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A Jensen se le marcaron las venas de la frente.

—Bueno —gruñó— sólo te digo una cosa, y es que ese alemán tuyo mete las narices donde no le importa. ¡Y yo te digo que no se lo aconsejo!

—Pues escríbeselo y en paz —sonrió el irlandés—. Y lo más seguro es dirigir la carta al infierno, creo que allí la recibiría antes o después. Lo más extraño es que el viejo van Toch va de vez en cuando a visitar a los lagartos en los sitios en que los desembarcó. ¡Te lo juro! Se hace llevar a tierra al anochecer y vuelve por la mañana. Dime tú, Jensen, qué irá a buscar allí. Y dime también qué es lo que envía en esos paquetes pequeños, que asegura a veces en mil libras esterlinas.

—¿Cómo lo sabes? —se enfureció Jensen.

—Uno sabe lo que sabe —añadió Dingle evasivo—. ¿Y sabes de dónde son esos lagartos? ¡De la Bahía del Diablo! Del golfo del demonio, Jensen. Yo tengo allí un conocido, un agente muy culto, y él me dijo: «Escucha, ésos no son lagartos amaestrados, ¡qué va! Eso de que son animalitos, ¡que se lo cuenten a los niños de teta! No te dejes engañar, muchacho.»

El señor Dingle guiñó intencionadamente los ojos.

—Así es la cosa, Jensen, para que sepas. ¡A mí me vas a decir que el capitán van Toch es all right!

—¡Atrévete a decirlo otra vez! —carraspeó amenazador el sueco.

—Si el viejo Toch fuera all right, no llevaría por el mundo diablos. Y no los dejaría por todas las islitas, como chinches en colchón. Durante el tiempo que he estado con él, Jensen, ha llevado unos cuantos miles. El viejo Toch ha vendido su alma, hombre, y yo sé bien qué le dan los diablos a cambio: rubíes, perlas y cosas parecidas. Ya te puedes figurar que gratis no lo haría, no seas inocente, Jensen.

Jensen se enfureció.

—¿Y qué te importa a ti? —gritó golpeando la mesa—. ¡Ocúpate de tus malditos asuntos!

El pequeño Dingle saltó del susto.

—Pero, hombre —tartamudeó confuso—, ¿qué te ha pasado tan de repente? Yo sólo digo lo que he visto, y si te empeñas, pues lo he soñado y en paz. Por ser tú, Jensen, si quieres diré que es delirium. ¡No quiero que te molestes conmigo, Jensen. ¡Si ya sabes que me ocurrió una vez en Frisco! «Un caso difícil», decían los doctores del Sailor Hospital. Hombre, ¡te juro que fue un sueño eso de los lagartos, o diablos, o lo que sean! En el barco no había ninguno.

—Los había, Pat —dijo sombrío el sueco—. Yo también los he visto.

—No, Jensen —trataba de contradecirle el irlandés—. Tendrías también delirium. El viejo van Toch es all right, pero no debía llevar esos diablos por todo el mundo. ¿Sabes qué? Cuando llegue a casa, haré decir una misa por su alma. ¡Que me caiga muerto si no le mando a decir una misa, Jensen!

—En mi religión no se hacen esas misas —gruñó Jensen pensativo—. Qué crees tú, Pat, ¿ayudará el que digan una misa por alguien?

—¡Hombre! ¡No te lo puedes imaginar! —exclamó el irlandés—. Yo te podría contar miles de casos en los que una misa fue la salvación. Hasta en casos dificilísimos. Contra los diablos y cosas parecidas, es el mejor remedio.

—Pues yo también haré decir una misa católica —decidió Jensen—, por el alma del capitán van Toch. Pero la haré decir aquí, en Marsella. Yo creo que en esa iglesia grande la dirán más barata, como a precio de fábrica.

—Quizás, pero las misas irlandesas son las mejores. En mi tierra, oye, hay sotanas del diablo[2] que saben hasta embrujar. Igual que los faquires o los paganos.

—Mira, Pat —dijo el sueco—, yo te daría doce francos para esa misa, pero tú eres tan bandido, hermano, que te los beberías.

—Jensen, un pecado así no lo querría tener sobre mi conciencia. Pero, espera, para que me creas, te daré un recibo como que te debo esos doce francos, ¿te parece bien?

—No estaría mal —dijo el sueco, amante del orden.

El señor Dingle cogió un pedazo de papel y lápiz, y se arrellanó cómodamente en la mesa.

—Bueno, ¿qué debo escribir?

Jens Jensen lo miró por encima del hombro.

—Escribe arriba que ese papel es como un recibo. Y después Dingle, despacio y sacando la lengua a causa del esfuerzo, y chupando de vez en cuando el lápiz, escribió:

—¿Está bien así? —preguntó el señor Dingle inseguro—. ¿Y quién de los dos debe quedarse con el recibo?

—¡Desde luego que tú, burro! —dijo el sueco con naturalidad—. El recibo es para que uno no se olvide de que recibió dinero, hombre.

El señor Dingle se bebió los doce francos en El Havre y, además, en lugar de marchar a Irlanda se fue a Yibutí. En resumen: la misa no fue dicha y, por tanto, ningún poder supremo intervino en el curso normal de los acontecimientos.

