Respuesta: Sí, señor. Límpiese los dientes con pasta Flit. ¿Quiere tener aliento fresco? Use pasta Flit.
—Gracias, eso basta. Y, ahora, díganos, Andy…
Etcétera… El informe de la charla con Andrias Scheuchzeri ocupaba dieciséis páginas completas y fue publicado en The Natural Science. En las últimas páginas del informe estaban resumidos los resultados de los experimentos en la forma siguiente:
1. Andrias Scheuchzeri, salamandra criada en el Parque Zoológico de Londres, sabe hablar, aunque con un sonido cavernoso. Cuenta con un vocabulario de unas cuatrocientas palabras.
Dice, solamente, lo que ha oído o leído. No se puede, de ningún modo, hablar de que piense por sí sola. Su lengua es bastante movible y sus órganos vocales, debido a las circunstancias, no fue posible examinarlos de cerca.
2. La salamandra antes mencionada sabe leer, pero solamente periódicos vespertinos. Le interesan las mismas cosas que a un inglés de tipo corriente y reacciona a los acontecimientos de la misma forma, o sea, según las opiniones comunes establecidas. Su vida síquica —si es que se puede hablar de tal cosa— es la herencia, precisamente, de las ideas y opiniones propias de estos tiempos.
3. No es necesario dar demasiada importancia a su inteligencia, porque en ningún aspecto sobrepasa a la del hombre corriente de nuestros días.
A pesar de esta sensata opinión de los expertos, la salamandra parlante se convirtió en la sensación del Zoo londinense. El querido Andy fue rodeado por el público, que quería entablar con él conversación sobre los temas más variados, empezando por el tiempo y terminando por la crisis económica y política. Mientras tanto, recibía de sus visitantes tantos bombones y chocolate, que acabó por ponerse muy enfermo de una dolencia intestinal. El pabellón de las salamandras tuvo que ser cerrado, pero ya era tarde: Andrias Scheuchzeri, llamado Andy, murió a causa de su popularidad. Como ven ustedes, la fama corrompe hasta a las salamandras.
CAPÍTULO X
Las fiestas de Nové Strasecí
El señor Povondra, portero de la casa del señor Bondy, pasaba aquel año las vacaciones en su pueblo natal. Nos encontramos con él el día antes de comenzar las fiestas del pueblo. El señor Povondra salió de paseo llevando de la mano a su hijo Frantik, de ocho años de edad.
En toda Nové Strasecí se sentía un agradable olor a tortas y buñuelos, y por las calles cruzaban las mujeres y muchachas llevando bandejas llenas de tortas sin cocer, en dirección al horno. En la plaza principal ya habían levantado dos puestos los confiteros, un tendero con sus artículos de cristal y porcelana, y una alborotada mujer que vendía toda clase de mercancía. Y además, había una especie de tienda de lona, cubierta por todas partes con pedazos de toldo. Un hombre pequeñito, subido en una escalera, estaba precisamente colocando un letrero.
El señor Povondra se paró curioso a mirar qué decía.
El hombre pequeñito bajó de la escalera y miró satisfecho el cartel colgado. Y el señor Povondra leyó, con gran sorpresa, lo siguiente:
El señor Povondra recordó a aquel hombre grandote y fuerte con la gorra de marinero, el capitán al que una vez dejó pasar a entrevistarse con el señor Bondy. «¡Sí que le deben ir las cosas mal!», pensó el señor Povondra. «¡Capitán, y tiene ahora que recorrer el mundo con un circo tan miserable y en una tienducha así! ¡Si era un hombre con tan buen aspecto! Debería entrar a verlo», se dijo el señor Povondra compasivo.
Mientras tanto, el hombrecito había colgado, junto a la entrada de la tienda, otro carteclass="underline"
El señor Povondra dudó. Dos coronas por él y una por el niño era demasiado dinero. Pero Frantik estudiaba bien, y conocer los animales exóticos también es instructivo. El señor Povondra estaba dispuesto a sacrificar algo por la cultura y, decidido, se acercó al hombrecito pequeño y seco.
