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Tommy percibió la respiración de Scott. Inspiraba unas breves y rápidas bocanadas de aire, como arrancadas al esfuerzo que representaba mantener aquella marcha acelerada.

En torno a él resonaron más insultos. Las palabras surcaban el espacio entre los pilotos más rápidamente que sus pasos.

– ¡Deberíamos resolverlo ahora mismo! -oyó Tommy gritar a un hombre.

Todos asintieron.

Tommy no hizo caso de las amenazas. En aquel segundo recordó la reconfortante y serena voz de su llorado capitán de Tejas mientras pilotaba el Lovely Lydia a través de la enésima tempestad de fuego antiaéreo y muerte, y sin alzar la voz, expresándose con calma a través del intercomunicador del bombardero, decía: «Maldita sea, chicos, no vamos a dejar que unos pequeños contratiempos nos pongan nerviosos, ¿verdad?» Y Tommy comprendió que iba a tener que volar a través del centro de esa tempestad, manteniendo la vista al frente, como hacía su viejo capitán, aunque la última tempestad le había costado la vida y las vidas de los otros tripulantes del avión, salvo uno.

Así, sin detener el paso, Tommy se lanzó hacia el grupo de pilotos congregados ante ellos. Unidos de forma invisible pero con tanta fuerza como si estuvieran atados, los dos se precipitaron hacia quienes les interceptaban el paso.

Éstos vacilaron unos segundos. Tommy observó que sus compañeros de cuarto retrocedían y se apartaban, creando una pequeña apertura en forma de V. Scott y él se deslizaron a través de ella. De inmediato la multitud se agolpó a sus espaldas. Pero los hombres que había frente a ellos se apartaron, aunque sólo lo suficiente para permitirles seguir avanzando.

Los que se apretujaban a su alrededor los zarandeaban. Las voces enmudecieron, los abucheos e insultos se disiparon al tiempo que los dos soldados se abrían camino entre la multitud, rodeados por un súbito e impresionante silencio, acaso peor aún. Tommy pensó que les costaba avanzar, como si estuviera atravesando un caudaloso río en el que la corriente y la potencia de las aguas le empujaran y golpearan con fuerza sus piernas y su torso.

Al cabo de unos momentos, habían superado aquella masa humana.

Los últimos hombres se apartaron para cederles paso y Tommy vio que el camino hacia los barracones estaba despejado. Era una sensación análoga a sentirse a salvo después de haber volado a través de una furiosa y siniestra tempestad hacia un cielo despejado.

Marchando todavía en pareja, Tommy y Scott se dirigieron apresuradamente hacia el barracón 101. A sus espaldas, los hombres hostiles permanecían en silencio.

Scott respiraba como un boxeador tras disputar quince asaltos. Tommy se percató de que su respiración entrecortada no era demasiado diferente.

Tommy volvió la cabeza ligeramente, sin saber por qué. Un leve movimiento del cuello, una mirada hacia la derecha. En aquel breve instante, divisó al coronel MacNamara y al comandante Clark detrás de una de las cochambrosas ventanas del barracón contiguo, parcialmente ocultos y observando cómo él y Scott atravesaban el recinto. Tommy se quedó estupefacto, presa de una indignación casi incontrolable contra los dos superiores, por permitir que sus órdenes expresas fueran desobedecidas: «Nada de amenazas… tratadlo con cortesía…» Eso era lo que había ordenado MacNamara con toda claridad. Ahora presenciaba cómo violaban esa orden. En aquel segundo, Tommy sintió deseos de dirigirse hacia los dos comandantes y exigirles una explicación. Pero en medio de su ira oyó otra voz insinuándole que quizás había visto algo importante, algo que debía guardar para sí.

Y decidió seguir el consejo de esa voz.

Tommy se alejó, no sin antes asegurarse de que MacNamara y Clark se habían dado cuenta de que él les había visto espiándoles. Junto con el aviador negro, subió los peldaños de madera y penetró en el barracón 101.

Lincoln Scott rompió el silencio.

– El panorama es bastante desolador -comentó en voz baja.

