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—Pues no lo sé. Creo que es mucho más sutil.

Naismith se puso un dedo sobre los labios e indicó a Rosas que le siguiera, dando la vuelta por detrás de las banderas que estaban alineadas al lado de la tienda de juegos. No era necesario hacerlo subrepticiamente. La zona era ruidosa, y la carga de unos muebles en varios carros situados detrás del pabellón de los restauradores iba acompañada por gritos y carcajadas.

La brisa de primeras horas de la tarde que llegaba desde Vandenberg hizo ondear las telas multicolores. La doble luz solar no dejaba nada en la sombra. A pesar de todo, casi tropezaron con el muchacho, enroscado debajo del borde de una lona. El chico saltó como un resorte doblado, yendo a parar directamente a los brazos de Mike. Si Rosas hubiera sido de la generación más vieja, allí no habría habido opción. El respeto, profundamente arraigado, para con los niños, y el no querer causarles daño estuvieron a punto de que el muchacho pudiera escapar. Pero el ayudante de sheriff que había en él se impuso y durante un momento hubo un remolino de brazos y piernas. Mike vio algo que brillaba en la mano del chico y después un dolor lacerante corrió a lo largo de su brazo.

Rosas cayó de rodillas, mientras el chico, que sostenía todavía el cuchillo, se soltó y salió corriendo. Tenía una vaga impresión de que algo rojo iba manchando la piel de su manga izquierda. Entrecerró sus ojos para superar el dolor y sacó su pistola aturdidora de servicio.

—¡No! —el grito de Naismith fue un acto reflejo de alguien que había crecido en una época de pistolas con balas y luego había vivido durante la primera época de la historia en que la vida era efectivamente algo sagrado.

El chico se desplomó y quedó retorciéndose sobre el césped. Mike enfundó su pistola y se puso en pie, su mano derecha estaba comprimiendo la herida. Parecía ser superficial pero le dolía terriblemente.

—Llame a Seymour —le ordenó Mike al viejo—. Hemos de conducir a este bastardo a la comisaría.

2

La Compañía de Seguridad Santa Inés era el servicio de protección más importante al sur de San José. Después de todo, Santa Inés era la primera ciudad al norte de Santa Clara y de la frontera Aztlán. El sheriff Seymour Wentz contaba con tres agentes con plena dedicación y tenía contratos con el ochenta por ciento de las empresas. Esto representaba casi unos cuatro mil clientes.

La oficina de Wentz estaba en la cima de una colina bastante elevada desde la que se podía ver la carretera Oíd 101. Desde allí se podían seguir los movimientos de los transportes de mercancías de la Autoridad de la Paz desde varios kilómetros de distancia, tanto hacia el norte como hacia el sur. En aquel preciso momento, sólo Paul Naismith disfrutaba del paisaje. Miguel Rosas miraba lúgubremente a Seymour, que ya llevaba media hora telefoneando a Santa Bárbara y que, por fin, consiguió que le comunicaran con el ghetto de Pasadena. Tal como Mike esperaba, no había nadie al sur de la frontera que pudiera ayudarles. Los mandamases de Aztlán gastaban su oro intentando impedir la «emigración ilegal de mano de obra» desde Los Ángeles, pero nunca perdían el tiempo localizando a quienes lo habían conseguido. El sabio de Pasadena al principio pareció excitado por la descripción, pero luego negó que tuviera el menor interés por el muchacho. La otra única pista era un grupo de trabajadores bajo contrato que había pasado por Santa Inés, aquella misma semana, en camino hacia las plantaciones de cacao próximas a Santa María. Sy obtuvo algún resultado por esta parte. Un tal Larry Faulk, contratista de trabajo, había consentido en hablar con ellos. Este caballero, elegantemente vestido, no se sintió demasiado feliz al verles.

—Ciertamente, sheriff, conozco a ese enano. Su nombre es Wili Wáchendon. —Lo deletreó. La «w» tenía un sonido híbrido entre «w», «v» y «b». Tal era la evolución del español negro—. Ayer no se presentó a la hora de partida del equipo. Y no puedo decir que ni yo ni nadie lo hayamos sentido.