CAPÍTULO VI

Un yate en la laguna

El señor Abe Loeb parpadeaba al contemplar la puesta de sol. Hubiera querido expresar de alguna forma lo hermoso que era todo, pero su Queridita Li, alias Miss Lily Valley, de verdadero nombre Lilian Nowak, en resumen, Cabellos de oro, la blanca Lily, esa larguirucha de Lilian y toda la serie de nombres que le decían hasta sus diecisiete años, dormía sobre la cálida arena envuelta en un suave albornoz y hecha un ovillo, como un perrito cuando duerme. Por eso el señor Abe no dijo nada sobre la belleza de la naturaleza y se limitó a suspirar, urgándose los dedos de sus pies descalzos, porque se le había metido arena entre ellos. Allá en el mar estaba anclado el yate Gloria Pickford, regalo de papá Loeb por el éxito de sus exámenes de ingreso en la Universidad. Papá Loeb era un hombre formidable. Jesse Loeb, magnate cinematográfico, etc. «Abe, convida a un par de amigos o amiguitas y ve a conocer un poco de mundo», le había dicho el viejo. ¡Qué tipo tan formidable es papá Loeb! Allá, en la superficie nacarada, se mece el Gloria Pickford, y aquí, en la caliente arena, duerme su Queridita Li. Abe suspiró feliz. «Duerme como un niño, pobrecita.» El señor Abe Loeb sintió un inmenso deseo de protegerla de alguna manera. «En realidad, debería casarme de verdad con ella», piensa el joven señor Loeb, sintiendo en su corazón una hermosa y atormentadora pulsión, compuesta de firme decisión y temor. Mamá Loeb, desde luego, no estaría de acuerdo, y papá Loeb alzaría los brazos al cielo y exclamaría: ¡Estás loco, Abe!

Sencillamente, los padres no pueden comprender, eso es todo. Y Mr. Abe, suspirando tiernamente, tapó con una punta del albornoz el blanco tobillo de su Queridita Li. «¡Qué fastidio —pensó confuso—, que yo tenga unas piernas tan terriblemente peludas!»

«¡Dios mío, qué hermoso es todo esto, qué hermoso! Lástima que Li no lo vea». Mr. Abe contempló la firme línea de su cadera y, por una especie de asociación, empezó a pensar en el arte. Su Queridita Li era una artista. Artista cinematográfica. Verdad es que todavía no había rodado ninguna película, pero estaba firmemente decidida a ser la mayor estrella cinematográfica de todos los siglos, y Li solía conseguir siempre lo que quería. «Eso es precisamente lo que mamá no comprende», pensó Abe. «Una artista es, sencillamente, artista, y no puede ser como las demás jovencitas. Y, además, hay jovencitas que tampoco son diferentes a mi Li», decidió Mr. Abe. «Por ejemplo, esa Judy del yate, ¡una muchacha tan adinerada!… y yo sé muy bien que Fred va a su camarote cada noche, mientras que Li y yo… En resumen, Li no es de ésas. Yo le deseo mucha suerte a Baseball Fred», pensó magnánimo el joven Abe, «es mi mejor amigo de la Universidad, pero, ¡cada noche! Una muchacha tan adinerada no debería hacer eso. Quiero decir, una muchacha de una familia como la de Judy. Y, además, Judy no es artista. ¿De qué hablarán a veces estas muchachas?, pensó Abe, y ¡cómo les brillaban los ojos! Fred y yo nunca hablamos de esas cosas.» El señor Abe siguió su meditación: «Li no debería beber tantos cócteles, después no sabe lo que dice. Como, por ejemplo, esta tarde… ¡Ha sido todo tan desagradable! Esa discusión que han tenido ella y Judy, sobre cuál de las dos tenía las piernas más bonitas… ¡Está claro que Li!, lo sé muy bien. Y a Fred no se le debía haber ocurrido que hiciésemos un concurso de belleza de piernas. Eso estaría bien en Palm Beach, pero no en la intimidad. Además, las muchachas no tenían ninguna necesidad de haberse levantado tanto las faldas. ¡Aquello ya no eran solamente piernas! Por lo menos, Li no debía haberlo hecho y, precisamente, delante de Fred. ¡Y una muchacha tan adinerada como Judy no está bien que haga esas cosas! Creo que yo tampoco hice bien en llamar al capitán para que juzgase qué par de piernas eran más bonitas. Hice una tontería. Y, ¡cómo enrojeció el capitán y se le erizaron los bigotes! Después dijo solamente: «Perdonen» y se marchó dando un portazo. Violento. Terriblemente violento. El capitán no necesitaba ser tan brusco. Después de todo, es mi yate, ¿no?… Es verdad que el capitán no tiene aquí ninguna amiguita. ¿Cómo puede, el pobre, mirar tranquilo estas cosas? Quiero decir, si tiene que estar solo. ¿Y por qué ha llorado Li cuando Fred ha dicho que Judy tenía mejores piernas? Luego me dijo Li que Fred era un grosero, y que le había estropeado todo el viaje… ¡Pobrecita Li!… Y ahora las chicas no se hablan, y cuando me he acercado a charlar con Fred, Judy lo ha llamado como si fuera su perro. ¡Después de todo, Fred es mi mejor amigo! Es natural; si es amante de Judy, ha de decir que ella tiene las piernas más bonitas. Pero, claro, no necesitaba afirmarlo tan rotundamente. Ha sido una falta de delicadeza… Li tiene razón cuando afirma que Fred es un chiquillo mal educado, prendado de sí mismo. ¡Un chiquillo terrible! En realidad, me había imaginado este viaje de otra manera… ¡Maldita la hora en que invité a Fred!»

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2

Se refiere, al parecer, a los jesuitas (N. del T.).