Todavía faltaban cuatrocientos segundos para que terminase el descenso. Su pensamiento se puso a divagar sobre lo que, en ultimo lugar, sucedería entre Paul y ella. Había salido con hombres más guapos, pero con ninguno más listo que él. En parte, en esto residía el problema. Hoehler estaba evidentemente enamorado de ella, pero ella no estaba autorizada a hablar de cosas técnicas con él, y el trabajo no clasificado que él efectuaba no tenía sentido para ella. Además era, sin duda, un hombre problemático en su trabajo, lo que no dejaba de ser una paradoja si se tomaba en consideración su torpe timidez. Una atracción física sólo puede durar un tiempo limitado, y Allison se preguntaba cuánto iba a tardar él en cansarse de ella, o viceversa. Y este último asunto de Livermore no iba a resultar una ayuda.
Los colores de fuego se borraron del cielo, que ahora tenía un pálido tinte azul. Fred, que aseguraba que iba a retirarse y trabajar en las líneas comerciales, dijo:
—Señoras y caballeros, bienvenidos a los hermosos cielos de California… o tal vez sean todavía de Oregón.
El morro se inclinó hacia el suelo desde su altura de reentrada. La vista era muy parecida a la de un vuelo de viajeros, siempre que no se tuviera en cuenta la pequeña curvatura del horizonte y la negrura del cielo. El Gran Valle de California era un corredor verde que se atravesaba en su camino. A la izquierda, borrosa entre la bruma, estaba la bahía de San Francisco. Iban a pasar a unos noventa kilómetros al este de Livermore. El lugar parecía ser el centro de todo en este vuelo. Estaban los informes incorrectos de su red de detección que habían convencido a los militares y a los políticos de que la traición de los soviéticos estaba a punto de asomar. Y aquel detector formaba parte del mismo proyecto que tan sospechoso le resultaba a Hoehler, por razones que no quería revelar por completo.
El mundo de Allison Parker se acabó con aquel pensamiento.
1
El Centro Comercial Vieja California era el mejor cliente de la Compañía de Seguridad Santa Inés, y la ronda predilecta de Miguel Rosas. En aquella hermosa tarde de domingo, el Centro tenía centenares de clientes, gente que había viajado muchos kilómetros por la carretera 101 para llegar hasta allí. Este domingo la afluencia era especialmente grande. Durante toda la semana, los informes de producción y calidad habían demostrado que las tiendas tendrían las mejores ofertas. Y no llovería hasta mucho más tarde. Mike se paseaba arriba y abajo por las calles arboladas, deteniéndose de vez en cuando para hablar o entrar en una tienda y echar una ojeada a las mercancías. Mucha gente sabía lo eficaz que era la instalación antirrobo, y hasta aquel momento no había sido necesaria su intervención.
Y eso a Mike le encantaba. Rosas hacía tres años que había sido empleado oficialmente por la Compañía de Seguridad Santa Inés. Y, antes de esto, todo el tiempo transcurrido desde su llegada a California acompañado de sus hermanas, había estado relacionado con la compañía. El sheriff Wentz lo había adoptado, más o menos, por lo que había crecido rodeado de policías, y al cumplir los trece años ya estaba haciendo el trabajo de un ayudante pagado de sheriff. Wentz le había animado a buscar un empleo técnico, pero de alguna manera, el trabajo de policía resultaba siempre más atractivo. La CSSI era una organización popular que negociaba con la mayoría de las familias de Vandenberg. La paga era buena, el área era pacífica, y Mike estaba realmente convencido de que hacía algo para ayudar a la gente.
Mike se salió del área de ventas y ascendió por la colina cubierta de césped, que la dirección cuidaba de mantener siempre recortado y limpio. Desde la cima, miró hacia el Centro y pudo ver todas las tiendas y las telas teñidas de brillantes colores que daban sombra a las galerías.
Conectó su aparato de llamadas por si le necesitaban para ayudar en el control del tránsito. Ni caballos ni carros podían circular más allá del área de estacionamiento exterior, pero aquella tarde había tantos clientes que los propietarios podrían querer suavizar las reglas.
