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Allison señaló con el dedo. Había unos indicadores en el panel que estaba delante de ella. Las letras y los dígitos, aunque estuviesen compuestos a trazos, eran legibles.

—Esto es el combustible. No está lleno, pero debe haber bastante para recorrer unos cincuenta kilómetros, supongo. Estos otros indicadores señalan la temperatura del motor y las revoluciones. Será mejor que los ignores si está conectado al conductor automático. Agárrate fuerte —cogió las palancas de dirección y le enseñó la manera de controlar las orugas. El vehículo se movió hacia adelante, hacia atrás y en círculo.

—¿Cómo puedes ver por dónde vas?

Allison se rió.

—Una solución del siglo diecinueve. Dóblate un poco más hacia adelante.

Allison golpeó ligeramente con un dedo la cubierta de hierro que estaba encima de su cabeza. Ahora pudo ver la profunda depresión que daba una vuelta alrededor de la cabeza del conductor, muy poco más arriba de sus sienes.

—Son periscopios que permiten una visión de trescientos sesenta grados. Su posición se puede graduar a comodidad —le enseñó cómo se hacía—. Muy bien. Si Wili quiere que dos orugas se acerquen a los carros de las bananas, yo conduciré el otro —le cedió el asiento del conductor y desapareció por la escotilla.

Mike se quedó mirando los mandos. Ella no había parado el motor. No tenía más que sentarse y conducir. Se deslizó en el asiento y metió la cabeza en el centro del círculo de visores periscópicos. Era casi como si hubiera asomado la cabeza por la escotilla. En realidad podía ver perfectamente a su alrededor.

Localizó a Naismith junto a los carros. El anciano había roto los paneles laterales y hacía caer sus «preciosas bananas» al suelo, en cascada. A su izquierda, una bocanada de humo salió del otro blindado, y Mike oyó que Allison ponía en marcha su motor.

Miró, más allá de la parte inferior de los visores, a las palancas de dirección. Tocó el control de la oruga izquierda y el vehículo empezó a dar sacudidas que fueron en aumento hasta que quedó alineado con los carros. Después apretó ambas palancas a la vez; ¡ya estaba en marcha hacia adelante! Mike aceleró hasta lo que debían ser unos seis o siete metros por segundo, más o menos la velocidad a la que puede correr un hombre. Era exactamente igual que en los juegos. Efectuó el trayecto en unos pocos segundos. Con precaución, hizo bajar la velocidad, hasta reducirla a un lento deslizamiento durante los últimos metros, y giró en la dirección que Paul le señalaba. Se detuvo, pero el agradable ruido de la turbina siguió resonando en sus oídos.

Allison ya había abierto la trasera del otro vehículo y estaba descargando el voluminoso equipo electrónico, que dejaba sobre el polvo. Mike se maravilló de la cantidad de material electrónico que, al parecer, necesitaban los de la Paz en aquellos vehículos. Toda la instalación policial de Sy Wentz podía caber en uno de ellos y aún sobraría mucho espacio.

—Conserva el equipo de comunicaciones y de reconocimiento, Allison. Wili puede conseguir conectarlo a su interfase.

Mientras Allison se concentraba en el equipo que conocía, Mike y Paul se dedicaron a sacar del carro de las bananas el procesador de Wili y los equipos de comunicación con los Quincalleros.

El muchacho salió del destripado carro. Estaba desconectado del sistema, pero todavía parecía mareado y sus esfuerzos para ayudar servían de muy poco.

—Casi he agotado toda la carga, Paul. Ya ni siquiera puedo comunicarme con la red. Si no puedo usar los generadores de energía de éstos (señaló a los blindados), estamos muertos.

Aquélla era la gran incógnita. Sin los preparativos previos no tendrían la menor oportunidad, pero Paul había llevado interfases de potencia y cables de conexión, que se adaptaban a los requerimientos señalados por Allison. Si, al igual que en otras muchas cosas, los de la Paz no habían cambiado las especificaciones antiguas, todavía tenían alguna posibilidad.

