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Mike observaba que Della se iba acercando adonde estaban ellos, a través del ancho solar. Todavía no iba directamente hacia ellos, pero se iba acercando en diagonal, como si fuera una cazadora precavida. Mike maldecía en voz baja. Parecía como si, a cada paso que dieran, estuvieran predestinados a enfrentarse con Della y a que ella siempre fuera la que ganara.

El campo estaba más iluminado; las sombras cambiantes se alargaban. Helicópteros. Eran tres. Cada nave llevaba dos potentes luces que pendían de la cabina. Eran como los lobos de Lu, sentados detrás de su dueña, con los ojos relucientes, mientras esperaban sus órdenes.

—Mike. Atienda —la voz de Wili era tensa, pero las palabras eran entrecortadas y su cadencia irregular. Debía estar en conexión profunda. Se parecía a la de alguien que hablara en sueños—. Estoy a plena potencia y me quedaré sin corriente dentro de unos segundos, pero es lo único que tenemos.

Mike miró hacia los helicópteros. Wili estaba en lo cierto.

—Pero, ¿qué podemos hacer? —dijo.

—Nuestros amigos… van a distraerla… no tengo tiempo para explicaciones. Haga lo que le diga.

Mike se quedó mirando hacia la oscuridad. Podía imaginar el aspecto aturdido de los ojos de Wili y su expresión ausente. Le había visto muchas veces así en las últimas noches. El muchacho se cuidaba de sus propios problemas y al mismo tiempo coordinaba todos los detalles de la revolución. Rosas había jugado con juegos simbióticos, pero aquello quedaba fuera de su alcance. Sólo podía decir una cosa, y la dijo:

—Cuenta con ello.

—Ha de apoderarse de aquellos dos transportes blindados, los que están en el extremo más apartado del campo. ¿Puede verlos?

Mike ya había reparado antes en ellos; estaban a unos doscientos metros de distancia. A su lado había guardias apostados.

—¿Cuándo?

—Espere un momento. Abra el lateral del carro de una patada… ahora. Cuando yo se lo diga… usted salta, coge a Allison y se van corriendo hacia allí. Ignoren cualquier otra cosa que puedan ver u oír.

Mike dudó. Podía figurarse lo que Wili quería hacer, pero…

—Ya. Corra, corra. ¡Corra! —la voz de Wili era urgente, colérica, de soñador frustrado. Ponía los pelos de punta como si fuera un alarido.

Mike se dio la vuelta y golpeó con el talón la madera ya debilitada especialmente para poder contar con una salida de emergencia. Mientas los clavos saltaban, Mike comprendió que aquello era una emergencia real, pero iban a escapar a plena vista de las armas de los hombres de la Paz.

El general que estaba con Lu oyó la orden y se volvió para gritar a sus hombres. Estaba haciendo algo que estaba por debajo de sus ocupaciones habituales: dirigía las operaciones personalmente. Della hubo de recordárselo.

—No señale con el dedo. Haga que su gente se dirija también a otras personas al mismo tiempo. No queremos que estos dos se alarmen.

El asintió.

Los rotores se estaban parando. Algo semejante al silencio estaba a punto de volver al aparcamiento, pensaba Della.

Pero se equivocaba.

—¡Señor! —era uno de los chóferes que se había acercado con su coche—. Estamos perdiendo blindados por acción del enemigo.

Lu se anticipó al general, antes de que éste tuviera tiempo de hacer otra cosa que sudar. Montó en el coche y miró a la pantalla que brillaba delante del soldado. Sus dedos bailaron sobre el tablero de mandos para conseguir imágenes y sus interpretaciones. El hombre la miró con una expresión de asombro que duró un instante, y luego se dio cuenta de que debía tratarse de alguien muy especial.

Las fotos del satélite mostraban ocho pelotas de plata incrustadas en las colinas que estaban al norte de ellos, ocho pelotas de plata que brillaban a la luz de las estrellas. Ahora ya eran nueve. Las patrullas que estaban en las colinas daban la misma información, pero una transmisión quedó cortada a la mitad de una frase. Diez burbujas. La infiltración tenía lugar veinticuatro horas antes de lo predicho por los preciosos satélites y por los ordenadores de espionaje militar de Avery. Los Quincalleros debían tener docenas de generadores individuales en aquella zona. Si eran del mismo tipo que el que había llevado Wili Wáchendon, serían de muy corto radio de acción. El enemigo tenía que llegar arrastrándose hasta casi los mismos objetivos.

