el sudor que perlaba su frente. Hugh Renaday se hallaba a unos pasos de él, apoyado en la pared de la celda, lánguido y relajado. De vez en cuando ponía énfasis en algún punto mediante un gesto ambiguo del brazo, entornando los ojos o mirando hacia al techo, como si se burlase de las protestas del otro.
– ¡Es la verdad! ¿Por qué es tan difícil convencer a la gente de la verdad? -gritó Scott, haciendo que sus palabras reverberaran entre los muros de la celda.
– ¿Y qué importancia tiene la verdad? -replicó Hugh con extrema suavidad.
La pregunta dejó estupefacto a Scott. Inclinó el torso hacia delante, boquiabierto, como si la fuerza de las palabras se hubiera quedado atascada en su garganta como una muchedumbre que se apresura a tomar el metro en hora punta. Se volvió hacia Tommy unos instantes, como pidiéndole ayuda, pero no dijo nada. Tommy tampoco. Pensó que todos se medían unos a otros en aquella pequeña habitación: estatura, peso, vista, tensión sanguínea y pulso. Pero lo más importante era si se hallaban en el lado justo o equivocado de una muerte violenta e inexplicada.
Hugh Renaday rompió el breve silencio.
– De modo -dijo con vehemencia, como un matemático al llegar al término de una larga ecuación-, que tenía usted un motivo. Un motivo de peso. Abundantes motivos, ¿no es cierto, teniente? Y sabemos que tuvo la oportunidad, pues ha reconocido, no sin algo de ingenuidad, que la noche de autos salió del barracón. Lo único que falta, en realidad, son los medios. Los medios para cometer el asesinato. Sospecho que en estos momentos la acusación está examinando el problema.
Hugh observó a Scott fijamente y continuó hablando en términos irritantes de tan claros.
– ¿No cree, teniente Scott, que sería más sensato reconocer que cometió el crimen? En realidad, en muchos aspectos, nadie puede reprochárselo. Por supuesto, los amigos de Bedford se sentirán indignados, pero creo que conseguiríamos convencerles de que usted actuó en respuesta a una provocación. Sí, Tommy, creo que éste es el mejor sistema. El teniente Scott debería reconocer abiertamente lo que ocurrió. A fin de cuentas, fue una pelea justa, ¿no es así, teniente? Bedford contra usted. En la oscuridad del Abort. Podría haber sido usted quien quedara ahí tendido…
– ¡Yo no maté a Bedford!
– Podemos alegar que no hubo premeditación, Tommy. Una antipatía que conduce de forma inevitable a una pelea bastante típica. En el ejército estas cosas ocurren con frecuencia. En realidad se trataría de homicidio culposo…, puede que le echen una docena de años, trabajos forzados, nada más…
– ¿Es que no me escucha? ¡Yo no he matado a nadie!
– Salvo a unos cuantos alemanes, claro…
– ¡Sí!
– ¿El enemigo?
– Sí.
– Ah, ¿pero no habíamos quedado en que Bedford era el enemigo?
– Sí, pero…
– Ya. De modo que es justo matar a uno, pero no al otro…
– Sí.
– ¡Lo que dice no tiene sentido, teniente!
– ¡Yo no lo maté!
– Yo creo que sí.
Scott iba a replicar, pero se contuvo. Miró a Hugh Renaday a través del reducido espacio, respirando trabajosamente, como un hombre peleando contra las olas del océano, esforzándose por alcanzar la costa. De pronto pareció tomar una decisión, tras lo cual habló con una voz fría, áspera, directa, la voz de una pasión irrefrenable, la voz de un hombre adiestrado para pelear y matar.
– Si yo hubiera decidido matar a Vincent Bedford -dijo-, no lo habría hecho a escondidas. Lo habría hecho delante de todos los hombres en el campo. Y con esto…
Apenas hubo hablado, cruzó el espacio que lo separaba de Renaday, arrojando un violento derechazo, pero se detuvo a pocos pasos del canadiense. Era un golpe brutal, propinado con velocidad, precisión y furia. El puño crispado del negro se detuvo a escasos centímetros del mentón de Renaday, inmóvil.
– Esto es lo que habría utilizado -dijo Scott, casi susurrando-. Repito: y no lo habría hecho a escondidas.
Hugh contempló el puño durante unos segundos y luego miró los ojos centelleantes de su dueño.
– Es muy rápido -comentó con voz queda-. ¿Ha aprendido a boxear?
– «Guantes Dorados». Campeón de pesos semipesados del Midwest durante tres años consecutivos. Nadie logró derrotarme. Gané más combates por K.O. de los que puedo recordar.
Scott se volvió hacia Tommy.
– Dejé de boxear porque no dejaba tiempo para mis estudios -dijo secamente.
– ¿Qué estudiaba? -preguntó Hugh.
– Después de obtener mi grado universitario Magna Cum Laude de la Northwestern, me licencié en psicología de la educación por la Universidad de Chicago -respondió-. También cursé estudios de ingeniería aeronáutica. Asimismo, me preparé como piloto.
Dejó caer el puño y retrocedió un paso, casi dándoles la espalda a los dos hombres blancos, pero luego se detuvo y los miró a los ojos.
– No he matado a nadie, excepto alemanes. Tal como me ordenó mi país que lo hiciera.
Los dos hombres dejaron a Scott en la celda de castigo y se dirigieron hacia el recinto sur. Tommy respiraba con trabajo; como de costumbre, el reducido espacio de las celdas de castigo provocaba en él una sensación de angustia, un recuerdo del miedo que había experimentado en otras ocasiones, un ataque de claustrofobia. No era una cueva, un armario ni un túnel, pero poseía algunos de los temibles y siniestros aspectos de todos ellos, lo cual le ponía nervioso, pues suscitaba ingratos recuerdos de su temor infantil.
Un extraño silencio había invadido el sector americano del campo. No se veía el número habitual de hombres practicando ejercicios, ni a otros paseando por el perímetro con el mismo paso sistemático y frustrado. El tiempo había vuelto a mejorar. Momentos de cielo despejado interrumpían los cielos plomizos de Baviera, haciendo que las remotas líneas de abetos en el bosque circundante emitieran un húmedo resplandor lejano.
Hugh avanzaba con paso rápido, como si sus pies reflejaran sus cálculos. Tommy Hart se afanaba en seguirlo, de forma que ambos caminaban hombro con hombro, como una pareja de bombarderos medianos volando en estrecha formación para protegerse uno a otro.