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—En fin, la cabezota era, más o menos, como la de un bataco, pero completamente calva, señor.

—¿Y no sería un bataco?

—No lo era, señor. ¡En aquel lugar no hay bataco que se meta en el agua! Además, me hacía guiños con los párpados inferiores, señor —el mestizo tembló de horror al recordarlo—. Con los párpados inferiores que le cubrían casi todo el ojo. Así son los Tapas.

El capitán J. van Toch hizo rodar entre sus gruesos dedos el vasito con vino de palma.

—Y… ¿no estaría usted borracho? ¿No estaría usted como una cuba?

—Lo estaba, señor. De no ser así, no habría remado por aquel lugar. A los batacos no les gusta que nadie moleste a esos diablos.

El capitán van Toch negó con la cabeza.

—Mire, hombre, diablos no existen y, caso de existir, se parecerían a los europeos. Quizás fuese algún pez o algo parecido.

—¿Un pez? —tartamudeó el mestizo—. Un pez no tiene manos, señor. Yo no soy ningún bataco, señor, he ido a la escuela en Bandjoeng. Quizás me acuerde todavía de los Diez Mandamientos y de otras enseñanzas científicas. Un hombre culto sabe distinguir perfectamente un diablo de un animal. Pregúnteselo usted a los batacos, señor.

—Ésas son supersticiones de negros, hombre —aclaró jovialmente el capitán con la superioridad de un hombre culto—. Científicamente es algo sin sentido, pues un diablo no puede vivir en el agua. ¿Qué haría allí? No debes hacer caso de los cuentos de los nativos, muchacho. Alguien dio a ese golfo el nombre de “Bahía del Diablo” y, desde entonces, los batacos le tienen miedo. Así es la cosa —añadió el capitán, golpeando con su gruesa palma la mesa—, allí no hay nada, muchacho, eso está científicamente claro.

—Lo está, señor —asintió el mestizo que había ido a la escuela en Bandjoeng—, pero ningún hombre con sus cinco sentidos tiene nada que buscar en la Bahía del Diablo.

El capitán van Toch enrojeció.

—¿Cómo? —gritó—. ¿Crees que me voy a asustar de tus diablos? ¡Ya lo veremos! —dijo levantando con gran dignidad su mole de cien kilos de peso—. No voy a perder mi tiempo contigo, cuando tengo que ocuparme de negocios. Pero, ¡recuérdalo bien!, en las colonias holandesas no existe ningún diablo; si los hubiera sería, en todo caso, en las francesas. Allí es posible. Y, ahora, llámame al jefe de este maldito kampong.

No fue preciso esperar mucho tiempo al referido mandatario. Estaba sentado en cuclillas junto a la tienda del mestizo, chupando una caña de azúcar. Era un señor de cierta edad, completamente desnudo, aunque muchísimo más delgado de lo que acostumbran a ser los alcaldes europeos. Tras él, un poco retirada para conservar la distancia apropiada, estaba sentada en cuclillas toda la aldea, incluidos mujeres y niños, esperando seguramente que los fueran a filmar.

—Escucha, viejo —le dijo el capitán van Toch en malayo (podía haberle hablado también en holandés o inglés, porque el muy honorable viejo bataco no sabía una palabra de malayo, y todo el discurso del capitán se lo tenía que traducir al bataco el mestizo; pero por alguna razón, el capitán consideraba el malayo la lengua más adecuada). Escucha, viejo, necesitaría algunos muchachos grandes, fuertes, valientes, para que viniesen conmigo a pescar, ¿comprendes?, a pescar.

El mestizo hizo la traducción y el alcalde movió la cabeza afirmativamente, para demostrar que comprendía. Luego se volvió hacia el amplio auditorio y tuvo con su gente una conversación, con evidente éxito.

—El jefe dice —tradujo el mestizo— que toda la aldea irá con el señor capitán a pescar donde quiera.

—¿Lo ves? Diles, pues, que vamos a ir a pescar perlas a la Bahía del Diablo.

