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—Bueno, ¿qué hay? —les dijo a aquellos animales, y se les acercó un poco más—. ¿Qué diablos queréis?

Chiss, chiss, chiss… —hizo uno de los animales. Y después, con una especie de sonito gutural y desvencijado, se oyó—: ¡Naif!

Naif—resonó de nuevo un poco más lejos—. ¡Naif, naif!

—A-be…

—No tengas miedo, Li, parece que piden knives, cuchillos…

Li, Li, Li —ladraron los bichos—. A-be, A-be…

Abe creía estar soñando.

—¿Qué pasa? ¿Qué quieren?

—¡Naif!

—A-be… —gimió Queridita—, ¡por favor, ven aquí!

—En seguida. ¿Queréis decir knife, cuchillo? Yo no tengo aquí ningún cuchillo, no voy a haceros daño. ¿Qué más queréis?

Chiss, chiss… —parecía que masticaban ruidosamente. Balanceándose, se acercaban a Abe.

Abe se enrolló el albornoz alrededor del brazo, pero no retrocedió ni un paso.

Chiss, chiss —repetían los extraños animales.

—¿Qué quieres? —preguntó Abe a un animal que se le acercaba. Parecía que le ofrecía su pata delantera, pero a Abe no le hacía demasiada gracia.

—¿Qué quieres? —dijo con cierta aspereza.

Naif—ladró el animal, y soltó de su pata algo blanco, como una gota de agua. Pero no era ninguna gota, porque rodó por la arena.

—Abe —sollozaba Li—, ¡no me dejes aquí!

Mr. Abe había perdido completamente el miedo.

—¡Quítate de mi camino! —dijo, y agitó el albornoz delante del animal. Los animales, sorprendidos, retrocedieron rápidamente con torpeza. Ahora ya podía Abe alejarse con honor, pero todavía se dijo: «¡Que vea Li lo valiente que soy!», y se agachó a recoger aquello blanco que el animal había dejado caer en su pata. Eran tres bolitas finas y muy brillantes. Mr. Abe las acercó a sus ojos, porque ya oscurecía.

—A-be —gemía la abandonada Li.

—Ya voy —respondió Mr. Abe—. Li, tengo un regalito para ti; Li, te traigo una cosa.

Haciendo girar el albornoz sobre su cabeza, Mr. Abe Loeb caminaba por la playa como un joven dios.

Li estaba en cuclillas, hecha un ovillo, y temblando.

—Abe… —sollozó— ¿cómo puedes…, cómo puedes…?

Abe se inclinó solemnemente ante ella.

—Lily Valley, los dioses marinos, o sea los tritones, vinieron a rendirte homenaje. He de comunicarte que, desde los tiempos en que Venus surgió de la espuma, ninguna artista había despertado tanta admiración como tú. Como prueba de ello, te envían los tritones… —Abe extendió su mano— estas tres perlas.

—No digas tonterías, Abe —refunfuñó Queridita Li.

—Hablo en serio, Li. Mira y verás que son verdaderas.

—¿A ver? —lloriqueó Li, y con sus trémulos dedos tocó las tres bolitas blancas—. Abe —suspiró—, ¡si son perlas! ¿Las has encontrado en la arena?

—Pero Li, queridita, las perlas no se crían en la arena.

—Sí que se crían —afirmó Queridita—. ¿Lo ves? Ya te decía yo que aquí había montones de perlas.

—Las perlas se crían en una especie de moluscos con una concha dura, que viven bajo el agua —dijo Abe casi con seguridad—. Te lo juro, Li, las perlas te las han traído esos tritones. Vieron cómo te bañabas y quisieron dártelas personalmente, pero como les tenías tanto miedo…

—¡Si son feísimos…! —suspiró Li—. Abe, son unas perlas magníficas. ¡A mí me gustan las perlas con locura!

«Ahora está muy bonita, hay que reconocerlo», dijo la voz fría y criticona. «Arrodillada ahí en el suelo, con las perlas en la mano… En fin, formidable, no se puede decir otra cosa.»

—Abe, ¿y me las han traído, de verdad, esos… animales?

