El Hauptmann Visser escoltó a Tommy Hart a la celda de castigo para poner en libertad a Lincoln Scott. Mientras se dirigían hacia allí, el oficial alemán hizo una señal a un par de guardias cubiertos con cascos e indicó a Fritz Número Uno que los acompañara. Siguió tarareando sus alegres y pegadizas melodías de cabaret. El cielo se había despejado por completo y los últimos restos de nubes se dispersaban hacia el este. Tommy alzó la vista y vio las colas blancas de una escuadrilla de aviones B-17 atravesar la húmeda bóveda azul. No tardarían en ser atacados, pensó. Pero volaban muy alto, a unos ocho kilómetros de altura, y se hallaban aún relativamente a salvo. Cuando descendieran a través del cielo hacia unas altitudes más bajas para lanzar las bombas, entonces es cuando correrían mayor peligro.
Tommy contempló el edificio de la celda de castigo y pensó que Lincoln Scott se encontraba en la misma circunstancia. Durante unos momentos pensó que acaso fuera más prudente dejarlo encerrado, pero ese pensamiento se esfumó de inmediato. Enderezó la espalda y comprendió que la misión a la que se enfrentaba no era distinta de la que afrontaban los aviadores que surcaban el espacio. Una misión, un objetivo, su paso amenazaba toda la ruta. Echó otro vistazo al cielo y pensó que no podía hacer menos que esos hombres que volaban sobre él.
Scott se levantó en cuanto Tommy entró en la celda.
– ¡Maldita sea, Hart, estoy impaciente por salir de aquí! -dijo-. ¡Esto es un infierno!
– Yo no estoy seguro de lo que va a pasar -respondió Tommy-. Ya veremos…
– Estoy preparado -insistió Scott-. Sólo quiero salir de aquí. Que ocurra lo que tenga que ocurrir -el negro parecía angustiado, tenso, a punto de estallar.
– De acuerdo -dijo Tommy moviendo la cabeza-. Atravesaremos el recinto y nos dirigiremos directamente al barracón 101. Usted vaya a su dormitorio. Una vez allí, ya pensaremos en el siguiente paso.
Scott asintió.
Cuando salieron de la celda, el aviador negro pestañeó varias veces. Se frotó los ojos durante unos instantes como para borrar la oscuridad de la celda de castigo. Sostenía su ropa y su manta debajo del brazo izquierdo y tenía la mano derecha crispada en un puño, como si estuviera dispuesto a propinar un contundente puñetazo como el que había estado a punto de asestar esa mañana a Hugh Renaday. Mientras parpadeaba tratando de adaptarse a la luz, parecía caminar más erguido que de costumbre, habiendo recobrado su postura atlética, hasta el punto de que cuando se aproximaron a la puerta del recinto marchaba con paso enérgico y militar, casi como si desfilara por el campo de revista de West Point frente a un grupo de dignatarios. Tommy caminaba junto a él, flanqueado a su vez por los dos guardias, un paso detrás de Fritz Número Uno y el Hauptmann Visser.
Al alcanzar la alambrada y la puerta de madera que daba acceso al recinto sur, el oficial alemán se detuvo. Dijo unas breves palabras a Fritz Número Uno, quien saludó, y otras palabras a los dos guardias.
– ¿Desea que un guardia le escolte de regreso a su barracón? -preguntó a Lincoln Scott.
– No -respondió Scott.
Visser sonrió.
– Quizás el teniente Hart lo crea necesario.
Tommy echó una rápida ojeada a través de la alambrada. En el recinto había unos cuantos grupos de hombres; todo parecía normal. Unos jugaban al béisbol, mientras otros se paseaban por el perímetro. Vio a algunos tumbados junto a los edificios, leyendo o charlando. Otros, aprovechando la tibieza del día, se habían quitado la camisa para tomar el sol. Nada indicaba que hacía menos de una hora se hubiera celebrado un funeral. No había indicios de cólera. El Stalag Luft 13 presentaba el mismo aspecto que había mostrado cada día durante años.
Esto inquietó a Tommy. Inspiró profundamente.
– No -contestó-. No necesitamos que nos escolten.
Visser emitió un profundo suspiro, casi como si se mofara.
