—Hay madreperlas, señor, pero los diablos las están guardando… Me observaban cuando yo trataba de despegarlas…
Sus rizados cabellos se erizaron de espanto.
—¡Sahib, aquí no!
El capitán abrió las madreperlas. Dos estaban vacías, pero en la tercera había una perla como un guisante, redonda como una gota de mercurio. La mirada del capitán van Toch iba de la perla al cingalés desplomado en el suelo.
—Oye, tú —dijo dudando—, ¿no quieres sumergirte una vez más?
El cingalés negó con la cabeza, sin pronunciar palabra.
El capitán J. van Toch sintió en la lengua un gusto fuerte que lo incitaba a maldecir, pero con sorpresa advirtió que estaba hablando silenciosamente, casi con suavidad.
—¡No tengas miedo, muchacho! Y… ¿qué aspecto tienen esos… diablos?
—Parecen niños pequeños —tartajeó el cingalés—, tienen rabo, señor, y son así de altos —indicó un metro y unos veinte centímetros sobre el suelo—. Estaban a mi alrededor y miraban lo que hacía… formaban un círculo así… —el cingalés tembló—. \Sahib, sahib, aquí no!
El capitán van Toch reflexionó un momento.
—¿Y qué más?, ¿hacen guiños con los párpados inferiores, o cómo?
—No sé, señor —dijo con voz ronca el cingalés—. ¡Hay por lo menos diez mil!
El capitán miró al segundo cingalés. Estaba a unos ciento cincuenta metros de distancia y esperaba indiferente, con las manos cruzadas sobre los hombros. La verdad es que, cuando uno está desnudo, no tiene otro lugar en que poner las manos más que en sus propios hombros. El capitán le hizo una seña silenciosamente, y el pequeño cingalés saltó al agua. Al cabo de tres minutos y cincuenta segundos apareció agarrándose a los pedruscos con sus resbaladizas manos.
—¡Sal ya! —gritó el capitán, pero después lo miró con atención y empezó a saltar por las piedras en dirección a aquellas vacilantes manos. Uno nunca hubiese imaginado que un hombrón así pudiera saltar de esa manera. En el último momento agarró al cingalés por una mano y, ¡aupa!, lo sacó del agua. Luego lo colocó sobre las rocas y se secó el sudor. El muchacho yacía inerte; tenía una herida en la pantorrilla, probablemente causada con alguna piedra, pero, aparte de eso, estaba ileso. El capitán le levantó los párpados. Se veía solamente el blanco del ojo. No tenía ni madreperlas ni cuchillo.
En ese momento el bote con los marineros se acercó a la orilla.
—¡Señor! —gritó el sueco Jensen—, ¡hay algunos tiburones! ¿Van a seguir pescando?
—No —respondió el capitán—, vengan a recoger a estos dos.
Cuando regresaban al barco, Jensen llamó la atención del capitán van Toch.
—Mire usted, señor, qué poca profundidad hay en este lugar. Va desde aquí, directamente hasta la orilla —señalaba metiendo el remo en el agua—, como si hubiese algún dique bajo el agua.
Una vez en el barco, el pequeño cingalés recobró el conocimiento. Estaba sentado con la barbilla apoyada en las rodillas y le temblaba todo el cuerpo. El capitán despidió a la gente y se arrellanó en su asiento.
—Anda, desembucha —dijo—, ¿qué has visto?
—Diablos, djinns, sahib —tartajeó el pequeño cingalés—. Ahora empezaron a temblarle también los párpados y, por todo el cuerpo, se le puso la carne de gallina.
El capitán van Toch tosió un poco.
—Dime, ¿qué tipo tienen?
—Como… como…
El cingalés empezó a poner de nuevo los ojos en blanco. El capitán van Toch, con una agilidad inesperada, le dio unas bofetadas en ambas mejillas con el dorso de la mano, para hacerlo volver en sí.
—Gracias… sahib… —jadeó el pequeño cingalés, y en el blanco de sus ojos brillaron de nuevo las niñas.
—¿Ya estás bien?
—Sí, sahib.
El capitán van Toch continuó su interrogatorio con no poca paciencia y minuciosidad.
