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Mr. Abe se dio cuenta de que ya no contemplaba embriagado el mar nacarado, sino que estaba realmente molesto, ¡muy molesto!, mientras jugaba con la arena y las conchas. Se sentía incómodo y destemplado. Papá Loeb le había dicho: «Anda a ver un poco de mundo». «¿Hemos visto acaso un poco de mundo?» Mr. Abe trató de recordar todo lo que había visto, pero a su memoria volvía la imagen de Judy y de su Queridita Li enseñando las piernas, y Fred, el corpulento Fred, en cuclillas ante ellas. Abe se enfurruñó todavía más. «¿Cómo se llama esta isla de coral? Taraiva, creo que dijo el capitán. Taraiva o Tahuara o, ¿quizá Taraiha-tuara-ta-huara? ¡Si al menos no hubiese llamado al capitán!», pensó enojado Mr. Abe. «He de hablar con Li para que no vuelva a hacer cosas parecidas. ¡Dios mío! ¿Cómo puedo quererla tan terriblemente? Cuando se despierte le hablaré. Le diré que nos podríamos casar…» Mr. Abe tenía los ojos llenos de lágrimas. «¡Dios mío!, ¿es amor o dolor?, ¿o es este dolor la causa de que la quiera tanto?»

Los párpados sombreados de azul de su queridita Li, parecidos a dos delicadas Conchitas, se movieron.

—Abe —dijo medio dormida—, ¿sabes qué pienso? Que en esta islita se podría hacer una película for-mi-da-ble.

Mr. Abe cubrió con arena sus piernas terriblemente peludas.

—Una idea magnífica, Queridita. Y… ¿qué clase de película?

Queridita Li abrió sus enormes ojos azules.

—Bueno… imagínate que yo fuera una Robinsona en esta isla. ¿Verdad que es una idea magnífica y original?

—Sí —contestó Mr. Abe, poco seguro—. ¿Y cómo habrías llegado hasta aquí?

—Magníficamente —respondió una dulce voz—. ¿Sabes?, nuestro yate naufragaría y todos vosotros os ahogaríais, Judy, el capitán, ¡todos!

—¿Y Fred también? Fred nada magníficamente.

La límpida frente se ensombreció.

—Bien, pues a Fred lo devoraría un tiburón. Sería un detalle formidable —dijo aplaudiendo Queridita—. Fred tiene un cuerpo terriblemente precioso para eso, ¿no te parece?

Mr. Abe lanzó un suspiro.

—¿Y qué más?

—Y a mí, que habría perdido el conocimiento, me arrastraría una ola hasta la orilla. Llevaría puesto ese pijama, el azul a rayas que tanto te gustó anteayer. —Entre los párpados entreabiertos navegó una profunda mirada, ejemplo de seducción femenina—. En realidad tendría que ser una película en colores, Abe. Todos dicen que el azul va muy bien con mi cabello.

—¿Y quién te encontraría aquí? —siguió preguntando Mr. Abe.

Queridita reflexionó un momento.

—Nadie. Si hubiese aquí gente ya no sería yo Robinsona —dijo Li con una lógica sorprendente—. Por eso sería tan formidable, Abe. Yo estaría aquí siempre sola. Imagínate, Lily Valley en el principal y único papel.

—¿Y qué harías durante toda la película?

Li se apoyó en un codo.

—Eso ya lo he pensado. Me bañaría y cantaría subida en las rocas.

—¿En pijama?

—Sin —dijo Queridita—. ¿No crees que tendría un éxito extraordinario?

—¡No querrás decir que irías desnuda en toda la película! —gruñó Abe con un vivo sentimiento de desaprobación.

—¿Por qué no? —se extrañó inocentemente Queridita—. ¿Qué tendría que ver?

Mr. Abe dijo algo incomprensible.

—Y después —siguió imaginando Li—… espera, ya está. Después me raptaría un gorila, ¿sabes? Un gorila terriblemente peludo, un gorila bien negro.

Mr. Abe se sonrojó, tratando de ocultar sus desgraciadas piernas, todavía más, entre la arena.

—Pero si aquí no hay gorilas —exclamó poco convencido.

—Hay. Aquí hay toda clase de animales imaginables. Debes ver las cosas desde el punto de vista artístico, Abe. A mi tez le sentaría un gorila oscuro magníficamente. ¿Te has fijado qué piernas tan peludas tiene Judy?

—No —respondió Abe, a quien no le agradaba el tema.

—Unas piernas terribles —continuó Queridita, mirándose sus pantorrillas—. Y cuando el gorila me llevara en sus brazos, saldría de la selva un joven y hermoso salvaje y me salvaría.

—¿Cómo iría vestido?

—Llevaría un arco —decidió sin vacilar Queridita —y una corona de flores silvestres en la cabeza. Y ese salvaje me llevaría prisionera a una tribu de caníbales.

—Aquí no existen caníbales —dijo Abe, tratando de defender la islita de Tahuara.

—¡Sí que los hay! Y esos caníbales me querrían sacrificar a sus dioses, y cantarían para celebrarlo canciones hawaianas, ¿sabes?, como ésas que cantan los negros en el Café Paraíso. Pero el caníbal joven se enamoraría de mí —suspiró Queridita, abriendo los ojos de par en par con entusiasmo— y todavía se enamoraría de mí otro salvaje, quizás el jefe de la tribu… y después, un blanco…

—¿Y de dónde saldría el blanco? —preguntó, para estar seguro, el señor Abe.

—Estaría también prisionero de la tribu. Podría ser algún famoso tenor que cayó en manos de los salvajes. Es para que pueda cantar en la película, ¿sabes?

—¿Y cómo iría vestido?

Queridita examinó el dedo pulgar de su pie.