Mr. Abe remaba con todas sus fuerzas hacia el yate.
—Ponte el albornoz, Li —dijo secamente.
—Yo creo que tuve un éxito grandioso —constató la señorita Li—. Y esas perlas, Abe, ¿qué valor pueden tener?
Mr. Abe dejó un momento de remar.
—Creo que no debías haberte exhibido de esa manera, Queridita —dijo disgustado.
La señorita Li se sintió ofendida.
—¿Qué tiene que ver? Se ve en seguida, Abe, que no eres artista. Por favor, rema más aprisa, que con este albornoz tengo frío.
CAPÍTULO VII
Un yate en la laguna (Continuación)
Aquella noche no hubo disputas personales en el yate Gloria Pickford. Solamente se emitían rotundas opiniones científicas. Fred, apoyado con lealtad por Abe, juzgaba que aquellos extraños animales debían de ser alguna especie de lagartos, mientras que el capitán opinaba que eran mamíferos. «En el mar no hay lagartos», afirmaba exaltado el capitán; pero los jóvenes señores universitarios no cedían, porque los lagartos eran algo más sensacional. Queridita Li se conformó con considerarlos tritones que eran, sencillamente, encantadores y, en resumen, como ella había tenido ¡un éxito terrible! estaba satisfecha, y, vestida con el pijama a rayas que tanto le gustaba a Abe, soñaba, brillantes los ojos, con las perlas de los dioses marinos. Judy estaba convencida de que todo eran embustes inventados por Li y Abe, y hacía señas furiosas a Fred para que se dejase de «aquellas tonterías». Abe pensaba que Li debía contar entusiasmada cómo él se había metido sin miedo entre los lagartos para recoger el albornoz que quedó olvidado en la arena, y para ver si se animaba, repitió tres veces que «Li hizo frente a los lagartos mientras él empujaba el bote hacia el agua». Ya estaba a punto de repetirlo por cuarta vez, aunque ni el capitán ni Fred le hacían el menor caso, enfrascados en su discusión sobre lagartos y mamíferos. «¡Como si tuviese tanta importancia!», pensó Abe. Finalmente, Judy bostezó y anunció que se iba a dormir, mirando intencionadamente a Fred. Pero éste acababa de recordar que antes del diluvio universal existía una clase de graciosos lagartos, ¿cómo diablos se llamaban?, diplosauros, bigosauros o algo parecido, y andaban sobre las patas traseras, señor mío. Fred lo había visto en una curiosa publicación, ¡un libro así de grueso!
—¡Lástima que usted no lo haya leído, capitán! —exclamó.
—Abe —dijo de pronto Queridita—, tengo una magnífica idea para una película.
—¿Cuál? —respondió Abe con cierta desconfianza.
—Algo extraordinariamente nuevo, ¿sabes? Nuestro yate se hundiría y sólo me salvaría yo, llegando a parar a esta isla. Y aquí viviría como una Robinsona.
—¿Y qué iba a hacer usted aquí sola? —preguntó el capitán algo escéptico.
—Me bañaría… y haría también otras cosas —dijo con sencillez Queridita—. Y entonces, se enamorarían de mí tres Tritones marinos que me traerían muchas perlas. ¿Ves? ¡Exactamente como ha ocurrido! Podría ser, al mismo tiempo, una película sobre la naturaleza y educativa, ¿no creen? Algo como Trader Horn.
—Li tiene razón —dijo de pronto Fred—. Mañana por la noche debemos filmar a esos lagartos.
—Dirá usted, a esos mamíferos —corrigió el capitán.
—O mejor dicho, a mí entre esos tritones —añadió Queridita.
—Pero con bañador —exigió Abe.
—Me pondré el bañador blanco —dijo Li—. Y Greta tendrá que hacerme un peinado apropiado. Hoy estaba, sencillamente, terrible.
—¿Y quién lo filmará?
—Abe. También ha de servir para algo. Y Judy tendrá que hacer de iluminadora porque, cuando salen, ya está demasiado oscuro para filmar.
—¿Y qué hará Fred?
—Fred tendrá un arco y una coronita en la cabeza y, si los tritones me quieren llevar, me defenderá, ¿no?
