Su jefe era un hombre de baja estatura, parcialmente calvo, delgado y musculoso como un boxeador de peso gallo. Parecía no haber reparado en los centenares de aviadores que habían aparecido tras él, y continuaba avanzando con la vista al frente. Marcaba el paso del escuadrón -el cual desfilaba de tal modo que habría hecho palidecer de envidia a un grupo de instrucción de West Point- y se acercaba al límite del recinto. A la orden emitida enérgicamente por el jefe, «Escuadrón… ¡Alto!», los hombres se detuvieron a pocos pasos de la alambrada, dando un taconazo.
Los guardias armados con metralletas de la torre más próxima los apuntaron. Tenían un aire entre intrigado y concentrado. Sus ojos apenas eran visibles bajo los cascos de acero y miraban por encima del cañón de la metralleta.
Tommy Hart observó la escena, pero de repente oyó a uno de los pilotos del B-17 que permanecían junto a él murmurar con voz grave y compungida:
– O’Hara, el irlandés que murió anoche en el túnel, era un chico de Nueva Orleans, como el director de la banda. Se alistaron juntos. Volaban juntos. Tocaban música juntos. Creo que él era el clarinete…
El director de la banda se volvió hacia los hombres y les ordenó:
– ¡Banda de jazz de los prisioneros del Stalag Luft 13…! ¡Atención!
Los hombres del escuadrón dieron un taconazo al unísono.
– ¡Ocupen sus posiciones!
De inmediato formaron un semicírculo, frente a la valla de alambre de espino y la cicatriz en la tierra que marcaba el último tramo del túnel, donde yacían sepultados los dos hombres que lo cavaban. Todos los músicos se pusieron firmes. Éstos se llevaron sus instrumentos a los labios, aguardando la señal del director de la banda. El tambor sostuvo sus palillos sobre el parche. Un guitarrista deslizó los dedos sobre los trastes, sosteniendo una púa en la mano derecha.
El director de la banda observó a cada uno de sus hombres, para comprobar si estaban preparados. Luego, se volvió, situándose de espaldas a la banda. Dio tres pasos al frente, hasta el mismo límite del campo, y con un gesto rápido, depositó el clarinete en el suelo, junto a la alambrada. Luego se alzó, saludó al instrumento, y volvió a ocupar su posición frente a los músicos de una manera vacilante. Tommy Hart observó que los labios del director temblaban levemente cuando se acercó la trompeta a la boca. Vio que rodaban lágrimas por las mejillas del saxo tenor y de un trombón. Todos los hombres parecían dudar. Se hizo el silencio. El director de la banda asintió con la cabeza, se humedeció los labios para dominar el temblor, alzó la mano izquierda y empezó a marcar el compás.
– Con mucho swing -dijo-. Chattanooga Choo-choo. ¡Con ritmo, con ritmo! Un, dos, tres, cuatro…
La música estalló como un cohete luminoso. Se elevó hacia el firmamento, sobre la alambrada y la torre de vigilancia, alzando el vuelo como un pájaro y desapareciendo, desvaneciéndose a lo lejos, más allá del bosque y de su promesa de libertad.
Los músicos tocaban con intensidad desenfrenada. Al cabo de unos segundos, sudaban. Movían y agitaban sus instrumentos al son de la música. Uno tras otro fueron dando un paso hacia delante, colocándose en el centro del semicírculo para ejecutar un solo de ritmo sincopado, con el lastimoso quejido de un saxofón o los sonidos vibrantes y nerviosos de la guitarra. Los hombres tocaban prescindiendo de las indicaciones del director, reaccionando a la fuerza de la música que creaban, a la intensidad de las viejas melodías, respondiendo como si una mano celestial les diera unos golpecitos en el hombro. Chattanooga Choo-choo fluía como un río para desembocar en That Old Black Magic y luego en Boggie Woogie Bugle Boy of Company B, momento en que el director de la banda avanzó al frente, para ejecutar su solo de trompeta. La música prosiguió, libre, desenfrenada, ininterrumpida, en escalas descendentes, meciéndose, inexorable en su fuerza, cada melodía fundiéndose suave y amablemente con la siguiente.
