—Iría vestido… sin nada, como van los caníbales.
Mr. Abe movió con desaprobación la cabeza.
—Queridita, eso es imposible. ¡Si todos los tenores famosos son terriblemente gordos!
—¡Qué lástima! —exclamó Queridita—. Entonces Fred podría interpretar el papel del blanco, y el tenor cantaría. ¿Sabes cómo se hace la sincronización en las películas?
—¡Pero si a Fred se lo había tragado un tiburón!
Queridita se enfadó.
—No seas tan terriblemente realista, Abe. Contigo es imposible hablar de arte. Y ese jefe de la tribu enlazaría mi cuerpo con un cordón de perlas…
—¿De dónde las iba a sacar?
—Aquí hay una barbaridad de perlas —aseguró Li—. Y Fred, lleno de celos, boxearía con ellos en las rocas, sobre el oleaje furioso del mar. Fred estaría formidable en silueta, teniendo como fondo el cielo, ¿no te parece? ¿Verdad que es una idea formidable? Durante la lucha, los dos caerían al mar —Queridita resplandeció—, y aquí podríamos poner ese detalle del tiburón. ¡Qué rabia le daría a Judy si Fred trabajara conmigo en una película! Y yo me casaría con aquel hermoso salvaje. —Cabellos de oro Li se puso en pie de un salto—. Estaríamos aquí, en esta orilla… contra la puesta del sol, completamente desnudos… Y la película acabaría lentamente… —Li se quitó el albornoz—. ¡Voy a bañarme!
—No te has puesto el bañador —advirtió Abe angustiado, volviéndose hacia donde estaba el yate para ver si alguien miraba. Pero su queridita Li ya bailaba por la arena en dirección a la laguna.
«En realidad, vestida está mejor», resonó en el joven una voz brutalmente fría y criticona. Abe quedó sorprendido de su tibieza de enamorado, sintiéndose casi culpable, pero… well, cuando Li llevaba traje y sandalias, estaba mucho más bonita.
«Quizás quieres decir más decente», trató de defenderse Abe contra aquella voz fría.
«Well, eso también. Y mucho más atractiva: ¿Por qué caminará de una forma tan rara? ¿Y por qué le tiembla la carne de los muslos al andar? ¿Por qué esto, y por qué lo otro…?»
«¡Para ya!», gritó Abe horrorizado. «Li es la muchacha más bonita que existe en el mundo. Yo la quiero terriblemente.»
«¿Hasta cuando estará desnuda?», dijo sin piedad la voz fría y criticona.
Abe apartó sus ojos de Li dirigiéndolos hacia el yate que se mecía en la laguna. «¡Qué hermosura! ¡Qué belleza de líneas!» Lástima que Fred no estuviera allí. Con él podría hablar sobre la belleza de su yate…
Mientras tanto, Queridita ya estaba metida en el agua hasta las rodillas. Alzó sus brazos hacia el sol poniente y cantó.
«¡Caramba! ¡que se bañe ya de una vez!», pensó Abe, molesto. «¡Pero qué bonita estaba antes, acostada en la arena, hecha un ovillito y envuelta en el albornoz de felpa! ¡Su Queridita Lü». Y Abe, lleno de emoción, suspiró y besó la manga de su albornoz. Sí, la quería terriblemente, tanto que sentía un dolor en su corazón.
De pronto se oyó un grito penetrante que llegaba del lago.
Abe se puso de rodillas para ver mejor. Su Queridita Li gritaba, agitaba los brazos y corría presurosa hacia la orilla saltando y salpicando a su alrededor… Abe se levantó y corrió hacia ella.
—¿Qué te pasa, Li?
«¡Mira qué manera tan rara de correr tiene!», le advertía la voz fría y criticona… «¡Levanta tan exageradamente las piernas! Y, además, ¿para qué agita tanto las manos a su alrededor? En resumen, el correr no le favorece mucho, que digamos… Y además, ¡hay que ver cómo cacarea, eso es, cacarea!»
—¿Qué te pasa, Li? —gritó Abe corriendo en su ayuda.
—¡Abe, Abe! —exclamó Li castañeteándole los dientes y, ¡zas!, se colgó de su cuello mojada y fría—. Abe, en el agua había un animal raro.
