Al leer su extraordinario artículo sobre estas salamandras, recordé dicho recorte y se lo adjunto. Creo que para usted puede tener interés. Recíbalo, pues, de un entusiasta amigo de la Naturaleza y ardiente lector de usted.
Con todo respeto,
En el recorte del artículo incluido no había ni título ni año. Según la letra y ortografía parecía ser de la tercera década del pasado siglo. Estaba tan amarillento que difícilmente se podía leer. El profesor Uher iba ya a tirarlo al cesto de los papeles, pero estaba emocionado por la antigüedad de aquel impreso y empezó a leerlo. Al cabo de un momento respiró fuerte y dijo: «¡Caramba!», arreglándose las gafas muy excitado. En el recorte de periódico leyó lo siguiente:
En un diario extranjero hemos leído que cierto capitán de un barco de guerra inglés, volviendo de países lejanos, informó sobre unos reptiles que había encontrado en una pequeña isla del mar de Australia. En dicha islita existe un lago con agua salada, pero que no tiene ninguna comunicación con el mar, siendo también bastante impenetrable. Junto a ese lago estaban descansando el capitán y el médico del barco. De pronto salió del lago un animal parecido a un lagarto, pero caminando sobre dos extremidades como las personas; era del tamaño de un perro marino o de una foca y, al llegar a la orilla, empezó a contonearse como si bailara. El capitán y el médico dispararon y cazaron dos de estos animales. Dicen que tienen el cuerpo liso, sin vello o escamas, y son bastante parecidos a las salamandras. A causa del mal olor que despedían, los tuvieron que dejar en el lugar y ordenaron a los marinos que cazasen en aquel lago un par de monstruos y los llevasen vivos al barco. Los marinos llegaron al lago y aniquilaron a los lagartos, llevando solamente dos al barco. Decían que echaban un líquido venenoso que producía el mismo escozor que las ortigas. Los dos lagartos fueron metidos en un barril con agua de mar, a fin de que llegasen vivos a Inglaterra, pero ¡todo fue inútil! Al acercarse el barco a la isla de Sumatra desaparecieron. Según dicen, los lagartos prisioneros salieron de los barriles y, por una ventanilla, saltaron al mar. Según testimonio del capitán y otros testigos, es un animal muy raro, pero, sin embargo, no peligroso para el hombre. Podríamos llamarles, con derecho, Lagartos humanos.
Hasta aquí el recorte.
—¡Caramba! —repetía excitado el profesor Uher—. ¿Por qué no habrá algún dato o, por lo menos, el título del periódico que lo publicó? ¿Y qué periódico extranjero sería, cómo se llamaría aquel capitán, aquel capitán, cuál sería el nombre del barco inglés? ¿En qué islita del mar de Australia ocurriría el suceso? ¿No podría ser la gente más exacta y… ¡sí, desde luego!, más científica? ¡Si éste es un documento histórico de un valor incalculable!
Una islita en el mar de Australia, sí. Un lago con agua salada. Según eso, debía de ser una isla de coral con una laguna, difícil de descubrir. Precisamente, el lugar apropiado para que se pudiesen conservar esos fósiles, aislados del ambiente de evolución más progresiva y sin que nadie los molestase en su reserva natural. Desde luego, no podían multiplicarse mucho, porque en el lago no hubieran encontrado alimento necesario.
Eso está claro, se dijo el profesor. Animales parecidos a los lagartos pero sin escamas y caminando sobre dos extremidades como las personas; o sea, Andrias Scheuchzeri u otra salamandra muy parecida a ella. Supongamos que era nuestro Andrias; supongamos que esos malditos marineros exterminaron todas las salamandras que había en el lago, y que solamente una pareja llegó viva al barco y, al acercarse a Sumatra, se escapó al mar. O sea, directamente a la línea del Ecuador, en condiciones biológicas altamente favorables y en un ambiente que les suministraba alimentos en abundancia. ¿Era posible que ese cambio de ambiente hubiera dado a las salamandras del mioceno ese gran impulso de desarrollo? Es cierto que estaban acostumbradas al agua salada. Si imaginamos su nueva residencia en una bahía tranquila, cerrada, con grandes cantidades de alimentos, ¿qué hubiera podido ocurrir? La salamandra, trasladada a un ambiente propicio, empieza a multiplicarse con enorme energía. ¡Eso es! La salamandra empieza a desarrollarse con gran entusiasmo, se agarra a la vida con locura y se multiplica extraordinariamente, porque sus nuevos huevos y renacuajos no tienen en aquel ambiente ningún enemigo. Ocupa una isla tras otra (pero lo extraño es que parecen haber pasado por alto algunas islas). Por lo demás, es la emigración típica tras el alimento. Y ahora, una cuestión: ¿Por qué no se desarrollaron ya antes? ¿No está esto relacionado con el hecho de que en la región etiópico-australiana no existe, o hasta ahora no ha existido, ninguna salamandra? ¿No ocurrieron en esta región, quizá durante el mioceno, algunos cambios desfavorables en el sentido biológico para las salamandras? Solamente en una isla, en un pequeño lago cerrado, se conservó el lagarto miocénico; desde luego, al precio de la paralización de su desarrollo. Su marcha evolutiva se paralizó, como una cuerda metálica en tensión que no se pudiera enrollar. También pudiera ser que la Naturaleza tuviese grandes planes para esta salamandra, que debía desarrollarse más y más y alcanzar quién sabe qué altura… (El profesor Uher sintió un pequeño escalofrío al imaginárselas). ¡Quizá era, precisamente, Andrias Scheuchzeri la que tenía que convertirse en el hombre del mioceno!
Este animal, no desarrollado completamente, se encuentra de pronto en un nuevo y prometedor ambiente. La cuerda en tensión, cede. ¡Con cuánta ansia de vida, con qué vigor miocénico y avidez se precipita Andrias Scheuchzeri por el camino del desarrollo! ¡Con qué fiebre trata de alcanzar todo el tiempo perdido en aquellos cientos de miles y millones de años! ¿Se conformará con el desarrollo gradual que lleva hoy? ¿Estará satisfecha con su florecimiento actual, del que somos testigos? o ¿estamos en el umbral de su evolución y esto es, solamente, la preparación para llegar quién puede saber adonde?
Éstas fueron las consideraciones y puntos de vista que el profesor Dr. Vladimir Uher escribió mirando el recorte amarillento del viejo periódico, temblando con el entusiasmo intelectual de un descubridor.
—Lo publicaré en los periódicos —dijo—, porque las revistas científicas no las lee nadie. ¡Que sepa todo el mundo de qué gran acontecimiento de la Naturaleza somos testigos!
Y le pondré por título:
Pero la redacción del Lidové Noviny leyó el artículo del profesor Uher y sacudió la cabeza. ¡Otra vez las salamandras! Nuestros lectores están cansados de esas historias. Ya sería hora de publicar otras cosas… Y, además, relatos tan científicos no son apropiados para los periódicos.
Como consecuencia, el artículo sobre el porvenir de las salamandras no llegó a publicarse.