—Amigo —dijo—, quisiera hablar con el capitán J. van Toch.
El hombrecito infló el pecho bajo la camiseta a rayas.
—Servidor de usted, señor.
—¿Usted es el capitán van Toch? —se extrañó el señor Povondra.
—Sí, señor —respondió el hombrecito, señalando un ancla que llevaba tatuada en la muñeca.
El señor Povondra lo contempló pensativo. ¿Podría ser que el capitán se hubiera encogido de ese modo? ¡No era posible!
—Es que yo conozco al capitán van Toch personalmente, señor —dijo—. Yo soy Povondra.
—Ése es otro cantar —exclamó el hombrecito—. Pero las salamandras son verdaderamente del capitán van Toch, señor. Salamandras australianas garantizadas, señor. Haga usted el favor de pasar adelante. Precisamente, va a comenzar la gran representación —cacareó levantando la lona que hacía de puerta.
—Vamos, Frantik —dijo papá Povondra, y entraron.
Junto a una pequeña mesa se sentó, rápidamente, una mujer extraordinariamente gorda y alta. «¡Vaya una pareja!», pensó el señor Povondra pagando sus tres coronas. Dentro del barracón no había nada, más que un cierto olor desagradable que se desprendía de una especie de bañera de hojalata.
—¿Dónde están esas salamandras? —preguntó el señor Povondra.
—En la bañera —respondió sin interés la gigantesca dama.
—No tengas miedo, Frantik —dijo Povondra acercándose al baño. En el agua estaba echado algo negro e indolente, del tamaño de un inmenso pez; solamente la piel de su nuca se inflaba y desinflaba.
—Mira, éste es el lagarto antediluviano del que se habló en los periódicos —dijo en plan de instrucción papá Povondra, sin manifestar su desilusión. («¡Otra vez me he dejado engañar!» pensaba, «pero que no se dé cuenta el niño, ¡lástima de tres coronas!»
—¿Por qué está en el agua, papá? —preguntó Frantik.
—Porque las salamandras viven en el agua, ¿sabes?
—¿Y qué come, papá?
—Peces y cosas por el estilo —respondió papá Povondra—. ¡Algo ha de comer!
—¿Y por qué es tan horrenda? —añadió Frantik.
El señor Povondra no sabía qué decir pero, en aquel momento, entró en el barracón el hombrecito.
—Por favor, señoras y caballeros —dijo con voz ronca.
—¿Tiene usted solamente esa salamandra? —preguntó el señor Povondra acusador. (Si al menos hubiese dos, ya no resultaba tan caro.)
—La otra se ha muerto hace poco —dijo el hombrecito—. Pues sí —continuó— éste, señoras y caballeros, es el famoso Andrias, importante y venenosa salamandra de las islas de Australia. En su lugar de origen llega a alcanzar la altura de un hombre y anda sobre sus patas traseras. ¡Venga! —dijo hurgando con un palo a aquello negruzco e indolente que estaba inmóvil en el agua. Aquello negro se removió y, con dificultad, se levantó del agua. Frantik retrocedió un poco, pero papá Povondra le apretó la manita como diciéndole: «No temas, yo estoy aquí.»
El animal se alzó sobre sus patas traseras, sosteniéndose con las otras en el borde de la bañera. Las agallas de su pescuezo se movían convulsivamente y su negro hocico trataba de atrapar aire. Su piel, demasiado libre, estaba llena de verrugas y sus ojos, redondos como los de las ranas, se cubrían por momentos, como doloridos, con la membrana de sus párpados inferiores.
—Como ven ustedes, señoras y caballeros —continuaba el hombrecito—, este animal tiene agallas y pulmones, a fin de poder vivir en el agua y respirar cuando sale a tierra. En las patas traseras tiene cinco dedos, en las delanteras, cuatro. También sabe coger y sostener cosas con las manos. Toma —el animal tomó entre sus dedos la vara y la sostuvo ante sí como un cetro.