—Mike, señor Faulk. Está claro que este chiquillo ha sido maltratado por su gente — señaló por encima de su hombro hacia donde estaba el chico, Wili, en una celda. Estaba inconsciente, lo que le hacía parecer todavía más hambriento y patético que cuando estaba en movimiento.

—¡Ah!—la respuesta de Faulk llegó a través de la conexión de fibra óptica—. Veo que ustedes tienen encerrado a este individuo, y también veo que su agente lleva el brazo vendado —señaló a Rosas, que le miró casi con mal humor—. Apuesto a que el pequeño Wili ha estado poniendo en práctica su pasatiempo de dar tajos a la gente. Sheriff, Wili Wáchendon es posible que haya pasado tiempos difíciles en otra parte. Me figuro que se ha escapado de los Ndelante Ali. Pero yo jamás le he maltratado. Ya sabe usted cómo hemos de trabajar los contratistas. Es posible que en los antiguos y buenos tiempos fuera diferente, pero ahora somos agentes, cobramos el diez por ciento, y ellos pueden dejarnos plantados siempre que quieran. Con los jornales que ganan, siempre están cambiando de trabajo, ofreciéndose para nuevos contratos e intentando sacar más tajada. Debo ser condenadamente popular y efectivo para que no se busquen otro agente. Este chico, desde el principio, no ha servido para nada. Siempre ha parecido medio muerto de hambre. Pienso que es enfermizo. La manera cómo pudo ir desde Los Ángeles a la frontera es…

Las palabras que pronunció a continuación quedaron ahogadas por un carguero que pasó zumbando por la carretera que cruzaba por debajo de la comisaría. Mike miró por la ventana hacia el mastodóntico diesel que iba hacia el sur, cargado de gas natural licuado con destino al Enclave de Los Ángeles de la Autoridad de la Paz.

—… le contraté porque aseguró que podía llevarme los libros. El hijo de su madre sabe algo de contabilidad. Pero también es un ladrón gandul. Puedo probarlo. Si su Compañía pleitea conmigo por este asunto voy a demandarles cuando vuelva a pasar por Santa Inés.

Después de un par de acrobacias verbales más, el sheriff Wentz colgó. Se giró, sentado en su silla.

—Ya lo ves, Mike. Creo que nos ha dicho la verdad. En la nueva generación no vemos muchos casos, pero niños parecidos a Sally y Arta…

Mike asintió tristemente y confío en que Sy no continuara tocando este tema. Sally y Arta, sus hermanitas, habían muerto hacía años. Eran gemelas, tenían cinco años menos que él y habían nacido cuando sus padres vivían en Phoenix. Habían conseguido llegar junto con él a California, pero siempre habían estado enfermas. Ambas murieron antes de cumplir los veinte años, pero nunca parecieron tener más de diez. Mike sabía cuál había sido la causa de aquella infernal situación. Era algo de lo que nunca hablaba.

—La generación anterior a ésta, lo pasó peor. Pero en aquel entonces no era más que una de las plagas y la gente no hacía demasiado caso.

Las enfermedades, la esterilidad, habían llevado a una especie de mundo que jamás habrían podido imaginar los fabricantes de bombas del siglo anterior.

—Si este Wili es como tus hermanas, creo que debe tener unos quince años. No es extraño que sea más listo de lo que aparenta.

—Es más que esto, jefe. El muchacho es genial. Debería haber visto usted lo que hizo en el Celeste de Tellman.

Wentz se encogió de hombros.

—Sea lo que sea, hemos de decidir lo que vamos a hacer con él. Me pregunto si Fred Barlett se lo quedaría.

Esto era un racismo amable. Los Barlett eran negros.

—Jefe, se los comería vivos —Rosas se tocó el brazo vendado.

—Pues, ¡por mil diablos!, piensa algo mejor, Mike. Tenemos cuatro mil clientes. Debe haber alguien que pueda ayudarle ¡Un chico perdido al que nadie quiera recoger! ¡Sería algo inaudito!

¡Y qué chico! Pero Mike no podía olvidarse de Sally y Arta:

—Ya.