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Vernor Vinge

La guerra de la paz

Estoy agradecido a:

Chuck Clines y Bill Townsend, del Servicio Forestal de los Estados Unidos de América, por hablarme del Bosque Nacional de Los Padres; Jim Concannon y Concannon Winery, de Livermore, California, por su hospitalidad y por un paseo muy interesante por Concannon Winery; Lea Braff, Jim Frenkel, Mike Cannis, Sharon Jarvis y Joan D. Vinge por su ayuda e ideas.

A mis padres, Clarence L. Vinge y Ada Grace Vinge, con amor.

Flashback

A unos cien kilómetros hacia abajo y casi a unos doscientos de distancia, la playa del Mar de Beaufort no se parecía mucho a la imagen común del ártico. El verano ya estaba muy adelantado en el hemisferio norte y la tierra tomaba un color verde pálido, que en algunos lugares se matizaba adquiriendo los tonos más oscuros de la hierba. La vida se aferraba tenazmente al terreno y sólo en algunos pocos enclaves se podía observar un claro o unos picos de montaña grises y pelados.

La capitana Allison Parker de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos cambió de posición, hasta donde le permitía su correaje de sujeción, para intentar lograr la mejor visión posible por encima del hombro del piloto. En la mayor parte del transcurso de las misiones, disponía de una zona de visión mucho mejor que cualquiera de los «conductores de camión», pero nunca se cansaba de mirar hacia el exterior y una determinada visión le parecía tanto más apetecible, en la medida que le resultaba más difícil de lograr. Angus Quiller, el piloto, se inclinó hacia adelante y fijó toda su atención en la lectura de los indicadores de retropropulsión. Angus era un buen muchacho, pero no perdía el tiempo mirando hacia afuera. Al igual que muchos pilotos, y algunos especialistas de las misiones, había aceptado su entorno, sin necesidad de sentirse maravillado permanentemente.

Pero Allison había pertenecido siempre al tipo de persona que mira por las ventanas. Cuando era muy joven había volado con su padre. Nunca podía decidir lo que era más divertido: mirar el terreno a través de las ventanas, o bien aprender a volar. Mientras esperaba alcanzar la edad suficiente para obtener su licencia de piloto, se había decidido por mirar el terreno. Después, descubrió que, sin la experiencia en aviones de combate, nunca podría pilotar las máquinas capaces de llegar tan alto como deseaba. En consecuencia, había vuelto a escoger un trabajo que le permitiera mirar por la ventana. Algunas veces pensaba que la electrónica, la geografía y los aspectos de espionaje de su trabajo, eran poco importantes si se comparaban con el placer que lograba con sólo mirar hacia abajo y ver el mundo tal como era en realidad.

—Felicita a tu autopiloto, Fred. Este fulano sí que sabe ponernos exactamente en nuestro punto de destino.

Angus nunca atribuía el menor mérito a Fred Torres, el comandante piloto. Siempre eran el piloto automático o el control de tierra los responsables de todo lo bueno que podía suceder cuando Fred estaba a los mandos. Torres gruñó algo, al parecer también insultante, y dijo a Allison:

—Espero que disfrutes con esto. Pocas veces hacemos volar este cacharro sólo para hacer una excursión en honor de una chica bonita.

Allison sonrió, pero no contestó. Lo que Fred decía era cierto. Por lo general, una misión se planeaba con algunas semanas de antelación y se efectuaban muchos trabajos previos que duraban tres o cuatro días. Pero esta misión había arrancado a los tripulantes de su permiso de fin de semana para meterles en un vuelo destinado a una rápida observación que no había sido preparada previamente. Se trataba de hacer sólo quince órbitas y regresar a Vandenberg. Era claramente un reconocimiento profundo y global del terreno, aunque Fred y Angus probablemente no sabían mucho más; excepto que los periódicos habían sido muy insistentes durante las últimas semanas.

