—¿Sabe qué, capitán van Toch? —dijo de pronto G.H. Bondy— venga usted dentro de quince días. Volveremos a hablar sobre su barco, ¿le parece bien?
El capitán van Toch comprendió el tremendo significado que tenían aquellas pocas palabras. Se puso rojo de alegría y sólo pudo decir:
—Entonces, esos lagartos… ¿podré llevarlos también en su barco?
—¡Claro que sí! pero, desde luego, no hable de ellos a nadie, por favor, la gente creería que se ha vuelto loco… y yo también.
—¿Y puedo dejar aquí estas perlas?
—Puede.
—Yes, pero tengo que elegir dos perlas de las más bonitas para enviarlas a alguien.
—¿A quién?
—A dos redactores, muchacho. Yo… ¡caramba!, espera…
—¿Qué pasa?
—¡Mecachis!, ¿cómo se llamaban? —el capitán van Toch guiñó pensativo los ojos—. ¡Tengo una cabeza! Figúrate que no me puedo acordar del nombre de aquellos dos boys.
CAPÍTULO V
El capitán J. van Toch y sus lagartos amaestrados
—¡Que me muera de repente si no eres Jensen! —dijo un hombre cierto día en Marsella.
El sueco Jensen levantó la vista.
—Espera —dijo—, y no hables hasta que adivine de dónde te conozco. —Se puso una mano sobre la frente—. Seagull, no. Empress of India… no. Pernambuco, no. ¡Ya lo tengo! Vancouver. Hace cinco años en Vancouver, Osake-Line, Fris-co. Y te llaman Dingle, sinvergüenza, y eres irlandés.
El hombre enseñó sus amarillentos dientes y afirmó:
—Rigbt, Jensen. Y bebo toda clase de alcohol que se me presente. ¿De dónde sales?
Jensen señaló con la cabeza.
—Voy ahora en la línea Marsella-Saigón. ¿Y tú?
—Tengo vacaciones —presumió Dingle—, así que voy a casa, a ver en cuántos hijos me ha aumentado la familia mientras estaba fuera.
Jensen lo miró atentamente.
—¡Otra vez te han despedido!, ¿no es verdad? Por emborracharte en horas de trabajo y cosas parecidas… Si fueras a la YMCA[1] como yo, hombre…
Dingle exclamó con entusiasmo:
—¿Aquí hay YMCA?
—Sabes que hoy es sábado, ¿no? —gruñó Jensen—. ¿Y por qué mares has viajado?
—Una especie de vagabundeo —contestó Dingle evasivo—. Por todas las islas imaginables de allá abajo.
—¿Y de capitán?
—Un tal van Toch, holandés o algo parecido.
El sueco Jensen reflexionó un momento.
—El capitán J. van Toch. Con ése también navegué hace años, hermano. Barco: Kandong Bandoeng. Línea: del demonio al diablo. Gordo, calvo, y maldice hasta en malayo, para que surta más efecto. Lo conozco muy bien.
—¿Ya estaba entonces tan chalado?
El sueco Jensen negó con la cabeza.
—El viejo van Toch es all rigbt, hombre.
—¿Llevaba sus lagartos en el barco?
—No —Jensen dudó un momento—. Algo he oído hablar sobre eso, en Singapur. Un mentiroso decía no sé qué tonterías sobre eso.
El irlandés se sintió ofendido.
—No son tonterías, Jensen, es la pura verdad. Todo lo que te pueden haber contado sobre los lagartos es cierto.
—Aquél de Singapur también decía que era cierto —gruñó el sueco— y se ganó un golpe en la jeta —terminó victorioso.
—Deja que te cuente —se defendió Dingle— lo que hay de verdad en ese asunto, compañero. ¡He visto a esos bichos con mis propios ojos!
—Yo también —murmuró Jensen—. Casi negros, con un rabito, un metro sesenta de altura y andan sobre dos patas. Ya lo sé.
—Son repugnantes —se estremeció Dingle—, llenos de verrugas, oye. ¡Virgen santa! No los tocaría por nada del mundo. ¡Y deben de ser venenosos!