—Sí, allí hay demonios.
—¿Cuántos?
—Miles y miles. Son del tamaño de un niño de diez años, señor, casi negros. En el agua nadan, pero en el fondo andan sobre las patas traseras. En dos, como usted y yo, señor, pero, al mismo tiempo, van contoneándose, tin tan, tin tan, siempre tin tan… Sí, señor, también tienen manos como las personas. No, no son garras, más bien son parecidas a las manos de los niños. No, sahib, ni tienen cuernos ni son peludos. Sí, la cola un poco parecida a la de los peces, pero sin aletas. Y una cabezota redonda, como las de los batacos. No, no decían nada, señor, pero parecían masticar.
Cuando el cingalés despegaba las ostras a unos dieciséis metros de profundidad, sintió en la espalda el roce de unos dedos fríos. Se volvió y vio a su alrededor cientos y cientos de estos diablos, nadando y de pie en las rocas, todos mirando lo que hacía. Entonces tiró el cuchillo y las madreperlas y trató de salir a la superficie. En el camino tropezó con algunos que nadaban sobre él. De lo que ocurrió después, ya no sabía nada. El capitán van Toch contempló pensativo al tembloroso buzo. «Este muchacho ya nunca servirá para nada, —se dijo—, lo enviaré desde Padang a su tierra, Ceilán.» Refunfuñando y gruñendo se fue a su camarote. Una vez allí dejó caer sobre la mesa dos perlas, desde el cartuchito que las guardaba. Una era pequeñita como un grano de arena, y la segunda era como un guisante con brillo plateado, tirando a rosado. El capitán del barco holandés rezongó y sacó del armario su whisky irlandés.
A las seis se hizo llevar de nuevo en el bote a la aldea y, directamente, a aquel mestizo. «Toddy», dijo, y ésa fue la única palabra que pronunció. Sentado en la veranda, sostenía entre sus dedos rollizos el vaso de grueso vidrio, bebía y escupía, y miraba fijamente, bajo sus pobladas cejas, a las flacas y amarillentas gallinas que picoteaban Dios sabe qué en el sucio y pisoteado patio entre las palmeras. El mestizo se guardaba muy bien de hablar, limitándose a servirle vino de palma. Poco a poco, los ojos del capitán se pusieron sanguinolentos y sus dedos empezaron a moverse con dificultad. Anochecía ya cuando se levantó y se estiró los pantalones.
—¿Ya se va a dormir, capitán? —le preguntó cortésmente el mestizo de demonio y diablo.
El capitán alzó un dedo en el aire.
—¡Tendría gracia —dijo— que hubiese en el mundo diablos que yo no conociera! Oye, tú, ¿dónde está ese maldito noroeste?
—Por ahí —señaló el mestizo—. ¿A dónde va, capitán?
—¡Al infierno! —dijo con voz ronca el capitán J. van Toch—. Voy a echarle una mirada a la Bahía del Diablo.
Aquella noche comenzaron las rarezas del capitán J. van Toch. Volvió al kampong al amanecer y no pronunció ni una palabra. Se hizo llevar al barco, donde se encerró en su camarote hasta que anocheció. Esto todavía no extrañó a nadie, porque el Kandong Bandoeng tenía mucho que cargar en la bendita isla de Tana Masa (copra, pimienta, alcanfor, gutapercha, aceite de palma, tabaco y mano de obra). Pero cuando le anunciaron por la noche que la mercancía estaba ya embarcada, solamente rezongó y dijo:
—¡Un bote! ¡A la aldea!
Y volvió de nuevo al amanecer. El sueco Jensen, que lo ayudó a subir a cubierta, le preguntó solamente por cortesía:
—Entonces, ¿continuaremos hoy el viaje, capitán?
El capitán se volvió como si le hubiesen pinchado en el trasero.
—¿A ti qué te importa? ¡Ocúpate de tus malditos asuntos!
Durante todo el día estuvo el Kandong Bandoeng con las anclas echadas, a un nudo de distancia de la costa de Tana Masa, sin hacer nada. Al anochecer salió el capitán de su camarote y ordenó: —¡Un bote! ¡A la aldea!