—Gracias de todo corazón —murmuró Fred— pero yo prefiero llevar un revólver. Y creo que debería venir también el capitán.
Al capitán se le erizaron los bigotes combativamente.
—No se preocupe usted. Yo haré lo que sea necesario.
—¿Y qué hará?
—Llevaré tres hombres de la tripulación. ¡Y bien armados!
Queridita Li demostró su entusiasmo en forma encantadora.
—¿Cree usted que serán tan peligrosos, capitán?
—No creo nada, niña —gruñó el capitán—, pero tengo órdenes del señor Jesse Loeb, por lo menos en lo que se refiere a Mr. Abe.
Los señores empezaron a preparar, llenos de entusiasmo, los detalles técnicos de la peligrosa empresa. Abe hizo un guiño a Queridita.
—¡Ya deberías estar en la cama! —le dijo, y otras cosas por el estilo.
Li se marchó obediente.
—¿Sabes, Abe? —dijo ya en su camarote—, yo creo que será una película fantástica.
—Será, Queridita —afirmó Abe, tratando de besarla.
—Hoy no, Abe —se defendió Queridita—, has de comprender que debo concentrarme terriblemente para mañana.
La señorita Li se estuvo «concentrando» todo el día. La pobre doncella Greta tuvo que preparar baños con sales y esencias importantísimas, lavado de cabellos con champú, masaje, maquillaje, pedicura, ondulación y peinado, planchado de vestidos, alguna pequeña reforma y aún muchas cosas más. Judy, arrastrada por el entusiasmo general, ayudaba a queridita Li con desinterés. Hay momentos en que las mujeres saben ser extraordinariamente leales entre sí, por ejemplo, cuando se trata de vestidos. Mientras que en el camarote de la señorita Li reinaba esta actividad febril, los hombres se habían reunido y, junto a los ceniceros y a las copas de licor, discutían su plan estratégico: dónde se situaría cada uno y de qué se ocuparían en caso de ocurrir algo desagradable. Durante dicha conferencia, el capitán fue ofendido varias veces en relación a las cuestiones de mando. Por la tarde, se llevó a la playa la cámara de filmar, una pequeña ametralladora, una cesta con cubiertos y comida, fusiles, gramófono y otros útiles necesarios en caso de guerra. Todo esto fue magníficamente camuflado entre hojas de palma. Antes de la caída del sol, tres hombres de la tripulación y el capitán en funciones de comandante ocuparon sus puestos. Después fue llevado a la orilla un enorme cesto con algunas pequeñeces de uso personal de la señorita Lily Valley; un poco más tarde, llegaron Fred y la señorita Judy y, finalmente, empezó a ponerse el sol en toda su magnificencia tropical.
Mientras tanto, el señor Abe golpeaba con sus nudillos, ¡ya por décima vez!, en la puerta del camarote de la señorita Li.
—Queridita, en serio, ya es hora de que bajemos.
—En seguida, en seguida —contestó la voz de Queridita—. Por favor, ¡no me pongas aún más nerviosa! Es preciso que me arregle un poquito, ¿no?
El capitán, en la playa, examinaba detenidamente la situación. Allá, sobre la superficie de las aguas, brillaba como una especie de cinturón, separando el oleaje del mar de las tranquilas olas de la laguna: «Como si hubiera bajo el agua alguna especie de dique o rompeolas», pensó el capitán. «Quizá sea arena o un banco de coral, pero más parece una obra artificial.» Un lugar extraño era aquél. En la tranquila superficie de la laguna aparecían ya, de vez en cuando, algunas cabezotas negras que se aproximaban a la orilla. El capitán frunció los labios y apretó intranquilo su pistola. «Mejor sería», pensó, «que esas chicas se quedaran en el barco.» Judy se puso a temblar, colgándose frenética del brazo de Fred. «¡Qué fuerte es, Dios mío», pensó, «y cómo le quiero!»
Por fin el último bote abandonó el yate. En él iba la señorita Lily Valley, con un bañador blanco y un dressing-gown transparente en el que, en apariencia, sería arrojada por las olas después de su naufragio. Con ella iban también la señorita Greta y Mr. Abe.