Casi habrían podido engañarse a ellos mismos y decir que la mañana era silenciosa y estaba en calma. No se oía ni a los insectos. El ambiente se hizo más luminoso, pero la niebla todavía era tan densa que no se podía ver el disco solar. Desde la lejanía, mucho más allá de la cresta, llegaba el ruido de aviones. De vez en cuando se oían explosiones sofocadas. Wili había lanzado las fuerzas de los Quincalleros al ataque, para invadir el valle de Livermore, pero desde el lado norte, el punto donde había hecho que se concentraran durante la noche. Confiaba en que aquella diversión les serviría de ayuda.

Por el rabillo del ojo, Mike tenía la impresión de que entreveía por todo el campamento figuras en movimiento que estaban trabajando exactamente igual que ellos. Miró a través del campo y vio lo que producía esta ilusión. Wili había formado docenas de burbujas de diversos tamaños durante los pocos segundos que transcurrieron después del estallido de la gran burbuja de aquella noche. Algunas de aquellas burbujas pequeñas sólo contenían uno o dos hombres. Otras burbujas eran mayores. Las que había formado en el campamento principal de los civiles y en el puesto avanzado de la Paz tenían más de cincuenta metros de diámetro. Y en cada una de ellas podía ver la reflexión de ellos cuatro trabajando frenéticamente para acabar el traslado antes de que los hombres de la Paz que estaban en el valle pudieran darse cuenta de que la burbuja grande había reventado.

Pareció que duraba mucho más pero, en realidad, el trabajo duró muy pocos minutos. Al abandonar allí la mayor parte de las baterías eléctricas, no llevaban más de cincuenta kilos de material. El procesador y el generador de burbujas grande iban en un transporte, mientras su propio sistema de comunicaciones con los satélites y un generador pequeño iban en el otro. Era, en cierto modo, una incongruencia ver el equipo de los Quincalleros, aparentemente inocente y reducido, colocado en aquellos grandes vehículos pintados de verde. Allison estaba de pie en el ahora despejado recinto y miró a Paul.

—¿Estás satisfecho?

Éste afirmó.

—Pues vamos a hacer la prueba del humo —no había humor en su voz.

Hizo girar un mando. No hubo nada que empezara a echar humo. Los indicadores, en cambio, cobraron vida. Wili lanzó un grito de contento. El resto de la interfase era software. Unos programadores sin ayuda podrían tardar semanas en ponerlos a punto pero, afortunadamente, Paul y Wili podían hacerlo sobre la marcha.

Allison, Paul y Wili montaron en un transporte. Mike, no sin protestas, se quedó en el otro. En uno solo de los vehículos había sitio suficiente para todos ellos y para todo el equipo.

—Están acostumbrados a ver a estos vehículos en parejas, Mike. Lo sé.

—Es cierto —dijo Allison—. No has de hacer otra cosa que ir tras de mí, Mike. Y no pienso hacer acrobacias.

Los dos vehículos salieron lentamente del área de aparcamiento, evitando con cuidado las esferas plateadas, que parecían losas sepulcrales. El roncar de sus motores apagaba muchas veces el ruido de los aviones y de las explosiones que, de vez en cuando, llegaban desde detrás de la cresta. Cuando treparon por ella, la niebla se hizo menos espesa y empezaba a verse el color azul de la mañana. Ya estaban lo bastante lejos del aparcamiento para que, aun sin que el equipo electrónico funcionase, les pudieran confundir con los de la Paz.

Habían iniciado el descenso y rebasado las últimas defensas exteriores. Pronto iban a saber cómo eran las defensas interiores, y si los conocimientos que Allison había adquirido cincuenta años atlas podían ser todavía la clave para la destrucción de la Paz.

36

Della Lu se puso al corriente de los informes de situación mientras tomaba el desayuno. Llevaba un traje nuevo de paracaidista, y su pelo liso se veía limpio y brillante bajo las intensas luces fluorescentes del centro de mando. Se podría haber pensado que acababa de regresar de unas vacaciones de dos semanas y no de una noche de inspección por las colinas para localizar las posiciones de los guerrilleros.