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—Bien. Dejadme pensar. Debo pensar.

Se levantó y, muy despacio, entró en la casa. Ya se habían olvidado de la terraza, de la luz del sol y de los demás.

No fue fácil. En los meses anteriores había aprendido a usar la conexión mental. Antes habría sido imposible, ni con toda una vida de esfuerzos habría podido adquirir la necesaria agudeza de razonamiento. Ahora la creatividad estaba bajo las riendas de sus procesadores. Sabía lo que quería hacer. En cuestión de horas podría poner a prueba sus ideas, y separar los enfoques falsos de los verdaderos.

El problema de los reconocimientos era el más importante, y probablemente el más fácil. Ahora no deseaba bloquear la recepción de los de la Paz. Quería que recibieran datos falsos. Muchos procesos previos tenían lugar en los mismos satélites. Sólo unos pocos bytes modificados aquí y allí serían suficientes para crear falsas percepciones en el suelo. De alguna manera tenía que entrar en aquellos programas, pero no de la misma forma brutal que había utilizado antes. Después sólo ellos recibirían la verdad. El enemigo vería lo que Paul quisiera que viera. ¡Caray, no sólo podrían protegerse ellos mismos, sino también a muchos Quincalleros!

Transcurrieron unos días. Las respuestas habían llegado muy aprisa, como en un milagro. En lo más remoto de su conciencia, Wili sabía que Paul le estaba ayudando en la física, y que Allison estaba contribuyendo con todo lo que sabía sobre el viejo sistema de comunicaciones y reconocimiento de las Fuerzas Aéreas. Todo aquello era una gran ayuda, pero el difícil problema central, o sea cómo trastornar un sistema sin que se notara y sin que mediara un contacto físico, seguía siendo sólo suyo.

Por fin pudieron realizar una prueba. Wili tomó el vídeo normal de un satélite que estaba sobre California Central, lo analizó rápidamente, y transmitió una sutil variación para sabotearlo. A la siguiente órbita, simuló una recepción de la Paz. En la imagen apareció una nube sintética, exactamente donde él había querido ponerla. Los procesadores del satélite mantendrían esta ilusión hasta que recibieran instrucciones codificadas para anularla. Era un simple cambio. Una vez que fuera operativo, podrían hacer alteraciones más complicadas. Algunos vehículos no aparecerían en las carreteras, determinadas casas se podrían volver invisibles.

Pero lo más difícil ya estaba hecho.

—Ahora no tenemos más que dejar que los de la Paz sepan que sus pájaros de reconocimiento ya «trabajan» de nuevo —dijo Allison cuando vio las pruebas. Sonreía de oreja a oreja.

Al principio, Wili se preguntaba por qué Allison estaba tan a favor de la causa de los Quincalleros. Todo aquello a lo que antes hubiera podido ser leal, había muerto cincuenta años atrás. Los quincalleros ni siquiera existían cuando su orbitador fue capturado por una burbuja. Pero no había tardado en comprenderlo. Ella era como Paul. Acusaba a los de la Paz de haber eliminado el mundo anterior. Y en el caso de ella, se trataba de un mundo del que tenía una memoria muy reciente. Tal vez no sabía nada acerca de los Quincalleros, pero su odio por la Autoridad era tan profundo como el de Paul.

—Ya está —dijo Paul—. Wili puede retornar los sistemas de comunicación a su estado inicial. De repente, los de la Paz se van a encontrar con que sus sistemas ya funcionan de nuevo. Pero, a pesar de lo estúpidos que son, van a sospechar algo inmediatamente. Debemos actuar de manera que puedan creer que, de alguna forma, son ellos quienes han solucionado el problema. Apuesto a que Avery tiene gente trabajando en ello, ahora mismo.

—Muy bien —dijo Wili—, lo prepararé de manera que no les lleguen las transmisiones de los satélites hasta que hagan en sus procesadores de recepción una nueva compilación de los programas.

Paul estuvo de acuerdo.

—Esto será perfecto. Tendremos que esperar algunos días más, pero…

Allison empezó a reír.

—Conozco a los programadores. Estarán contentos y felices, y creerán que sus últimos intentos son los que han resuelto el problema.

Wili sonrió, ya estaba pensando en que algo parecido se podía hacer en el sistema de comunicaciones de la Paz.