—No es nada —la consoló Abe—, seguramente algún pez.
—¡Si tenía una cabezota terrible! —gimió Queridita apretando su naricilla mojada contra el pecho de Abe.
Abe le hubiera querido dar unos golpecitos en la espalda para tranquilizarla, pero en un cuerpo mojado eso produce demasiado ruido.
—¡Ea, ea! —gruñó—. Mira, ya no hay nada.
Li miró desconfiada hacia la laguna.
—Ha sido algo tan terrible… —suspiró. Y, de pronto, empezó a gritar de nuevo—. ¡Allí… allí! ¿Lo ves?
Hacia la orilla se aproximaba lentamente una cabezota negra, cuyas fauces se abrían y cerraban. Queridita gritó histéricamente y empezó a correr como una desesperada playa adentro.
Abe estaba indeciso. ¿Debía seguir a Li para protegerla, o quedarse quieto, para demostrarle que no le tenía miedo a aquel bicho? Decidió, desde luego, lo segundo. Se acercó hacia la orilla hasta que el agua le mojó los tobillos, y con los puños cerrados miró al animal a los ojos. La cabeza negra se paró, se balanceó en forma rara y dijo: Chiss, chiss, chiss…
Abe sintió cierta angustia, pero la disimuló lo mejor que pudo.
—¿Qué hay? —dijo secamente dirigiéndose a la cabezota.
—Cbiss, chiss, chiss —respondió el animal.
—¡Abe, Abe, Abe…! —gritó Queridita Li.
—¡Voy en seguida! —contestó Abe, y lentamente (para que no dijeran…), se acercó a la muchacha. Todavía se paró una vez más y miró hacia el mar.
En la orilla, donde el mar dibujaba en la arena su eterno y efímero encaje, estaba de pie sobre sus patas traseras una especie de animal oscuro con una cabezota redonda, que se retorcía como avergonzado. Abe quedó paralizado. Su corazón latía fuertemente.
—Chiss… chiss… chiss… —hizo el animal.
—¡Abe! —gimoteó Queridita medio desmayada.
Abe retrocedía paso a paso, sin apartar sus ojos del animal. Éste no se movía, volviendo solamente hacia él su inmensa cabeza.
Finalmente, Abe llegó junto a su queridita que, tirada de cara al suelo, lloraba horrorizada.
—Es una especie de foca —exclamó Abe, algo inseguro—. Debemos volver al yate, Li.
Pero Li no hacía más que temblar.
—No es peligroso —afirmó Abe. Le hubiera gustado arrodillarse junto a Li, pero debía permanecer, como un valiente, entre ella y el extraño animal. «Si al menos estuviese vestido», pensaba, «o tuviera una navajita o algún bastón…»
Comenzaba a anochecer. El animal se acercó unos treinta pasos más y luego se quedó parado. Y tras él aparecieron en el agua otros siete u ocho animales iguales, que, inseguros y tambaleándose, fueron aproximándose al lugar en que Abe protegía a su Queridita Li.
—¡No mires, Li! —gritó Abe. Pero era innecesario, porque Li no se hubiera atrevido a mirar por nada del mundo.
Del mar surgieron nuevas sombras que se acercaron en semicírculo.
«Serán ya sesenta, por lo menos», contó Abe mentalmente.
«Aquello claro de allá es el albornoz de mi Queridita Li». Sí, el albornoz sobre el que dormía hacía un momento. Mientras tanto, los animales se acercaban hacia «aquello claro de allá», que estaba extendido en la arena.
Entonces Abe hizo algo natural y sin sentido, como aquel caballero de Schiller que entró en la jaula del león a recoger el guante de su dama. ¡Qué se puede hacer! ¡Hay tantas cosas naturales y sin sentido que los hombres harán mientras el mundo sea mundo! Sin pensarlo, con la cabeza erguida y los puños apretados, Abe Loeb se metió entre los animales para recuperar el albornoz de su Queridita Li.
Los animales retrocedieron un poco, pero no escaparon. Abe recogió el albornoz, se lo echó sobre el hombro, como un torero, y se quedó parado.
—Abe… —gemía una voz tras él.
Abe se sintió animado por una fuerza poderosa y un gran valor.