G.H. Bondy manifiesta que el Consejo Central estudia este punto intensamente. En dicha dirección se abren, desde luego, grandes posibilidades. Indica que la cantidad de salamandras pertenecientes a la Sociedad es, aproximadamente, de seis millones. Si tenemos en cuenta que una pareja de salamandras engendra anualmente, digamos, cien renacuajos, podemos disponer el próximo año de trescientos millones de salamandras. De aquí a diez años la cifra será astronómica.
G.H. Bondy pregunta qué piensa hacer la Sociedad con esta inmensa cantidad de salamandras que, ya hoy en día, han de ser alimentadas en las granjas superpobladas con copra, patatas, maíz, etc.
C. von Frisch pregunta si las salamandras son comestibles.
J. Gilbert. No señor. Tampoco su piel sirve para nada.
M. Bonenfant pregunta al Consejo Central qué piensa hacer.
G.H. Bondy (se levanta) «Respetables señores, hemos convocado esta sesión extraordinaria para llamarles la atención sobre las desfavorables perspectivas de nuestra Sociedad, que, permítanme recordarlo con orgullo, repartía en los pasados años un dividendo de un veinte o treinta por ciento, sobre buenas bases de reservas y contratos. Ahora estamos ante un dilema. Los métodos comerciales que fueron provechosos en los pasados años están, prácticamente, agotados. No nos queda otro remedio que buscar nuevos caminos». (Grandes aplausos.)
»Me atrevo a decir que quizá sea una indicación del destino el que, precisamente en estos momentos, haya muerto nuestro magnífico capitán y amigo J. van Toch. A su persona estaba unido ese romántico, hermoso y —lo diré francamente— en cierto modo insensato negocio con las perlas. Lo considero un capítulo terminado en la historia de nuestra Sociedad. Tenía, por así decirlo, su encanto exótico, pero no era apropiado para la época moderna. Respetables señores, las perlas no pueden ser nunca suficiente base para una arriesgada empresa en todas las direcciones: horizontal y vertical. Para mí, personalmente, todo este asunto de las perlas fue sólo una pequeña diversión. (Intranquilidad.) Sí, señores, una diversión que, lo mismo a ustedes que a mí, nos produjo una bonita suma. Además de esto, al comenzar nuestro negocio esas salamandras tenían, diría yo, el encanto de la novedad. Trescientos millones de salamandras carecerían ya de ese encanto…» (Sonrisas.)
»He dicho nuevos caminos. Mientras vivía mi buen amigo el capitán van Toch estaba descartado el dar a nuestra empresa otro carácter que el que podríamos llamar Vantochesco. (¿Por qué?) Porque tengo demasiado buen gusto, señores, para mezclar estilos. El estilo del capitán van Toch era, a mi parecer, estilo de novela de aventuras a lo Jack London, Joseph Conrad y otros. Un estilo antiguo, exótico, colonial, casi heroico. No niego que, hasta cierto punto, me fascinó. Pero después de la muerte del capitán van Toch no tenemos derecho a continuar esta aventura infantil. Ante nosotros se abre, no un nuevo capítulo, sino una nueva concepción, señores, tarea para una imaginación básicamente diferente. (¡Habla usted como si se tratase de una novela!) Sí, señores, tienen ustedes razón. El negocio me interesa a mí como artista. Sin cierto arte, señores, nunca se idearía nada nuevo. Hemos de ser poetas si queremos mantener el mundo en movimiento.» (Aplausos.)
G.H. Bondy (saluda). «Señores, con tristeza cierro este capítulo que he llamado Vantochesco; en él hemos alimentado lo que quedaba en nosotros de infantil y aventurero. Ya es hora de que terminemos este cuento de perlas y corales. Simbad ha muerto, señores. La cuestión es: ¿Ahora, qué? (¡Eso es lo que queremos saber!) Está bien, señores. Hagan el favor de tomar papel y lápiz. Seis millones. ¿Ya está? Multiplíquenlo por cincuenta. Son trescientos millones, ¿no? Multiplíquenlo otra vez por cincuenta. Eso es, quince mil millones, ¿no es cierto? Y ahora, por favor señores, tengan la amabilidad de decirme qué vamos a hacer de aquí a tres años con quince mil millones de salamandras. ¿En qué las vamos a emplear? ¿Cómo vamos a alimentarlas? (¡Pues déjenlas morir!) Sí, pero, ¿no es lástima, señores? ¿No creen que cada una de esas salamandras representa una especie de valor económico, una fuerza de trabajo que espera ser aprovechada? Señores, con seis millones de salamandras podemos, más o menos, saber qué hacer; con trescientos millones ya sería más difícil; pero quince mil millones de salamandras es ya más de lo que podemos administrar. Las salamandras se tragarán nuestra Sociedad. Así está el asunto.» (¡Usted será responsable de ello! ¡Usted empezó todo ese negocio de las salamandras!) G.H. Bondy (levanta la cabeza). «Acepto completamente esa responsabilidad, señores. El que lo desee puede deshacerse inmediatamente de las acciones de la Sociedad Exportadora del Pacífico. Estoy dispuesto a pagar por ellas… (¿Cuánto?) Su valor a la par, señor». (Gran nerviosismo. La presidencia anuncia un descanso de diez minutos.)
Al reanudarse la sesión pide la palabra el señor H. Brinkeler. Expresa su satisfacción por el hecho de que las salamandras se multipliquen de esa manera, con lo que aumentan los bienes de la Sociedad. «Pero, señores, sería desde luego una locura el criarlas solamente porque sí. Si nosotros no podemos emplearlas propongo, en nombre de un grupo de accionistas, que se vendan las salamandras como fuerza de trabajo a cualquiera que se proponga emprender obras en el agua o bajo el agua. (Aplausos.) La alimentación de las salamandras cuesta unos céntimos diariamente; si una pareja de salamandras se vendiese, digamos a cien francos, y si la fuerza de trabajo de una de ellas durase aunque fuese solamente un año, el dinero invertido se le amortizaría fácilmente al comprador. (Manifestaciones de aprobación.) J. Gilbert constata que las salamandras llegan a una edad bastante superior a un año. Todavía no tenemos suficiente experiencia para saber cuánto viven.
H. Brinkeler modifica su proposición en este sentido: que el precio de las salamandras sea fijado a trescientos francos por pareja, puesta en puerto.
S. Weissberger pregunta qué trabajos podrían, en realidad, efectuar las salamandras.
El director Volavka aclara que por su instinto natural y su extraordinaria técnica práctica, las salamandras sirven, sobre todo, para la construcción de diques, terraplenes y rompeolas, para la profundización de puertos y canales, para despejar los bancos de arena y los aluviones de fango y para abrir caminos acuáticos. Pueden asegurar y regular las márgenes del mar, ampliar los continentes, etc. En todos estos casos se trata de trabajo colectivo que precisa de cientos y miles como fuerza laboral; de un trabajo tan vasto al que la técnica moderna nunca se atrevería, de no tener a su disposición mano de obra tremendamente barata. (¡Así es! ¡Formidable!)
El Dr. Hubka objeta que, con la venta de las salamandras, que se podrían multiplicar en los nuevos lugares de residencia, la Sociedad pierde su monopolio sobre ellas. Propone que a los empresarios o contratistas de obras hidráulicas sólo se les alquilen las salamandras, debidamente entrenadas y calificadas, a condición de que sus posibles retoños pertenezcan a la Sociedad.
El director Volavka hace notar que no es posible vigilar en las aguas a millones y miles de millones de salamandras, menos aún, a sus retoños. Por desgracia, ya han sido robadas muchas salamandras para los parques zoológicos y casas de fieras.