La inmensa multitud de kriegies permanecía inmóvil, silenciosa, atenta.
La banda siguió tocando sin descanso durante casi treinta minutos, hasta que sus miembros quedaron sin resuello, como corredores de fondo tras una maratón. El líder retiró la mano izquierda del pabellón de la trompeta al tiempo que todos atacaban los últimos compases de Take the A Train, la alzó sobre su cabeza y luego la bajó con brusquedad. La banda dejó de tocar.
Nadie aplaudió. De la gigantesca multitud de hombres no brotó el menor sonido.
El líder de la banda miró a sus músicos e hizo un gesto de aprobación con la cabeza. En su rostro, sudoroso y bañado en lágrimas, se dibujó una sonrisa triste. Tommy Hart no vio ni oyó la orden, pero los miembros de la banda adoptaron de improviso la posición de descanso, apoyando los instrumentos contra sus pechos como si de armas se tratase. El líder se acercó al trombonista y le entregó su trompeta, tras lo cual dio media vuelta, avanzó hasta la alambrada y recogió el clarinete. De cara al bosque y el inmenso mundo que se extendía más allá de la alambrada, se llevó el instrumento a los labios y tocó una larga, lenta y vibrante melodía. Tommy no sabía si el hombre improvisaba, pero escuchó con atención mientras las claras y afinadas notas del clarinete bailaban a través del aire. Pensó que la música era semejante a los pájaros que solía ver en las ondulantes praderas de Vermont, en otoño, poco antes de que se produjeran las grandes migraciones hacia el sur. Cuando algo les asustaba, aquellas aves batían las alas al unísono; durante unos instantes revoloteaban tratando de agruparse y luego emprendían el vuelo y parecían dirigirse hacia el sol.
La última nota sonó singularmente alta, singularmente solitaria.
El músico se detuvo, apartando despacio el instrumento de sus labios. Durante unos momentos lo sostuvo contra su pecho. Luego se volvió bruscamente y ordenó:
– ¡Banda de jazz de los prisioneros del Stalag Luft 13!… ¡Atención!
Los músicos se cuadraron a la perfección.
– ¡En columnas de a dos… media vuelta! ¡Tambor… adelante, marche!
La banda comenzó a alejarse de la alambrada. Pero si antes habían marchado a paso ligero, ahora se movían con deliberada lentitud. Una cadencia fúnebre, cada pie derecho vacilando ligeramente antes de apoyarse en el suelo. El sonido del tambor era pausado y doliente.
La multitud de kriegies se abrió, dejando que la banda pasara a través de ellos a paso lento. Luego los prisioneros cerraron filas tras los músicos y reanudaron alguna actividad que les ayudara a superar otro minuto, otra hora, otro día de cautiverio.
Tommy Hart alzó la vista. Los dos guardias alemanes de la torre seguían apuntando a los hombres con sus ametralladoras. Sonreían. «No lo saben -pensó Tommy-, pero durante unos minutos, delante de sus narices y de sus armas, todos hemos vuelto a sentirnos libres.»
Como disponía de un rato antes del recuento de la tarde, Tommy regresó al dormitorio donde se hallaba su litera para coger un libro. Cada barracón del Stalag Luft 13 estaba construido con tableros de fibra de madera, un material que se helaba en invierno debido a las corrientes de aire y que en verano producía un calor insoportable. Cuando llovía y los hombres permanecían en el interior de los barracones, las habitaciones adquirían un hedor acre, a moho, a sudor, a cuerpos hacinados. Había catorce dormitorios en cada barracón, cada uno de los cuales contaba con literas para ocho hombres. Los kriegies habían comprobado que al mover unos centímetros uno de los tabiques podían crear espacios vacíos entre éstos, que utilizaban para ocultar objetos para la fuga, desde uniformes reformados para que parecieran trajes normales, hasta picos y hachas para cavar túneles.