– Como guste -dijo con un tonillo despectivo, mirando a Tommy-. Qué ironía, ¿no? Yo le ofrezco protección contra sus propios camaradas. ¿No le parece insólito, teniente Hart?
Visser no parecía esperar una respuesta a su pregunta. En cualquier caso, Tommy no estaba dispuesto a dársela. Visser dijo unas palabras y los guardias armados retrocedieron. Fritz Número Uno también se apartó. Tenía el ceño fruncido y parecía nervioso.
– Entonces, hasta luego -dijo Visser.
Se puso a tararear unas breves estrofas de una melodía irreconocible, esbozando su acostumbrada sonrisa breve y cruel que se deslizaba en torno a su rostro. Entonces se detuvo, se volvió hacia los soldados que custodiaban la puerta, y haciendo un amplio gesto con su único brazo les indicó que la abrieran.
– Vamos, teniente. A paso de marcha -dijo Tommy.
Los dos hombres echaron a andar hombro con hombro.
La puerta aún no se había cerrado tras ellos cuando Tommy oyó el primer silbido, seguido por otro, y luego otros dos. Los agudos sonidos se confundían, desplazándose a los pocos segundos a lo largo y ancho del campo. Los hombres que jugaban al béisbol se detuvieron y los miraron. Antes de que hubieran recorrido veinte metros, la falsa normalidad del campo fue suplantada por el ruido de pasos apresurados y el rechinar y estrépito de puertas de madera que se abrían y cerraban de golpe.
– Mantenga la vista al frente -murmuró Tommy, pero era una advertencia innecesaria, pues Lincoln Scott caminaba aún más erguido que antes, atravesando el recinto con la renovada determinación de un corredor de fondo que al fin vislumbra la línea de meta.
Ante ellos vieron salir a muchos hombres de los barracones, moviéndose con tanta rapidez como si los silbatos de los hurones les convocaran a un Appell o hubieran sonado las sirenas de alarma. Al cabo de unos segundos, centenares de hombres se congregaron en un gigantesco y siniestro bloque, no tanto una formación como una barricada. La multitud -que parecía dispuesta a lincharlos, según pensó Tommy- se interpuso en su camino.
Ni Lincoln Scott ni Tommy Hart aminoraron el paso al aproximarse a los hombres plantados delante de ellos.
– No se detenga -murmuró Tommy a Lincoln Scott-. Ni les plante cara.
Por el rabillo del ojo observó un gesto casi imperceptible de la cabeza por parte del aviador de Tuskegee y oyó un leve murmullo de asentimiento.
– ¡Criminal! -Tommy no estaba seguro de dónde procedía la palabra, pero sin duda había surgido de la borboteante masa.
– ¡Asesino! -gritó otra voz.
Un murmullo grave y ronco brotó de labios de los hombres que les interceptaban el paso. Las palabras de ira y odio se mezclaban con toda clase de epítetos e improperios. Los silbidos y abucheos reforzaban los gritos de rabia, que aumentaban en frecuencia e intensidad a medida que los aviadores avanzaban.
Tommy mantuvo la vista al frente, confiando en ver a uno de los oficiales superiores, pero no fue así. Notó que Scott, con el maxilar crispado en un gesto de determinación, había acelerado un poco el paso. Durante unos momentos pensó que ambos parecían un barco que navegaba hacia una costa erizada de rocas.
– ¡Maldito negro asesino!
Se hallaban a unos diez metros de la multitud. Tommy no estaba seguro de que el muro se abriría para cederles el paso. En aquel segundo, vio a algunos de los hombres que compartían su cuarto de literas. Los consideraba amigos suyos, no amigos íntimos, pero amigos al fin. Con ellos había compartido comida, libros y algún que otro recuerdo sobre la vida en el hogar, momentos de nostalgia, deseo, sueños y pesadillas. En aquel instante Tommy no pensó que fueran a lastimarlo. Por supuesto no estaba seguro de ello, porque no sabía qué opinión tendrían ahora de él. Pero pensó que quizás experimentaran cierta vacilación en sus emociones; así pues, golpeando ligeramente con su hombro el hombro de Scott, modificó el ritmo y se dirigieron directamente hacia ellos.