—No son animales, Queridita, sino dioses marinos. Se llaman tritones.

Queridita no se sorprendió ni poco ni mucho.

—¡Qué simpáticos son!, ¿verdad? Son terriblemente agradables. ¿Qué te parece, Abe? ¿Crees que debo darles las gracias?

—¿Ya no les tienes miedo?

Queridita tembló.

—¡Sí que les tengo, Abe! Por favor, ¡vamonos pronto de aquí!

—Mira, es preciso que lleguemos al yate —dijo Abe—. Ven y no temas.

—¿Y si nos cierran el paso? —gimió Li—. Abe, ¿no prefieres ir tú solo? ¡Pero no puedes dejarme aquí sólita!

—Te llevaré en brazos —propuso heroicamente Abe.

—No estaría mal —aprobó Li.

—Pero tienes que ponerte el albornoz —gruñó Abe.

—En seguida. —La señorita Li se arregló con las dos manos su famoso cabello dorado.

—¿No estoy terriblemente despeinada? ¿No tienes un lápiz de labios?

Abe le echó el albornoz por los hombros.

—Vamos ya, Li.

—Tengo miedo —susurró Queridita—. Mr. Abe la levantó en brazos. Li se sentía ligera como una pluma. «¡Caramba!, es más pesada de lo que creías, ¿no?», dijo la voz de Abe, fría y criticona. «Y, ahora, tienes las dos manos ocupadas, ¡hombre! Si esos animales nos atacaran… ¿qué ocurriría?»

—¿No quieres correr un poco? —propuso Queridita.

—Sí —respondió Mr. Abe, que movía con dificultad las piernas.

Oscurecía rápidamente. Abe se iba aproximando a aquel amplio semicírculo de animales.

—¡Aprisa, Abe, corre, corre! —gemía Queridita pataleando histérica, mientras clavaba en el cuello de Abe sus uñas plateadas.

—¡Caramba, Li, déjame en paz! —gruñó Abe.

Naif—ladraban junto a él—. Chiss, chiss, chiss… Naif, Li, Naif, Li…

Ya habían cruzado el semicírculo, y Abe sentía que sus piernas se hundían en la arena húmeda.

—¡Déjame ya en tierra! —dijo Queridita, precisamente en el momento en que a Abe le abandonaban las fuerzas.

Abe respiró pesadamente, limpiándose con el brazo el sudor de la frente.

—¡Métete en el bote, rápido! —gritó a su Queridita Li.

El semicírculo de sombras negras se había vuelto hacia Li y se acercaba, poco a poco.

Chiss, chiss, chiss… Naif… Li…

Pero Li no gritó, Li no echó a correr. Levantó sus brazos al cielo y el albornoz cayó al suelo. Li, desnuda, movía sus brazos hacia las sombras y les lanzaba besos. En sus temblorosos labios apareció algo que todos hubieran calificado de «encantadora sonrisa».

—¡Son tan tiernos! —dijo con voz vacilante. Y sus blancos brazos se extendieron de nuevo hacia aquellas sombras tambaleantes.

—Li, ven a ayudarme —gruñó Abe con rudeza, empujando el bote hacia la laguna.

Queridita Li recogió su albornoz.

—¡Adiós, queriditos!

Vieron cómo aquellas sombras chapoteaban en el agua en dirección a ellos.

—¡Date prisa, Abe! ¡rápido, rápido! —gritó Li corriendo hacia el bote.

—¡Ya están otra vez aquí! —Abe Loeb trataba desesperadamente de meter el bote en el agua. La señorita Li saltó dentro agitando sus brazos como en un saludo.

—Ponte al otro lado, Abe, me estás tapando.

Naif, cbiss, chiss, Abe, Abe…

Naif, chiss, naif…

Chiss, chiss…

Por fin, el bote se balanceó sobre las aguas. Mr. Abe se agarró a él, apoyándose con todas sus fuerzas en los remos. Uno de ellos tropezó con algún cuerpo resbaladizo.

Queridita Li respiró aliviada.

—¿Verdad que son terriblemente simpáticos y que lo hice perfectamente?