El Mar de Beauford se perdió de vista por el norte. La cabina de observación estaba invertida, con el morro hacia abajo, lo cual mareaba a algunos especialistas, pero a Allison sólo le daba la impresión de que veía cómo el mundo pasaba velozmente por encima de su cabeza. Tenía la esperanza de que cuando la Fuerza Aérea dispusiera de una plataforma permanente de observación, ella podría ser destinada allí.

Fred Torres, o su piloto automático, según se mirara, hizo ajustar lentamente el orbitador hasta llegar a los 180 grados, y llevarlo a la altura de reentrada. Durante un instante la nave estuvo apuntando directamente hacia el suelo. El reconocimiento de zonas glaciales no podría ser ya una abstracción para quien lo hubiera realizado mirando hacia abajo desde aquella altura. La tierra estaba erosionada y estriada tan claramente como el terreno removido por una excavadora. Atrás habían quedado centenares de lagos canadienses. Eran tantos, que Allison podía seguir el Sol mediante los reflejos que saltaban de uno a otro.

Seguían en picado. El horizonte austral, azul y brumoso, se hizo visible y luego desapareció. El suelo no volvería a ser visible hasta que estuvieran a mucha menor altura, a la altura que algunas aeronaves normales podían alcanzar. Allison se reclinó hacia atrás y apretó más las sujeciones sobre sus hombros. Acarició el equipo de disco óptico que estaba amarrado detrás de ella. Era el motivo que justificaba su presencia en aquel sitio. Sin duda habría muchos generales que se sentirían más tranquilos (amén de algunos políticos) cuando ella hubiese regresado. Las «detonaciones» que el equipo de Livermore había detectado debían de haber sido únicamente falsas alarmas. Los soviéticos eran tan inocentes como siempre resultaban ser esos bastardos. Les había escudriñado con todo el equipo «normal» y, además, con los dispositivos de penetración profunda que sólo eran conocidos por ciertas agencias militares de inteligencia, y no había podido descubrir preparativos ofensivos de ninguna clase. Sólo que…

… Sólo que los sondeos profundos que ella había hecho por su propia iniciativa sobre Livermore eran desconcertantes. Había estado especulando sobre su próxima cita con Paul Hoehler, y con la posible expresión de su cara cuando le dijera que los resultados de su ensayo eran secretos. ¡Había estado tan seguro de que sus jefes se dedicaban a algo siniestro en Livermore! Ahora sabía que era posible que Paul estuviera en lo cierto. Algo se tramaba en Livermore. Nada habría sido descubierto de no ser por su equipo de sondeo profundo, ya que se había registrado un evidente esfuerzo de camuflaje. Una de las cosas que Allison conocía muy bien eran los perfiles de los reactores de alta intensidad, y allí aparecía uno nuevo que no figuraba en los listados de la AFIA. Y además había detectado otras cosas. Una especie de esferas impenetrables para las sondas, enterradas en las proximidades del reactor.

Esto era también lo que Paul Hoehler había predicho.

Los especialistas NMV, como Allison Parker, tenían amplia libertad para hacer adiciones a sus programas de observación según su criterio; esto había salvado los resultados en mis de una misión. No iba a tener el más mínimo problema por su sondeo no programado de un laboratorio de los Estados Unidos, siempre que efectuase el oportuno informe. Pero si Paul tenía razón, sería motivo de un gran escándalo. Y si Paul estaba equivocado, entonces sería él quien tendría problemas, quizá estaría en el camino de la cárcel.

Allison notó que su cuerpo se apoyaba suavemente contra la cama de aceleración, a la vez que oía los sonidos de los crujidos que llegaban a través del armazón del orbitador. Más allá de las ventanas de proa la negrura del espacio se iluminaba con destellos de pálidas luces naranja y rojo. Los colores se volvieron más intensos y la sensación de peso fue en aumento. Sabía que era todavía menor de medio «g», aunque después de un día en órbita parecía ser mucho mayor. Quiller dijo algo sobre pasar a comunicación láser. Allison intentó imaginarse la tierra que estaba a ochenta kilómetros por debajo: bosques de la taiga cediendo el paso a las tierras de cultivo, y luego las Rocosas del Canadá, pero era mucho más divertido verlo que imaginarlo.