– ¡A babor! ¡A babor! ¡Fuego!-había gritado por el intercomunicador.
Pero el capitán había respondido con calma:
– Ya sé que les hemos alcanzado. Buen trabajo, bombardero.
– ¡No, maldita sea, capitán, somos nosotros!
Las llamas brotaban de la carlinga, y trazaban franjas rojizas en el aire azul, y una humareda negra se alborotaba con el viento. Tommy se dio por muerto. Al cabo de un par de segundos, a lo más cinco o diez, las llamas alcanzarían la línea de combustible, se propagarían hasta el depósito en el ala y todo volaría por los aires.
En aquel instante dejó de sentir miedo. Le produjo una sensación extrañísima contemplar algo que ocurría más allá de su control y que no era otra cosa que su propia muerte. Experimentó una leve irritación, como si se sintiera frustrado por no poder hacer nada por remediarlo, pero se resignó. Al mismo tiempo sintió una curiosa y distante sensación de soledad y preocupación por su madre y su hermano, que se hallaba en algún lugar del Pacífico, y su hermana y la mejor amiga de su hermana, que vivía a unos metros de ellos, en Manchester, y a quien amaba con dolorosa e insistente intensidad, sabiendo que todos ellos sufrirían más y durante más tiempo que él, porque la inminente explosión sería, al fin y al cabo, rápida y decisiva. Y en su sueño oyó por última vez la voz del capitán: «¡Calma, chicos, trataremos de zambullirnos en el agua!» Y el hermoso Lovely Lydia empezó a descender en picado, tratando de alcanzar las olas que constituían su única salvación, zambullirse en el agua y extinguir el fuego antes de que el avión estallara.
Tommy tenía la sensación de que el mundo que le rodeaba no gritaba palabras de memoria, ni sonidos pertenecientes a la Tierra, sino que emitía el crepitante sonido de un infernal círculo de mortíferas llamas. Siempre se había jurado que si caían en el mar, él se colocaría detrás del respaldo corredizo de acero reforzado del asiento del copiloto, pero no tuvo tiempo. En lugar de ello, se aferró con desesperación a una tubería del techo, a punto de zambullirse en las azules aguas del Mediterráneo a casi quinientos kilómetros por hora, presentando en aquellos terroríficos momentos el aspecto de un apacible ciudadano de Manhattan que regresa a casa, sujetándose a una manilla del metro mientras espera con paciencia su parada.
Volvió a estremecerse en su litera.
Recordaba a la perfección al sargento gritando en la torreta. Tommy había avanzado un paso hacia el artillero porque sabía que éste se hallaba atrapado en su asiento y que el muelle del cinturón de seguridad no funcionaría, atascado por el impacto, y el hombre gritaba pidiendo auxilio. Pero en aquel segundo, Tommy había oído gritar al capitán: «¡Sal de ahí, Tommy! ¡Aléjate de ahí! ¡Yo ayudaré al artillero!» Los otros no emitían el menor sonido. La orden del capitán fue lo último que oyó a los tripulantes del Lovely Lydia. Le había sorprendido comprobar que la escotilla lateral se había abierto y que su chaleco salvavidas había funcionado, permitiéndole flotar en el agua, como un juguete de corcho. Se había alejado del avión utilizando las manos a modo de remos; luego había girado el cuello, esperando ver salir a los otros, pero no apareció nadie.
– ¡Salid de ahí! ¡Salid de ahí! ¡Por favor, salid de ahí!
Y luego había quedado flotando, esperando.
Al cabo de unos segundos, el morro del Lovely Lydia se había sumergido en el agua, deslizándose silenciosamente bajo la superficie, dejándolo solo en medio del océano.
