Cada barracón contenía un pequeño baño con una pila, pero las duchas estaban en un edificio situado entre los campos norte y sur, y para utilizarlas los hombres debían ir escoltados. No las visitaban con frecuencia. En cada barracón había también un retrete con una cadena, pero éste funcionaba sólo de noche, después de apagarse las luces. Durante el día, los kriegies utilizaban las letrinas exteriores. Se llamaban Aborts, y comprendían media docena de cubículos. Ofrecían cierta privacidad, pues los retretes estaban separados por tabiques de madera. Los alemanes les suministraban abundante cal viva, y las cuadrillas encargadas de limpiar los Aborts fregaban la zona con un potente jabón desinfectante. Cada dos barracones compartían un Abort.
Cada barracón disponía de una cocina rudimentaria con un fogón de madera. Disponían de raciones mínimas de algunos productos, sobre todo patatas, salchichas que sabían a rayos, nabos y kriegsbrot, el pan duro y moreno del que al parecer se alimentaba toda la nación. Como cocineros, los kriegies utilizaban la imaginación para obtener diversos sabores de la mezcla de los mismos productos. Los paquetes de comida enviados por los familiares o remitidos por la Cruz Roja eran la base de la dieta. Los hombres estaban siempre al borde del hambre.
El Stalag Luft 13 era un mundo dentro del mundo.
Había clases diarias de arte y filosofía, actuaciones musicales casi todas las noches en el barracón 112, al que apodaban el Luftclub, y un teatro que contaba con su propia compañía. Entonces estaban representando El hombre que vino a cenar, obra que había recibido críticas muy elogiosas en el periódico del campo. Había emocionantes competiciones deportivas, entre ellas una presunta rivalidad entre el equipo de primera categoría del recinto sur y un escuadrón británico del campo norte que jugaban a softball. Los británicos no acababan de comprender muchas de las sutilezas de este deporte, pero dos de los pilotos de su campo habían jugado de lanzador en el equipo nacional de críquet antes de la guerra y habían entendido rápidamente qué era un strike. Había una biblioteca de préstamo, que disponía de una ecléctica combinación de novelas de misterio y obras clásicas.
Pero Tommy Hart poseía su propia colección de libros.
Cursaba su tercer año en la facultad de derecho de Harvard cuando se produjo el ataque a Pearl Harbor. Algunos de sus compañeros de estudios habían aplazado su alistamiento en el ejército hasta finalizar el año académico y la graduación; Tommy, en cambio, se había incorporado discretamente a la cola formada junto al puesto de reclutamiento cerca de Faneuil Hall, en el centro de Boston. En los papeles de reclutamiento había anotado, casi al azar, las fuerzas aéreas, y al cabo de unas semanas había atravesado Harvard Yard, cargado con su maleta y bajo una intensa nevada de enero, para tomar el metro hasta South Station y un tren a Dothan, Alabama, para formarse como aviador.
Poco después de ser capturado, Tommy había rellenado un formulario de la Cruz Roja para notificar a su familia que seguía vivo. Había dejado muchos espacios en blanco, pues no se fiaba de los alemanes que iban a procesar el documento. Pero en la parte inferior había un espacio destinado a objetos especiales requeridos. En esta línea Tommy había escrito, más bien en plan de guasa: «Principios del derecho consuetudinario de Edmund, tercera edición, 1938, University of Chicago Press.» Para su sorpresa, el libro le estaba esperando a su llegada al Stalag Luft 13, aunque era la organización YMCA la que lo había remitido. Tommy había sostenido el grueso volumen de precedentes legales contra su pecho durante su primera noche en el campo, como un niño que abraza a su osito de peluche favorito, y por primera vez desde el momento en que había visto las llamas deslizándose sobre el ala de estribor del Lovely Lydia, se había atrevido a pensar que quizá sobreviviría.