A esto siguió un cuarto de hora de agitadas discusiones en las que participó toda la aldea, principalmente las viejas. Por fin el mestizo se volvió hacia el capitán:

—Dicen, señor, que a la Bahía del Diablo no se puede ir.

El capitán empezó a enrojecer.

—¿Y por qué no?

El mestizo se encogió de hombros.

—Porque dicen que allí hay Tapa-tapas. Diablos, señor.

El capitán empezó a ponerse morado.

—Bien, pues diles que si no vienen… ¡les sacaré los dientes, les arrancaré las orejas, los colgaré y le prenderé fuego a todo este piojoso kampongl ¿comprendes?

El mestizo lo tradujo escrupulosamente y de nuevo siguió una larga deliberación. Finalmente, se volvió hacia el capitán.

—Dicen, señor, que irán a presentar una denuncia a la policía de Padang, que usted los ha amenazado… Dicen que contra eso hay leyes… El alcalde asegura que no va a dejar las cosas así…

El rostro del capitán van Toch tomó un tinte azulado…

—Bien, pues dile —gritó— que es un…

Y habló sin parar durante once minutos.

El mestizo lo tradujo hasta donde le bastó su reserva de palabras y, después de una larga pero efectiva discusión con los batacos, tradujo a su vez al capitán:

—Dicen, señor, que estarían dispuestos a no llevar el asunto a las autoridades si el capitán paga una multa al jefe local. Dicen —titubeó un momento— que doscientas rupias, pero yo creo que es demasiado… Ofrézcales sólo cinco.

La tez del capitán van Toch empezó a llenarse de manchas oscuras. Primero ofreció asesinar a todos los batacos del mundo, después lo rebajó hasta trescientos puntapiés y, finalmente, se hubiera conformado con disecar al alcalde para el Museo Colonial de Amsterdam. Por otra parte los batacos fueron rebajando también, de doscientas rupias a una bomba de hierro con una rueda, acabando por conformarse con que el capitán, como castigo, diese al alcalde un encendedor de gasolina.

—Déselo, señor —trataba de convencerlo el mestizo—, yo tengo tres en el almacén, pero sin mecha.

Así fue restablecida la paz en Tana Masa, pero el capitán J. van Toch sabía que ahora estaba en juego el prestigio de la raza blanca.

Al atardecer salió del barco Kandong Bandoeng un bote en el que se encontraban el capitán J. van Toch, el sueco Jensen, el islandés Gudmundson, el finlandés Gillemainen y dos cingaleses pescadores de perlas. El bote se dirigió a la Bahía del Diablo.

A las tres, al culminar la marea baja, el capitán estaba en la playa, el bote cruzaba a unos cien metros de la costa para ahuyentar a los tiburones, y los dos buzos cingaleses esperaban, con los cuchillos preparados, la señal para sumergirse en el agua.

—Bien, ahora tú —dijo el capitán señalando al más alto de los hombres desnudos. El cingalés saltó al agua, dio unas cuantas brazadas y después se sumergió. El capitán miró su reloj.

A los cuatro minutos y veinte segundos apareció, a unos sesenta metros a la izquierda, una cabeza oscura; con un extraño, desesperado y, al mismo tiempo, rígido apresuramiento, el cingalés se aferraba a los pedruscos, en una mano el cuchillo, en la otra una madreperla.

El capitán se enfadó.

—¿Qué pasa? —dijo secamente.

El cingalés seguía resbalando por las piedras, dando gritos de horror.

—¿Qué ha ocurrido? —gritó el capitán.

¡Sahib, Sahib…! —pudo articular por fin el cingalés, y cayó desplomado en la playa. Luego, con la respiración entrecortada dijo: —¡Sahib, Sahib!

—¿Tiburones?

¡Djinns! —sollozó el cingalés— ¡Diablos, señor, miles de diablos! —se tapaba los ojos con los puños—. ¡Nada más que diablos, señor!

—¡A ver esa madreperla! —dijo el capitán, y la abrió con un cuchillo. En ella había una perlita pequeña y limpia.

—¿Y no has encontrado nada más?

El cingalés sacó todavía otras tres madreperlas del saquito que llevaba colgado al cuello.