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No por ello fue menos necesario que, antes de sacarse a votación la formación del Sindicato de las Salamandras, tuviera que prometer la compañía que, por cada acción de la Sociedad Exportadora del Pacífico, se pagaría a fines de año, por lo menos, un dividendo de un 10%, a cuenta de las reservas existentes. A favor de esta proposición votaron un 87% de los accionistas y solamente un 13% en contra. Y, como consecuencia de ello, se aprobó por unanimidad el proyecto del Consejo de Administración. El Sindicato de las Salamandras entró en acción, de lo que se felicitó G. H. Bondy.

—Ha hablado usted magníficamente, señor Bondy —le dijo lisonjero el viejo Sigi Weissberger—. ¡Magníficamente! Y dígame usted, señor Bondy, ¿cómo se le ha ocurrido una idea así?

—¿Cómo? —respondió G.H. Bondy distraído—, a decir verdad, señor Weissberger, lo he hecho a causa del viejo van Toch. ¡Estaba tan encariñado con sus salamandras!… ¿Qué hubiera pensado el pobre si hubiésemos dejado matar o morir de hambre a sus tapa-boys?

—¿Qué tapa-boys?

—Esas malditas salamandras. Por lo menos, ahora las tratarán decentemente, ya que tendrán cierto precio. Y esos bichos no sirven para otra cosa, señor Weissberger, que para idear alguna utopía.

—Yo no entiendo un ápice de eso —explicó el señor Weissberger—. ¿Acaso sé yo lo que es una salamandra? ¿Ha visto usted alguna vez a esos bichos? Por favor, ¿qué aspecto tienen?

—Eso no se lo puedo decir, señor Weissberger. Yo, en realidad, no sé ni lo que son. Además, ¿para qué me interesa saberlo? ¿Cree que tengo tiempo de ocuparme de su aspecto? Lo que me preocupa y me alegra es que ya está decidido eso del Sindicato de las Salamandras, señor mío.

APÉNDICE al Libro Primero

SOBRE LA VIDA SEXUAL DE LAS SALAMANDRAS

Una de las actividades más populares del ingenio humano es imaginare cómo serán algún día, en un lejano futuro, el mundo y la humanidad; qué milagros técnicos se habrán realizado, qué cuestiones sociales habrán sido resueltas, hasta dónde llegarán los progresos de la ciencia y de la organización social, etc. La mayoría de estos utopistas no dejan, sin embargo, de interesarse vivamente por cómo acabará, en dicho mundo tan avanzado o, por lo menos, tan desarrollado técnicamente, una institución tan antigua pero siempre tan popular, como el matrimonio, la familia; o la vida sexual, la fecundación, el amor, la cuestión femenina, etc. Con referencia a este punto véase la literatura de Paul Adam, H.G. Wells, Aldous Huxley y muchos otros.

Teniendo en cuenta dichos ejemplos, considera el autor como su obligación, ya que ha echado una mirada al futuro de nuestro planeta, tratar también sobre cómo será, en ese mundo venidero, el orden sexual de las salamandras. Y esta obligación prefiere cumplirla inmediatamente, para no tener que volver después otra vez sobre este asunto. La vida sexual de Andrias Scheuchzeri concuerda, en sus rasgos fundamentales, con la reproducción de otros urodelos; no existe la copulación en el verdadero sentido de la palabra; la hembra pone los huevos en varias etapas, los huevos fecundados se convierten en larvas, etc. Eso podría leerse en cualquier Historia Natural. Por lo tanto, nos referiremos solamente a algunas particularidades que fueron advertidas en Andrias Scheuchzeri, con referencia a esta cuestión tan importante.

«A principios de abril», cuenta H. Nolte, «se aproximan los machos a las hembras; por lo general, en cada época sexual el macho está todo el tiempo junto a la misma hembra, y no se aleja de ella ni un paso durante varios días, en los cuales no toma alimento alguno, mientras que la hembra manifiesta gran voracidad. El macho la persigue por el agua y se esfuerza por colocar su cabeza pegada a la de ella. Cuando lo consigue, levanta su hocico y lo coloca sobre el de la hembra, seguramente para evitar que se escape. Así, teniendo en contacto sus cabezas, mientras que sus cuerpos forman un ángulo de unos treinta grados, flotan los dos animales sin moverse, uno junto al otro. Hay momentos en que el macho empieza a sacudirse tan violentamente que con su costado golpea a la hembra; luego queda de nuevo inmóvil, con las patas muy estiradas, tocando solamente con su hocico la cabeza de la compañera elegida, que, mientras tanto, indiferente a todo, traga lo que encuentra en su camino. Este beso, llamémosle así, dura unos cuantos días. Algunas veces, la hembra se escapa en busca de alimento; entonces el macho la persigue muy excitado, podríamos decir, furioso. Finalmente la hembra deja de oponer resistencia, no huye, y la pareja se deja llevar por el agua sin moverse, como si fueran dos maderos negruzcos atados entre sí. Entonces el cuerpo del macho es sacudido por movimientos espasmódicos durante los cuales suelta una masa fecundante bastante pegajosa. En seguida abandona a la hembra y se esconde entre las piedras completamente exhausto; en ese periodo se le puede cortar una pata o la cola sin que reaccione para defenderse.