Al principio Tommy no estaba seguro si el piloto del caza se refería al caso o a la habitación, porque podía decirse lo misino de ambas cosas. Todo cuanto habían acumulado los otros kriegies que habían compartido antes la habitación se lo habían llevado. Sólo quedaba una litera cubierta con un sucio jergón de cutí azul relleno de paja, sobre el que había una delgada manta de color pardo. Scott arrojó las mantas y la ropa que llevaba sobre el camastro. La bombilla que pendía del techo estaba encendida, pero aún penetraba en la habitación la luz difusa del atardecer. Junto a la cabecera de la cama estaba su tosca mesa y la taquilla para guardar sus pertenencias. El aviador miró en el interior y vio que sus dos libros y su provisión de comida estaban intactos. Lo único que faltaba era la sartén que había confeccionado él mismo.

– Podría ser peor -respondió Tommy.

Esta vez fue Scott quien miró al otro tratando de adivinar si se refería al lugar o a las circunstancias por las que pasaban.

Ambos guardaron silencio unos instantes.

– Anoche, cuando se acostó después de haber salido para ir al retrete, ¿dónde dejó su cazadora?

– Ahí -repuso Scott señalando la pared junto a la puerta-. Todos disponíamos de un gancho para colgar nuestras prendas. De este modo podíamos cogerlas rápidamente cuando sonaban las sirenas o los silbatos. -Scott se sentó en la cama con aire fatigado y tomó la Biblia.

Tommy se acercó a la pared.

Los ganchos habían desaparecido. En el tabique de madera sólo se veían ocho pequeños orificios, agrupados de dos en dos y separados por unos cincuenta centímetros.

– ¿Dónde solía colgar Vic su cazadora?

– Junto a la mía. Nuestros ganchos eran los dos últimos. Todos usábamos siempre el mismo gancho, para no confundirnos de cazadora. Por eso los ganchos estaban separados y agrupados por pares.

– ¿Dónde cree que han ido a parar los ganchos?

– No lo sé. ¿Qué motivo tendría alguien para llevárselos?

Tommy no respondió, aunque sabía la respuesta. No se trataba sólo de que los ganchos hubieran desaparecido. Era un argumento. Se volvió hacia Scott, que hojeaba la Biblia.

– Mi padre es pastor baptista -dijo Scott-. Oficia en la iglesia baptista del Monte Sinaí en el sector sur de Chicago. Siempre dice que la Biblia nos señala el camino en los momentos de adversidad. Yo soy más escéptico al respecto, pero no niego la palabra de Dios.

El aviador negro deslizó un dedo entre las páginas del libro y con un rápido movimiento lo abrió y leyó las primeras palabras que cayeron bajo su mirada.

– Mateo 6, 24: «Nadie puede servir a dos señores; porque o aborrecerá a uno y amará al otro, o se interesará por el primero y menospreciará al segundo.»

Scott soltó una carcajada.

– Tiene bastante sentido. ¿Qué opina, Hart? ¿Sobre lo de servir a dos señores? -Scott cerró la Biblia y exhaló lentamente-. ¿Qué ocurrirá a partir de ahora, cuando me trasladen de una celda a otra?

– ¿Se refiere al proceso? Mañana se celebra una vista. Para leerle formalmente los cargos. Usted se declarará inocente. Examinaremos las pruebas en su contra. Luego, la semana que viene, tendremos el juicio.

– Un juicio. Bonita palabra para describirlo. ¿Y en cuanto a su defensa, abogado?

– Emplear la táctica de demora. Cuestionaremos la autoridad del tribunal, pondremos en tela de juicio la legitimidad del procedimiento. Solicitar tiempo para entrevistar a todos los testigos. Alegar la inexistencia de una jurisdicción adecuada para enjuiciar el caso. Dicho de otro modo, nos opondremos a todas las soluciones técnicas que se hayan tomado.

Scott asintió, pero su gesto denotaba resignación. Se volvió hacia Tommy.

– Esos hombres que estaban ahí fuera, agrupados y gritando… Cuando pasamos a través de ellos, hubo un silencio total. Creí que querían lincharme.

– Yo también.

Scott meneó la cabeza.

– No me conocen -dijo con los ojos fijos en el suelo-. No saben nada sobre mí.