Esto siempre le había inquietado. El capitán, el copiloto, el bombardero y los dos artilleros siempre le habían parecido mucho más ágiles y rápidos que él. Eran jóvenes y atléticos, dotados de una excelente coordinación e inteligentes. Eran rápidos y eficientes, tan hábiles a la hora de disparar una ametralladora como de encestar una pelota o de correr a gran velocidad por un campo de béisbol. Ellos eran los auténticos militares a bordo del Lovely Lydia, mientras que él se consideraba un simple estudiante amante de los libros, demasiado delgado, un tanto torpe, aunque dotado para las matemáticas y que sabía utilizar una regla de cálculo, que se había criado observando las estrellas en el firmamento que cubría su casa, allá en Vermont, y así, más por azar que por vocación patriótica, se había hecho navegante de un bombardero. Se consideraba un mero elemento del equipo, un apéndice del vuelo, mientras que los otros eran auténticos aviadores y combatientes, protagonistas de la batalla.
No comprendía por qué había sobrevivido mientras que los más fuertes habían perecido.
Flotó a la deriva, solo, por espacio de casi veinticuatro horas, mientras la sal marina se mezclaba con sus lágrimas, al borde del delirio, sumido en la desesperación, hasta que un bote de pesca italiano lo rescató. Lo tripulaban unos hombres toscos que le habían tratado con sorprendente delicadeza. Lo habían tapado con una manta y le habían ofrecido un vaso de vino tinto. Tommy recordaba aún el escozor que éste le había producido en la garganta. Cuando llegaron a tierra, lo habían entregado sumisamente a los alemanes.
Eso era lo que había sucedido en realidad. Pero en su sueño, la verdad resultaba suplantada siempre por una realidad más alegre, en la que todos estaban vivos, reunidos bajo el ala del Lovely Lydia, contando chistes sobre los comerciantes árabes que vendían sus mercancías junto a su polvorienta base en el norte de África, y alardeando de lo que harían con sus vidas, sus novias y sus esposas cuando regresaran a Estados Unidos. Tommy solía pensar, cuando éstos aún vivían, que los tripulantes del Lovely Lydia eran los mejores amigos que había tenido jamás, y en ocasiones se decía que, cuando la guerra terminara, no volverían a encontrarse. No se le había ocurrido que no volvería a verlos porque todos menos él morirían.
Tendido en su litera, pensó: «Siempre estarán conmigo.»
Uno de los prisioneros se movió en su camastro; los listones de madera crujieron y sofocaron las palabras del hombre que hablaba en sueños.
«Yo he sobrevivido y ellos han muerto.»
Con frecuencia Tommy maldecía sus ojos, por haberlos traicionado a todos al divisar el convoy. Llegó a pensar que si hubiera nacido ciego, en lugar de dotado de una vista muy aguda, los otros estarían vivos. Sabía que era inútil pensar eso. En vez de ello, se juró que si sobrevivía a la guerra, un día iría al oeste de Tejas y, una vez allí, recorrería los montes y arroyos de aquel escabroso territorio, empuñaría un rifle y se dedicaría a cazar liebres: todas las liebres que divisara. Tommy se imaginó cazando decenas, centenares, miles, organizando una auténtica matanza de liebres, hasta caer rendido en el suelo, con las municiones agotadas y el rifle humeante. Habría liebres suficientes para que su capitán comiera estofado de liebre durante una eternidad.
Sabía que no podría volver a conciliar el sueño.
Así pues, permaneció acostado boca arriba, escuchando el batir de la lluvia sobre el tejado metálico, que resonaba como disparos de rifle. Mezclado con ese sonido oyó un ruido grave y distante. Al cabo de unos momentos, unos estridentes silbatos y gritos frenéticos, todos en el inconfundible y colérico alemán de los guardias del campo de prisioneros. Se levantó de la litera y se dispuso a calzarse las botas cuando oyó los golpes en la puerta del barracón y «Raus! Raus! Schnell!» En el recinto de revista de tropas haría frío, de modo que se puso su vieja cazadora de cuero de aviador. Los demás hombres se vistieron con rapidez, enfundándose su ropa interior de lana y sus botas de aviador gastadas y rotas, al tiempo que las primeras insinuaciones del amanecer se filtraban a través de las sucias ventanas del barracón. En su prisa por vestirse, Tommy perdió de vista al Lovely Lydia y a su tripulación, dejando que se desvanecieran en la parte cercana de su memoria mientras él corría a unirse a los hombres que salían a la gélida y húmeda atmósfera matutina del Stalag Luft 13.