31

La Guerra había vuelto al planeta. Hamilton Avery leyó el artículo del Servicio de Noticias de la Autoridad de la Paz e hizo señales de aquiescencia. La cabecera y la información incluida a continuación daban la nota exacta. Durante décadas, el mundo había evitado la guerra gracias a la Autoridad y a la colaboración de todos los individuos amantes de la paz de todo el mundo. Pero ahora, igual que antaño, cuando una pandilla de biocientíficos había querido apoderarse de todo, el ansia de poder de una minoría diabólica ponía en peligro la vida de toda la humanidad. No cabía más que rezar para que el balance final de víctimas no fuera tan elevado como el de la Guerra anterior y de las plagas.

El artículo no decía todo esto explícitamente. Iba dirigido a las regiones de alta tecnología de América y de China y adoptaba la forma de un reportaje «objetivo» sobre las atrocidades de los Quincalleros y la evidencia de que éstos estaban construyendo armas de gran potencia y generadores de burbujas. Los de la Paz no habían intentado esconder este último punto. Una esfera de cuatrocientos metros de diámetro que estaba flotando por los cielos de Los Ángeles era algo muy difícil de explicar y mucho más difícil aún de ocultar.

Desde luego aquellas noticias no iban a convencer a los mismos Quincalleros, pero éstos eran sólo una minoría dentro de la población. Lo más importante era evitar que los otros ciudadanos, sobre todo las milicias nacionales, se unieran al enemigo.

La campanilla del intercomunicador sonó suavemente.

—¿Sí?

—Señor, el director Gerrault está otra vez en la línea. Parece que está muy alterado.

Avery contuvo una sonrisa. El intercomunicador era únicamente oral, pero incluso cuando estaba solo, Avery intentaba disimular sus verdaderos sentimientos. ¡El «director» Gerrault, nada menos! Había todavía un puesto en la organización, para aquel proyecto de Napoleón, pero muy difícilmente sería el de director. Era preferible que esperara unas cuantas horas más.

—Haga el favor de informar a monsieur Gerrault, otra vez, que la situación de emergencia en que nos encontramos me impide hablar con él. Le llamaré tan pronto como sea humanamente posible.

—Sí, señor. La agente Lu está aquí abajo. También quiere verle.

—Esto es diferente. Dígale que suba de inmediato.

Avery se apoyó en el respaldo de su silla y juntó sus dedos frente al rostro. Detrás del transparente cristal del gran ventanal que cubría toda la pared, los campos de los alrededores de Livermore se extendían en paz y en silencio. En sus proximidades, a unos centenares de metros por debajo de su torre, se hallaban los edificios negro y marfil del centro moderno, separados entre sí por verdes parques. A lo lejos, cerca del horizonte, los campos de hierba, dorada por el verano, eran interrumpidos aquí y allá por robledales. Era difícil imaginar aquella paz destrozada por los lamentables esfuerzos de la guerrilla de los Quincalleros del mundo.

Pobre Gerrault. Avery recordaba su jactancia cuando dijo ser la industriosa hormiga que había organizado ejércitos y policías secretas, mientras los directores de América y de China confiaban en la buena voluntad y la confianza de sus pueblos. Gerrault había diseminado guarniciones desde Oslo a Ciudad del Cabo, desde Dublín a Sczcecin. Tenía suficientes soldados para convencer a la gente común de que él era un tirano más. Cuando los Quincalleros hubieron conseguido que el juguete de Paul Hoehler funcionara, los pueblos y los gobiernos no habían vacilado en unirse a ellos. Y entonces Gerrault había descubierto que sus fortalezas y sus guarniciones no eran suficientes. Muchas fueron conquistadas, no tanto por los pequeños generadores de burbujas del enemigo como por la gente común, que ya no creía en la Autoridad. Al mismo tiempo, los Quincalleros habían atacado el centro de operaciones de Gerrault en París. Donde antes estaba el cuartel general del director europeo, ya no había más que un sencillo monumento: una esfera plateada de trescientos metros de diámetro. Gerrault se había escapado poco antes de su derrota. Estaba oculto en los desiertos del este de Europa tratando de evitar a la Milicia Teutónica y buscando la manera de marcharse a California o a China. Era un final merecido para su tiranía, pero les dejaba con el problema de recuperar toda Europa cuando hubieran dominado al resto de los Quincalleros.