Este boletín tan instructivo hubiera bastado, seguramente, para aclarar científicamente la cuestión de los misteriosos monstruos marinos, que tantas discusiones habían suscitado. Por desgracia, se publicó al mismo tiempo el informe de un experto holandés llamado Van Hogenhouck, que clasificó esta salamandra gigante en el grupo de verdaderas salamandras o tritones, bajo el nombre de Megatriton moluccanus, e indicó su multiplicación en las islas holandesas del Sudán, Dzillo, Mo-rotai y Ceram. También influyó la opinión del científico francés Dr. Mignard, que las clasificó como salamandras típicas, dándoles como lugar de origen las islas francesas de Takaros, Rangiroa y Raroira y nombrándolas, sencillamente, Cripto-branquios salamandroides. Todavía citaremos el informe de W. Spence, que reconoció en ellas una nueva especie de pelágidos naturales de las islas Gilbert, y que estaba dispuesto a obtener un nuevo ser científico bajo el nombre: Pelagotriton Spence. El señor Spence consiguió transportar un ejemplar vivo hasta el Parque Zoológico de Londres, donde fue objeto de nuevas investigaciones bajo los nombres de Pelagobatracio Hooker, Salamandrops maritimus, Abranchus giganteas, Amphiuma gi-gas y muchos otros. Muchos expertos aseguraban que el Pelagotriton Spence era igual que el Criptobranquios Tinckeri, y que la salamandra de Mignard no era otra que Andrias Scheuch-zeri. Hubo muchas discusiones sobre prioridad y otras cuestiones puramente científicas, y finalmente ocurrió que la Historia Natural de cada país tuvo su propia salamandra, criticando cruelmente las salamandras de los otros países. Por eso, en este importante problema de las salamandras, no se logró nunca una clara explicación científica.
CAPÍTULO IX
Andrew Scheuchzer
Ocurrió un jueves, cuando el Parque Zoológico de Londres estaba cerrado al público. El señor Thomas Gregs, guarda del pabellón de los reptiles, limpiaba los estanques y terrenos de sus protegidos. Estaba solo en el departamento de las salamandras, con la salamandra gigante japonesa, el Helbendr americano, Andrias Scheuchzeri y toda una serie de pequeños lagartos, salamanquesas, ajolotes, etc. El señor Gregs se esmeraba con el trapo y la escoba, silbando Annie Laurie, cuando de pronto una voz cavernosa dijo a su espalda:
—Mira, mamá.
El señor Gregs se volvió y no vio a nadie. Solamente el «diablo del barro» americano masticaba y aquella salamandra negruzca y grande, Andrias Scheuchzeri, estaba apoyada con las patas delanteras en el borde del estanque y retorcía el torso.
—Lo habré soñado… —pensó el señor Gregs, y siguió barriendo el suelo hasta dejarlo reluciente.
—Mira, una salamandra —oyó de nuevo a su espalda.
El señor Gregs se volvió rápidamente. Aquella salamandra negra, aquel Andrias Scheuchzeri, le miraba haciéndole guiños con los párpados inferiores.
—¡Uy! ¡qué feo es! —dijo de pronto la salamandra—. Vámonos de aquí, querido.
El señor Gregs se quedó con la boca abierta.
—¿Qué?
—¿No muerde? —pareció graznar la salamandra.
—¿Tú… tú sabes hablar? —dijo admirado el señor Gregs.
La salamandra retorció su cuerpo.
—Me da miedo, mamá —exclamó la salamandra—. ¿Qué comerá?
—Di «buenos días» —dijo admirado el señor Gregs.
La salamandra se retorció como si le diese vergüenza.
—Buenos días —pronunció en una especie de ladrido—. Buenos días, buenos días. ¿Puede darme un pastel?
El señor Gregs buscó confuso en su bolsillo y sacó un pedazo de galleta.
—Toma —dijo.
La salamandra tomó la galleta con su pata y empezó a comérsela.
—Mira, una salamandra —dijo contenta—. Papá, ¿por qué es tan negra?
De pronto se zambulló en el agua y sacó la cabeza.
—¿Por qué está en el agua?, ¿por qué? ¡Uy, qué fea es!
El señor Gregs se rascaba la nuca sorprendido. «¡Aja!», pensó, «la salamandra repite lo que oye decir a la gente.»
—Di «Gregs» —probó.
—Di Gregs —repitió la salamandra.
—Señor Thomas Gregs.
—Señor Thomas Gregs.
—Buenos días, señor.
—Buenos días, señor. Buenos días, señor. Buenos días, señor —parecía que la salamandra no podía saciar su ansia de hablar, pero el señor Gregs no sabía ya qué decirle. El señor Gregs no era hombre de muchas palabras.
—Bueno, cierra ya el hocico —dijo—. Cuando acabe el trabajo te enseñaré a hablar si quieres.
—Bueno, cierra ya el hocico —gruñó la salamandra. — Cuando acabe el trabajo te enseñaré a hablar. Buenos días, señor.
Pero la dirección del Zoo no veía con buenos ojos que los guardias enseñasen cosas a sus pupilos. Si hubiese sido a los elefantes, bien, pero los otros animales estaban allí para servir de enseñanza y no para hacer exhibiciones circenses. Por ello, el señor Gregs, cuando el Parque Zoológico quedaba desierto, entraba en el pabellón de las salamandras y pasaba allí horas y horas, más o menos en secreto. Como era viudo, a nadie le extrañaba su aislamiento, ¡allá cada uno con sus gustos y rarezas! Además, el pabellón de las salamandras era de los menos visitados. El cocodrilo, por ejemplo, gozaba de más popularidad, pero Andrias Scheuchzeri pasaba días y más días en una soledad completa.
Una vez, cuando oscurecía y se cerraban ya los pabellones, paseaba el director del Zoo, Sir Charles Wiggan, por algunas de las secciones, para cerciorarse de que todo estaba en orden. Al pasar por el pabellón de las salamandras se oyó un chapoteo en una de las piscinas y una voz cavernosa dijo:
—Buenas noches, señor.
—Buenas noches —respondió el director sorprendido—. ¿Quién está ahí?
—Perdone, señor —dijo la voz cavernosa—, yo no soy el señor Gregs.
—¿Quién está ahí? —repitió el director.
—Andy, Andrew Scheuchzer.
Sir Charles se acercó más al estanque. En él había, solamente, una salamandra de pie e inmóvil.
—¿Quién habla ahí?
—Andy, señor —dijo la salamandra—. ¿Quién es usted?
—Wiggan —dijo maravillado Sir Charles.
—Mucho gusto —respondió Andrias respetuosamente—. ¿Cómo está usted?
—¡Al diablo! —gritó Sir Charles—. ¡Gregs! ¡Eh, Gregs!
La salamandra dio media vuelta y se escondió rápidamente en el agua.
En la puerta apareció el señor Gregs, jadeando e inquieto.
—¿Desea usted, señor?
—Gregs, ¿qué significa esto? —explotó Sir Charles.
—¿Ha ocurrido algo, señor? —tartajeó el señor Gregs inseguro.
—¡Este animal habla!
—Perdone, señor —dijo el señor Gregs confuso—. Eso no debe hacerse, Andy. Ya te he dicho mil veces que no debes molestar a la gente con tu conversación. Perdone usted, Sir Charles, no se volverá a repetir.
—¿Usted ha enseñado a hablar a esa salamandra?
—Ella empezó primero —trató de disculparse el señor Gregs.