Tras los Principios de Edmund, Tommy había leído, en rápida sucesión, Elementos de procedimiento penal de Burke y varios textos sobre agravios, testamentos y acciones legales. Había adquirido obras sobre historia de las leyes y un ejemplar de segunda mano pero valioso sobre la vida y opiniones de Oliver Wendell Holmes. Asimismo había solicitado una biografía y las obras escogidas de Clarence Darrow. Lo que más le interesaba de éste eran sus célebres recapitulaciones ante los jurados.
Así pues, mientras otros dibujaban o memorizaban un guión que luego interpretaban como podían en el escenario, Tommy Hart se dedicaba a estudiar. Había imaginado cada curso de su último año, reproduciéndolos con exactitud. Había escrito tesis imaginarias, había presentado sumarios y documentos legales imaginarios, había debatido las diversas ópticas de cada tema y asunto que se le ocurría, creando a su vez los argumentos persuasivos para reforzar la postura elegida en todas las disputas legales imaginarias que hallaba.
Mientras otros planeaban fugarse y soñaban con la libertad, Tommy aprendía leyes.
Los viernes por la mañana, Tommy sobornaba a un guardia con un par de cigarrillos para que lo llevara al recinto de los aviadores británicos, donde se reunía con el teniente coronel Phillip Pryce y el teniente Hugh Renaday. Pryce era un hombre de edad avanzada, uno de los más viejos de los dos recintos. Era delgado, tenía el pelo canoso, la piel cetrina y una voz aflautada. Siempre parecía estar peleando, con la nariz enrojecida y sorbiéndose los mocos, como si sufriera un resfriado o un virus que amenazaba con degenerar en una neumonía, al margen del clima.
Antes de la guerra, Pryce había sido un reputado abogado, miembro de un antiguo y venerable bufete londinense. Su compañero de cuarto en el Stalag Luft 13, Hugh Renaday, tenía la mitad de años que él, sólo uno o dos más que Tommy, y lucía un poblado bigote. Ambos hombres habían sido capturados juntos cuando su bombardero Blenheim fue derribado en Holanda. Pryce solía declarar, en tono aristocrático y agudo, que era un gran error que él estuviera en el Stalag Luft 13, pues éste era un lugar para hombres jóvenes. El motivo era que se había cansado de enviar a hombres a cumplir misiones peligrosas que les costaban la vida, de modo que una noche, contraviniendo órdenes expresas de su superior, había ocupado el lugar del artillero en la torreta del Blenheim.
– Fue una mala elección -decía entre dientes.
Renaday, un hombre de complexión recia como un roble, aunque la dieta del campo había eliminado varios kilos de su cuerpo de jugador de rugby, contestaba:
– Ya, pero ¿quién quiere morirse en la cama en su casa?
A lo que Pryce replicaba:
– Mi querido chico, todo el mundo. Los jóvenes necesitáis la perspectiva que proporciona la edad.
Renaday era un rudo canadiense. Antes de la guerra había trabajado como investigador criminal para la policía provincial de Manitoba. Una semana después de alistarse en las fuerzas aéreas de Canadá, le habían comunicado que su solicitud de ingreso en la Policía Montada había sido aceptada. Enfrentado al dilema de seguir la carrera que siempre había soñado o permanecer en las fuerzas aéreas, Renaday había decidido a regañadientes posponer su cita con la Policía Montada. Siempre concluía su conversación con Pryce afirmando:
– Hablas como un viejo.
Los viernes, los tres hombres se reunían para hablar de leyes. Renaday mantenía una actitud propia de un policía, directa, sin ambages, ateniéndose a los datos, buscando sin excepción la posición más estricta. Pryce, por el contrario, era un maestro de la sutileza. Le gustaba perorar sobre la aristocracia del conflicto, la nobleza de las distinciones entre los hechos y la ley. Por lo general, Tommy Hart servía de puente entre ambos, discurriendo entre los arrebatos intelectuales del anciano y el insistente pragmatismo del joven. Era parte de su formación, sostenía.