El teniente Tommy Hart restregó los pies sobre el barro marrón claro del recinto de revista de tropas. Las quejas habían comenzado poco después del toque de llamada -Appell, en alemán-, y cada vez que pasaba un guardia, los hombres se ponían a silbar y a protestar.
En general, los alemanes no hacían caso. De vez en cuando un Hundführer, acompañado por su agresivo pastor alemán, se volvía hacia los grupos de hombres y hacía ademán de soltar al perro, lo cual conseguía acallar a los aviadores durante unos minutos. El Oberst Edward von Reiter, de la Luftwaffe, comandante del campo, había revisado por encima las formaciones unas horas antes, deteniéndose sólo al ser abordado por el coronel estadounidense Lewis MacNamara, quien le había lanzado una andanada de quejas. Von Reiter lo había escuchado durante unos treinta segundos, tras lo cual le había saludado sin mayores ceremonias, tocando la visera de su gorra con la fusta de montar, e indicando al coronel que ocupara de nuevo su lugar a la cabeza de los grupos de hombres. Luego, sin dirigir otra mirada a la formación de aviadores, se había encaminado hacia el barracón 109.
Los kriegies protestaron y asestaron patadas en el suelo, mientras el día despuntaba en derredor. Los prisioneros se apodaban entre sí kriegies, una abreviatura del término alemán Krieggefangene, «prisionero de guerra». Esperar de pie resultaba aburrido y agotador. Aunque estaban acostumbrados a ello, lo detestaban.
Había casi diez mil prisioneros de guerra en el campo, repartidos entre dos recintos, norte y sur. Los aviadores estadounidenses -todos oficiales- se hallaban en el recinto sur, mientras que los británicos y otros aliados estaban situados en el recinto norte, a medio kilómetro de distancia. El tránsito entre ambos campos, aunque no infrecuente, era un tanto difícil. Se precisaba un escolta, un guardia armado y un poderoso motivo. Por supuesto, éste podía inventarse mediante el rápido intercambio de un par de cigarrillos pasados a uno de los hurones, que era como los kriegies llamaban a los guardias que patrullaban los campos, armados tan sólo con unas barras de acero, semejantes a espadas, que utilizaban para clavarlas en el suelo. A los guardias con los perros los llamaban por sus nombres, porque los perros infundían miedo a todo el mundo. El campo carecía de muros, pero cada recinto estaba rodeado por una valla de seis metros de altura. Dos hileras de alambre de espino se enrollaban en concertina a ambos lados de una valla de tela metálica. Cada cincuenta metros a lo largo de la valla se alzaba el recio mazacote de una torre de madera. Las vallas estaban custodiadas todo el día por guardias hoscos e insobornables, auténticos gorilas armados con metralletas Schmeisser que llevaban colgadas del cuello.
A tres metros de la alambrada principal, por la parte interior, los alemanes habían suspendido un delgado cable de alambre sobre postes de madera. Ese era el límite. Cualquiera que lo cruzara era sospechoso de tratar de escapar y abatido a tiros. En todo caso, eso era lo que el comandante de la Luftwaffe comunicaba a cada prisionero que llegaba al Stalag Luft 13. En realidad los guardias permitían que un prisionero, vestido con una blusa blanca con una cruz roja en el centro, bien visible, corriera detrás de una pelota de béisbol o de fútbol cuando ésta rodaba hasta la valla exterior, aunque a veces, para divertirse, animaban a un prisionero a que persiguiera a la pelota de marras, tras lo cual disparaban una breve ráfaga al aire sobre su cabeza o en el suelo a sus pies. Una de las actividades favoritas de los kriegies era caminar por el perímetro del campo de prisioneros; los aviadores efectuaban interminables vueltas en torno al mismo.
El sol de mayo se alzó rápidamente, caldeando los rostros de los hombres reunidos en el recinto de revista de tropas. Tommy Hart calculó que llevaban casi cuatro horas de pie en formación, mientras una constante procesión de soldados alemanes desfilaban ante ellos, dirigiéndose hacia el túnel que se había derrumbado. Los soldados rasos portaban palas y picos. Los oficiales mostraban el ceño fruncido.
– Es la maldita madera -dijo una voz entre la formación-. Al mojarse se pudre y ha acabado por venirse abajo.
Tommy Hart se volvió y comprobó que quien hablaba era un hombre delgado, oriundo del oeste de Virginia, copiloto de un B-17, al que había educado su padre, que trabajaba en las minas de carbón. Tommy suponía que el virginiano, cuya voz nasal revelaba un profundo desprecio, era un experto en planear fugas. Los hombres con conocimientos sobre la tierra -agricultores, mineros, excavadores e incluso el director de una funeraria que había sido abatido cuando volaba sobre Francia y que vivía en el barracón contiguo- eran reclutados para colaborar en esa iniciativa a las pocas horas de su llegada al Stalag Luft 13.
Él no había hecho ningún intento de fugarse del campo de prisioneros. A diferencia de la mayoría de los cautivos, no tenía muchas ganas. No es que no deseara ser libre, pero sabía que para fugarse tenía que meterse en un túnel.
Y no estaba dispuesto a hacerlo.
Suponía que su fobia a los espacios cerrados provenía del día en que sin querer había quedado encerrado en un armario del sótano cuando tenía cuatro o cinco años. Una docena de angustiosas horas pasadas en la oscuridad, con un calor sofocante y bañado en lágrimas, oyendo la lejana voz de su madre llamándole pero incapaz de articular palabra debido al terror que lo atenazaba. Es probable que no hubiera podido definir ese temor, que no le había abandonado desde aquel día, con la palabra «claustrofobia», pero de eso se trataba. Tommy se había alistado en las fuerzas aéreas en parte porque incluso en el reducido espacio de un bombardero no tenía la sensación de estar encerrado. La idea de hallarse en el interior de un tanque o un submarino le parecía más aterradora que el peligro de las balas enemigas.
Por lo tanto, en el extraño e inestable ámbito del Stalag Luft 13, Tommy Hart sabía una cosa: si alguna vez conseguía salir, sería por la puerta principal, ya que jamás accedería a meterse en un túnel por su propia voluntad.
Eso le hacía verse a sí mismo como alguien resignado a esperar que terminara la guerra pese a los rigores del Stalag Luft 13. De vez en cuando le adjudicaban el papel de espía, que consistía en ocupar una posición desde la cual podía vigilar a uno de los hurones, ejes de un primitivo sistema de advertencia concebido por los oficiales de seguridad del campo. Cualquier alemán que se moviera dentro del campo era seguido y observado sin cesar por una red de vigilantes que se comunicaban con un código de señales. Como es lógico, los hurones sabían que eran observados, y, por consiguiente, trataban de eludir ese sistema de seguridad, modificando de continuo rutas y trayectos.
– ¡Eh! ¡Fritz Número Uno! ¿Cuánto tiempo van a tenernos aquí de pie?
Esta voz exhalaba un inconfundible tono de autoridad. El hombre al que pertenecía era un capitán, piloto de un avión de transporte de mercancías de Nueva York. La andanada iba dirigida contra un alemán, vestido con un mono gris y una gorra de campaña, encasquetada hasta la frente, que constituía el uniforme de los hurones. Había tres hurones con el nombre de Fritz a quienes llamaban por su nombre de pila y número, cosa que les irritaba sobremanera.
El hurón se volvió y lo miró. Luego se acercó al capitán, que permanecía en posición de descanso en la primera fila. Los alemanes obligaban a la formación a agruparse en filas de cinco hombres, pues les resultaba más fácil contarlos.