Cerca de la cima de la colina, tostándose a los rayos del sol, Paul Naismith estaba sentado delante de su tablero de ajedrez. A intervalos de unos pocos meses, Paul bajaba a la costa, algunas veces a Santa Inés, otras a ciudades más hacia el norte. Naismith y Bill Morales acostumbraban llegar pronto para obtener un buen lugar en el estacionamiento, Paul preparaba su tablero de ajedrez y Bill iba a hacerle sus compras. Cuando anocheciera, los quincalleros sacarían sus especialidades y podría hacer algún negocio. Entretanto, el anciano se arrellanaba detrás del tablero y masticaba su comida.
Mike se acercó al otro con timidez. Naismith no era una persona severa. En realidad, se podía hablar fácilmente con él. Pero Mike lo conocía mejor que mucha gente, y sabía que la cordialidad del anciano no era más que una máscara para encubrir cosas tan raras y profundas como implicaba su pública reputación.
—¿Jugamos, Mike? —preguntó Naismith.
—Lo siento, señor Naismith, estoy de servicio. Además usted nunca pierde, a no ser que lo haga adrede.
El anciano movió las manos con impaciencia. Miró por encima del hombro de Mike hacia algo que estaba por entre las tiendas, y se puso en pie.
—¡Ah! No voy a poder enganchar a nadie esta tarde. Será preferible que baje a ver los escaparates.
Mike entendió la frase, aunque ya no existían los escaparates en el centro comercial, salvo que se tomaran como tales las coberturas de cristal de las joyerías y de los expositores de electrónica. Todavía quedaban muchos miembros de la generación de Naismith, con lo que los giros arcaicos de algunas palabras seguían todavía en uso. Mike recogió un poco de basura, pero no pudo descubrir a los sinvergüenzas responsables. Guardó los restos en el recipiente adecuado y alcanzó a Naismith en su descenso hacia las tiendas.
Los vendedores de alimentos trabajaban mucho, tal como se había predicho. Sus mostradores estaban rebosantes de bananas, cacao y otros productos locales, así como de otras cosas que venían de más lejos, tales como, por ejemplo, manzanas. A la derecha, el área de juego seguía siendo del dominio de los niños. Esto iba a cambiar cuando oscureciera. Las cortinas y los toldos eran brillantes y se agitaban por efecto de la leve brisa, pero no sería hasta después del anochecer cuando la iluminación interior y los letreros resplandecieran y bailaran con su magia. Por ahora, todo estaba en silencio y muchos de los juegos estaban desconectados. Incluso el ajedrez y los otros juegos simbióticos hacían poco negocio. Ya era un hecho acostumbrado el esperar hasta la noche para la compra y la venta de tales equipos frívolos.
Los únicos parroquianos eran cinco o seis muchachos que estaban en el juego de Celeste, de Gerry Tellman. ¿Qué sucedía allí? Un chiquillo negro estaba jugando, o, mejor dicho, llevaba jugando quince minutos, como pudo ver Mike. Tellman hacía que Celeste funcionara a un alto nivel de realismo, y no era un hombre generoso. Hmmm.
Delante de él, Naismith se acercó al juego. Al parecer también le había picado la curiosidad.
El interior de la tienda estaba oscuro y frío. Tellman, sentado en una desgastada mesa de madera, miraba a su pequeño parroquiano. El muchacho aparentaba tener unos diez u once años y se veía claramente que era forastero. Su pelo estaba enmarañado y sus ropas, sucias. Sus brazos eran tan delgados que debía ser víctima de alguna enfermedad o de una mala alimentación. Estaba mascando algo, y Mike sospechaba que era tabaco. En suma, nada de lo que cabía esperar de un muchacho local.
El muchacho tenía en la mano un fajo de billetes del banco de Santa Inés. A juzgar por la expresión de la cara de Tellman era fácil averiguar de dónde habían salido.