—¿Por qué, hombre? —respondió el sueco—. Yo he servido en muchos barcos que estaban llenitos de gente, en el over y lower dock. Hombres, mujeres y cosas parecidas, que bailaban y jugaban a las cartas. Y yo era allí fogonero… Y ahora dime tú, ¡estúpido!, ¿qué es más venenoso…?
Dingle escupió.
—Si fuesen caimanes, hombre, no diría nada. Yo también he llevado una vez serpientes a un parque zoológico, en Bandsermasin y ¡vaya si apestaban, señor mío! Pero estos lagartos, Jensen, son unos animales muy raros. Durante el día estaban en esos tanques de agua que les habían preparado, pero por las noches salían: chap, chap, chap… Todo el barco se llenaba de ellos. Andaban sobre sus patas traseras y volvían completamente la cabeza para mirarle a uno… —el irlandés se santiguó—. Además, nos llamaban como las putas de Hongkong: cbiss, chiss, chiss… Que Dios me perdone, pero yo creo que hay algo sucio en este asunto. Si no llega a ser por lo difícil que es encontrar trabajo, no hubiera durado allí ni una hora, Jensen, ¡ni una hora!
—Aja —dijo Jensen—, ¿por eso vuelves con tu mamaíta?
—En parte, sí. Uno tiene que beber como un condenado para poder soportar eso y, ya sabes, el capitán es un perro. ¡Hay que ver el escándalo que armó porque una vez le di un puntapié a un bicho de ésos! ¡Y con qué gusto, oye!, hasta le rompí el espinazo. Hubieras visto gritar al viejo… se puso azul, me agarró por el cuello y faltó poco para que me tirase al agua. Si no hubiera estado allí el compañero Gregorio, ¿lo conoces?
Jensen afirmó con la cabeza.
—«Ya tiene bastante», dijo Gregorio, y me tiró un cubo de agua a la cabeza. En Kotopo dejé el barco.
El señor Dingle escupió abundantemente.
—El viejo se interesaba más por esos bichos que por la gente. ¿Sabes que les enseñaba a hablar? ¡Te lo juro! Se encerraba con ellos y les hablaba durante horas y horas. Yo creo que los está amaestrando para el circo. Pero lo extraño es que después los suelta al agua. Se para en alguna maldita isla, va con un bote hasta la orilla y mide la profundidad, luego se mete en esos tanques, abre las esclusas y deja a esos bichos saltar al agua. ¡Muchacho! Saltan unos detrás de otros como focas amaestradas, siempre diez o doce de una vez. Y luego, por la noche, va el viejo Toch a la orilla con unas cajas. Lo que hay en ellas es un secreto. Luego continuamos el viaje. Ése es el caso del capitán van Toch, Jensen. Extraño, ¡muy extraño!
Los ojos del señor Dingle quedaron fijos un momento.
—¡Dios todopoderoso, Jensen! No sabes qué angustia sentía con todo eso. Bebía, oye, bebía como un loco… Y cuando por las noches andaban por todo el barco y hacían chiss, chiss… yo pensaba: «Muchacho, eso será la bebida». Ya me había ocurrido una vez en Frisco, tú lo sabes, Jensen. Entonces veía por todas partes arañas. De-li-rium, decían los doctores del Sailor Hospital. Así que no sabía qué pensar. Pero luego le pregunté a Big Bing si había visto también lagartos por las noches, y me dijo que sí. Decía que había visto con sus propios ojos cómo uno de los lagartos puso su pata delantera en el picaporte de la cabina del capitán, abrió la puerta y entró. No sé qué pensar, porque Joe también bebía terriblemente. ¿Crees que Joe también tendría delirium? ¿Qué te parece?
El sueco Jensen se encogió de hombros.
—Y Peter, el alemán, nos contó que en las islas Manihiki, cuando llevó al capitán a la orilla, se escondió tras las rocas y vio lo que hacía el viejo Toch. Decía que el viejo les dio un escoplo a los lagartos y éstos abrieron ellos solos las cajas. ¿Y sabes qué había en ellas? ¡Cuchillos, compañero! Unos cuchillos así de largos, arpones y cosas parecidas. Muchacho, yo a ese Peter no le creo mucho, porque lleva gafas en la nariz… Pero es extraño, ¿no te parece?
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Asociación cristiana de jóvenes que acoge en albergues económicos a transeúntes necesitados.