Mientras tanto, la hembra se mantiene todavía inmóvil durante algún tiempo, sin cambiar de posición; después se agita con fuerza y empieza a poner huevos enlazados como en una cadena, cubiertos de una sustancia gelatinosa. A veces se ayuda con las patas traseras, lo mismo que los sapos. Los huevos, en número de cuarenta a cincuenta, cuelgan del cuerpo de la hembra como un mechón. Con ellos nada la hembra hacia un lugar resguardado, y los fija en las algas, hierbas, o simplemente en las piedras. Al cabo de diez días pone la hembra una nueva serie de huevos, sin haberse vuelto a encontrar con el macho, en número de veinte o treinta. Seguramente los huevos son fecundados directamente en un receptáculo de su aparato genital, donde conserva los espermatozoides. Normalmente efectúa una tercera puesta al cabo de siete u ocho días, ésta de 10 a 15 huevos cada vez, de los cuales, al cabo de unas tres semanas, salen los renacuajos con branquias externas para la respiración, que pierden después paulatinamente. Al cabo de un año dichos renacuajos se convierten ya en salamandras adultas capaces de reproducirse, etc.

Por otra parte, la señorita Blanche Kistemaeckers observó a un macho y dos hembras que tenía cautivos, y cuenta lo siguiente: Durante la época sexual, el macho se mantenía sólo junto a una hembra a la que perseguía con bastante brutalidad, pegándole fuertes golpes con la cola cuando trataba de escapársele. No le gustaba que tomase ningún alimento y trataba de apartarla de la comida; podía notarse claramente que la quería para sí solo y por eso la aterrorizaba. Cuando soltó la masa fecundante, se lanzó sobre la otra tratando de devorarla. Hubo que sacarlo del recipiente y colocarlo en otro. A pesar de todo, la segunda hembra puso también huevos fecundados, en número de sesenta y tres. La señorita Kistemaeckers advirtió, sin embargo, que los tres animales tenían en aquellos días muy inflamados los órganos expelentes. Parece ser, escribía la señorita, que en los Andrias Scheuchzeri la fecundación no se efectúa por copulación, ni por la masa fecundante, sino por algo que podríamos llamar milieu o “ambiente” sexual. Como se ve, no hace falta ni la unión parcial para conseguir la fecundación de los huevos. Esto incitó a la joven investigadora a hacer otros interesantes experimentos. Separó al macho de las hembras y, cuando llegó el momento oportuno, exprimió la masa fecundante del macho, poniéndola en el agua en que estaban las dos hembras. Éstas empezaron a poner huevos fecundados. En otro experimento filtró la señorita Blanche Kistemaeckers el esperma del macho, y el filtrado, libre de los cuerpos envolventes (era un líquido puro, un poco ácido), lo puso en el agua de las hembras. También en este caso las hembras empezaron a poner huevos, unos cincuenta cada una, de los que la mayoría estaban fecundados y produjeron renacuajos normales. Esto, precisamente, condujo a la señorita Blanche a una deducción muy importante sobre los medios sexuales, que crean un cambio independiente entre la partenogénesis y la multiplicación sexual. La fecundación de los huevos se produce, sencillamente, por un cambio químico del ambiente (cierta acidificación que, hasta ahora, no se ha conseguido producir artificialmente), cambio que, de alguna forma, tiene relación con las funciones sexuales del macho. Pero estas funciones, de por sí, no son necesarias. Eso de que el macho se mantenga pegado a la hembra es, seguramente, un residuo de la forma de multiplicarse en tiempos antiguos, cuando Andrias se reproducía igual que otras salamandras. Esa unión es, en realidad como dice acertadamente la señorita Kistemaeckers—, una especie de ilusión de paternidad; en realidad, el macho no es el padre de los renacuajos, sino que es una especie de medio químico básicamente impersonalel que produce la fecundación. Si tuviésemos en un recipiente cien parejas de Andrias Scheuchzeri unidas, pensaríamos que estábamos presenciando cien actos independientes de fecundación. Pero, en realidad, se efectuaría un solo acto, o sea, la sexualización colectiva del ambiente dado o, dicho más exactamente, la acidificación del agua en la que los huevos maduros de Andrias reaccionan automáticamente desarrollándose en renacuajos. Prodúzcase artificialmente ese ambiente ácido, y no se necesitarán machos. Así pues, la vida sexual del extraordinario Andrias se nos aparece como una Gran Ilusión. Su pasión erótica, su matrimonio y su tiranía sexual, su fidelidad temporal, su pesado y lento placer, todo son cosas inútiles, pasadas, casi simbólicas, que acompañan o, mejor dicho, adornan, el acto en realidad impersonal del macho, con el que se crea el ambiente fecundante. La misma indiferencia con que la hembra recibe ese frenético e inútil cortejo del macho, testimonia claramente que, en este noviazgo, ella siente instintivamente que se trata de una especie de ceremonia o introducción al acto de alianza, en el que los sexos producen el medio fecundante. Podríamos decir que la hembra Andrias comprende este estado de cosas más claramente y lo vive sin ilusiones eróticas.