Della miró, a través del área de detención, hacia los carros de las bananas. Muy oportuno, este ataque.

Della se apeó del coche y andando se acercó al general y a su estado mayor. «Despacito, calma. Esperarán hasta que nos acerquemos a los carros.»

—La cosa parece que va mal, general. Han llegado mucho antes de lo que habíamos previsto. Muchos de ellos ya están operando en nuestro flanco norte —aquello era cierto.

—¡Dios mío! He de ir a mi puesto de mando, señora. Estos interrogatorios tendrán que esperar.

Lu sonrió aviesamente. Los otros todavía no se habían percatado de nada.

—Sí, vaya. Será mejor dejar tranquila a esta gente, desde luego.

El otro ya se alejaba de ella. Le hizo una señal de reconocimiento y subió al coche.

Hacia el norte, oyó que la aviación atacaba, procedente del valle de Livermore. Un resplandor muy blanco permitió ver las siluetas de las colmas más lejanas. Era un generador que ya no podría atacarles aquella noche.

Della contempló el campamento civil, como si estuviera sopesando lo que iba a hacer a continuación. Puso mucho cuidado en no prestar una atención especial a los carros de las bananas. Aparentemente habían creído que la operación de diversión era un éxito y, por lo menos, seguía sin que la hubieran encerrado en una burbuja.

Regresó a su helicóptero personal, que se había acercado hasta allí junto con los equipos de interrogación. El aparato de Lu era menor, sólo podía llevar a un piloto, al comandante y a un artillero. Estaba lleno de equipos sensores y soportes de cohetes. La estructura de cola llevaba el escudo de Los Ángeles, pero sus tripulantes eran de los suyos, eran veteranos de la campaña de Mongolia. Se subió al asiento del comandante e hizo una decidida señal al piloto de «arriba y adelante». Inmediatamente abandonaron el suelo.

Della ignoró esta eficacia. Estaba ocupada en conseguir una llamada de prioridad a Avery. La pequeña pantalla monocolor que estaba delante de ella iba dando pulsaciones rojas mientras su llamada esperaba su turno. Se podía imaginar el manicomio en que se habría transformado la central de Livermore durante los últimos minutos.

«Pero, maldito seas Avery, éste no es momento para que olvides que yo llegué primero.»

Rojo. Rojo. Rojo. La señal de llamada desapareció, y la pantalla se llenó con una mancha pálida que podría ser la cara de alguien.

—Sea breve —era la voz de Hamilton Avery. Detrás de él se oían otras voces, algunas chillando.

Ella estaba preparada:

—No tengo pruebas, pero estoy convencida de que han conseguido infiltrarse hasta la misma entrada del paso de la Misión. Quiero que mande plantar una burbuja de trescientos metros, al sur exactamente del puesto de mando.

—¡No! Todavía estamos acumulando carga. Si empezamos a gastarla ahora, no tendremos energía para el tiro rápido cuando lo necesitemos de verdad, cuando vayan a sobrepasar la cresta.

—Pero, ¿no lo ve? Todo lo demás es para distraernos. Lo que yo he encontrado aquí, debe ser importante.

Pero la comunicación se había cortado; la pantalla se había vuelto de un uniforme color rojo pálido. ¡Al diablo Avery y sus precauciones! Tenía tanto miedo de Paul Hoehler y estaba tan seguro de que el otro iba a encontrar la manera de llegar al valle de Livermore que, con su actitud, en realidad, daba facilidades al enemigo para que lo lograra.

Echó un vistazo al cuadro de mandos. Estaban a unos cuatrocientos metros del suelo. Destellos de luz blancoazulada que procedían de los focos encendidos iluminaban el área de detención; el campamento parecía una maqueta a escala reducida. En apariencia, casi no se veía movimiento, aunque el localizador térmico del piloto mostraba que los motores de algunos de los blindados estaban en marcha, a la espera de órdenes. El campamento civil estaba quieto e iluminado por una luz azulada. Unas pequeñas tiendas aparecían plantadas junto a los carros, apenas mucho mayores que ellas. La sombras oscuras que se veían alrededor de los fuegos eran grupos de gente.