Se oyó un ligero golpe en la puerta. Avery apretó el pulsador de apertura y luego se levantó con estudiada cortesía cuando Della Lu entró en la habitación. La invitó a que se sentara en una cómoda silla, cerca del extremo de su mesa, y ambos tomaron asiento.
Semana tras semana, este gesto de cortesía hacia la dama cada vez era más auténtico. Había llegado a estar seguro de que no había nadie en quien pudiera confiar tanto como en ella. Era tan competente como cualquier hombre de sus departamentos superiores, y era absolutamente leal. No se trataba de una lealtad personal a Avery, se daba cuenta, sino a todo el concepto de la Paz. A excepción de los directores del primer momento, nadie más le había demostrado esta clase de dedicación. En cualquier caso, los mandos intermedios de la Autoridad eran muy cínicos y parecían estar convencidos de que la lealtad era una especie de enfermedad de locos y lacayos de bajo nivel. Si Della Lu estaba fingiendo su lealtad, incluso en esto sería una campeona mundial. Avery llevaba cuarenta años de éxitos comprobados al estimar el carácter de los demás.
—¿Cómo está su brazo?
Lu dio unos ligeros golpes con una uña sobre el ligero plástico del vendaje de inmovilización.
—Va mejorando poco a poco. Pero no puedo quejarme, era una fractura múltiple, y además tuve mucha suerte de no morir desangrada. ¿Deseaba usted mi estimación del potencial enemigo en las Américas?
Siempre la obligación.
—Sí. ¿Qué podemos esperar?
—No conozco este área tan bien como conocía la de Mongolia, pero he hablado con los jefes de las secciones y con los propietarios de las licencias.
Avery sonrió para sí mismo. Entre el optimismo del estado mayor y el pesimismo de los negociantes, ella creía poder encontrar la verdad. Inteligente.
—La Autoridad encuentra muy buena voluntad en México Antiguo y en América Central. Estos pueblos nunca habían estado tan bien como ahora, no se fían de lo que queda de sus gobiernos y no tienen grandes comunidades de Quincalleros. Probablemente vamos a perder Chile y Argentina. Tienen mucha gente capaz de construir generadores mediante los planos que Hoehler ha distribuido por todas partes. Sin nuestra red de satélites no podemos dar a nuestra gente de allí todo el soporte de comunicaciones y reconocimientos que necesitan para poder ganar. Si las fuerzas locales se lo proponen de verdad, nos harán salir a patadas de…
Avery levantó la palma de la mano.
—Nuestros problemas con los satélites ya se han resuelto.
—¿Qué? ¿Desde cuándo?
—Hace tres días. Lo mantendremos en secreto, sin que salga de nuestros departamentos técnicos, hasta que estemos seguros de que no es sólo una reparación provisional.
—Hum… No me gustan las máquinas que escogen su propio tiempo y lugar para funcionar.
—Sí. Ahora ya sabemos que los Quincalleros pueden haber infiltrado a alguien en nuestros departamentos de software para que ocultara dispositivos destinados a alterar nuestros códigos de control. Durante las últimas semanas, los técnicos han hecho una serie de pruebas, y al fin han descubierto los cambios. También hemos aumentado la segundad en el área de las programaciones. Hasta ahora ha estado criminalmente descuidada. No creo que podamos volver a perder las comunicaciones por satélite.
Ella asintió.
—Esto hará que nuestros trabajos de represión sean mucho más fáciles. No sé si será suficiente para evitar la pérdida temporal del Lejano Sur, pero será de mucha ayuda en Norteamérica.
Ella se inclinó hacia adelante.
—Señor, tengo que hacer algunas recomendaciones referentes a nuestras operaciones locales. Primero, creo que deberíamos dejar de malgastar nuestro tiempo en la búsqueda de Hoehler. Si lo detenemos a la vez que a los otros jefes de grupo, bueno. Pero ya ha hecho todo el mal que podía…
—¡No!
La palabra salió bruscamente de sus labios. Avery miró por encima de la cabeza de Lu hacia el retrato de su padre, Jackson Avery, que colgaba de la pared. El cuadro se había pintado partiendo de fotografías hechas algunos años antes de que éste muriera. El traje y el corte de pelo eran arcaicos y severos. El brillo de aquellos ojos era el mismo que había visto tantas veces en su mirada intransigente e implacable. Hamilton Avery había prohibido el culto a la personalidad, y en ninguna parte, excepto en Livermore, había retratos de los líderes. Pero, no obstante, él, que era un líder, era un seguidor de dicho culto. Durante tres décadas había vivido debajo de aquel retrato. Y cada vez que lo miraba recordaba su fracaso de hacía muchos años.
—No —repitió, aunque esta vez en voz más baja—. Excepto la propia protección de Livermore, nuestra más alta prioridad ha de ser la de destruir a Paul Hoehler. ¿No lo ve usted, señorita Lu? Antes la gente decía: este Paul Hoehler nos ha hecho mucho daño, pero ya no podrá hacernos más. Y sin embargo Hoehler ha seguido haciéndonos daño. Es un genio, señorita Lu, un genio loco que nos ha odiado durante cincuenta años. Personalmente, creo que él ha sabido siempre que las burbujas no iban a durar indefinidamente y que el tiempo se detiene dentro de ellas. Creo que ha escogido el momento adecuado para provocar la revuelta de los Quincalleros porque sabía cuándo iban a reventar las viejas burbujas. Incluso si pudiéramos volver a encerrar en burbuja los sitios grandes como Vandenberg y Langley, hay miles de pequeñas instalaciones que retornarán a la actividad durante los próximos años. De un modo u otro, intenta usar los antiguos ejércitos contra nosotros —Avery suponía que la expresión inmutable de Lu ocultaba su escepticismo. Al igual que los otros directores, ella no podía creer en Paul Hoehler. Probó por otro lado—. Hay una evidencia objetiva.
Entonces le explicó el incidente del orbitador, que tanto pánico había causado a los directores diez semanas antes. Después del ataque al Enclave de Los Ángeles, era evidente que el orbitador no había llegado del espacio exterior, sino del pasado. En realidad, debía tratarse del pájaro espía de la Fuerza Aérea que Jackson Avery había envuelto en una burbuja en aquellas horas críticas que precedieron a la conquista del mundo para la Paz. Los equipos técnicos de Livermore habían inspeccionado una y otra vez los restos, y una cosa era segura. Había un tercer miembro de la tripulación. Uno había muerto cuando se descompuso la burbuja, otro había sido muerto a tiros por unos soldados incompetentes, pero el tercero había desaparecido. Era casi imposible que este tripulante que faltaba, llegado de repente a un futuro que no podía imaginar, hubiera conseguido escapar por sí solo. Los Quincalleros debían estar enterados de que aquella burbuja iba a estallar, y también debían saber lo que guardaba en su interior.
Lu no era aduladora y, en este caso, demostraba claramente que no estaba convencida.
—Pero ¿de qué les iba a servir este tripulante? Todo cuanto les pudiera decir, estaría desfasado en cincuenta años.
¿Qué podía decir él? Todo aquello, como todo lo de Paul, olía mal. Era enrevesado, incomprensible, pero les llevaría inexorablemente a un terrible resultado que no se reconocería del todo hasta que fuera demasiado tarde. Pero no tenía medios para convencer a nadie, ni siquiera a Lu. Todo lo que podía hacer era dar órdenes. Gracias a Dios, esto bastaría. Avery se sentó e intentó recuperar el aire de dignidad que usualmente presentaba.