Libro Segundo
Tras las huellas de la civilización
CAPÍTULO PRIMERO
El señor Povondra lee el periódico
Hay personas que coleccionan sellos, otras libros antiguos. El señor Povondra, portero de la casa de G.H. Bondy, buscó durante largos años un complemento a su vida; vacilaba entre su interés por las tumbas prehistóricas y su pasión por la política extranjera, pero una tarde, cuando menos lo esperaba, se presentó en su vida lo que le faltaba para hacerla completa. Las grandes cosas, por lo general, ocurren de repente.
Aquella tarde estaba el señor Povondra leyendo el periódico, su esposa remendaba los calcetines de Frantik, y éste ponía una cara como si estuviese aprendiendo los afluentes de la ribera izquierda del Danubio. Reinaba un plácido silencio.
—Estaré loco… —gruñó el señor Povondra.
—¿Qué te pasa? —preguntó la señora Povondra pasando la aguja.
—Esas salamandras —exclamó el señor Povondra—. Aquí leo que en el último trimestre se han vendido setenta millones de ellas.
—Eso es mucho, ¿verdad? —exclamó la señora Povondra.
—¡Ya lo creo! Es una cifra inmensa, mamá. Imagínate, ¡setenta millones!
El señor Povondra movió la cabeza.
—En este negocio se debe de ganar una buena suma. Y, ¡hay que ver el trabajo que hacen! —añadió al cabo de un momento de meditación—. Leo aquí que en todas partes se construyen febrilmente nuevas tierras e islas. Te digo que la gente se puede construir ahora todos los continentes que quiera. Esto es algo monumental, mamá. Te digo que significa más progreso que el descubrimiento de América —el señor Povondra quedó pensativo—. Una nueva época en la historia de la humanidad, ¿sabes? ¡No hay vuelta que darle, mamá, vivimos en una gran época!
De nuevo reinó el amable silencio casero. De pronto, papá Povondra chupó con fuerza su pipa.
—¡Cuando pienso que si no llega a ser por mí, no hubiera ocurrido nada de esto!
—¿De qué?
—De todo ese negocio con las salamandras. Esa Nueva Época. Si se piensa bien, fui yo mismo el que comenzó todo esto.
La señora Povondra levantó la vista de los agujeros del calcetín.
—Dime, por favor, ¿cómo?
—Todo empezó aquel día en que dejé pasar al capitán a hablar con Bondy. Si no llega a ser por mí, aquel capitán no se hubiera encontrado nunca con el señor Bondy. Si no hubiera sido por mí, no hubiera ocurrido nada, absolutamente nada, de todo esto.
—Quizás el capitán hubiera encontrado algún otro socio… —objetó la señora Povondra.
Papá Povondra gruñó con desprecio.
—¡Qué entiendes tú de estas cosas! Un negocio así sabe hacerlo solamente G.H. Bondy. ¡Caramba!, ése ve más lejos que otro cualquiera. Los demás hubieran pensado que se trataba de una locura o de una estafa, pero el señor Bondy, ¡qué va! Ése tiene un olfato…
El señor Povondra recordó…
—Aquel capitán, ¿cómo se llamaba?, van Toch, no tenía un gran aspecto que digamos. Era un tipo gordo y grandote. Cualquier otro portero le hubiera dicho: «¿Adonde vas hombre?» o, «el señor no está en casa» o algo por el estilo. Pero yo sentí una especie de corazonada. Lo anunciaré, me dije, aunque me cueste una reprimenda. Yo siempre digo lo mismo: el portero ha de tener cierto olfato para conocer a la gente. A veces llega un señor que parece un barón, y resulta ser un agente de una casa de neveras. Otras, llega un tío gordo y, ¡mira lo que representa! Uno ha de saber conocer a la gente —reflexionó papá Povondra—. De esto se deduce, Frantik, que hasta en el empleo más humilde puede hacer uno grandes cosas. Toma esto como ejemplo y esfuérzate siempre por cumplir con tu obligación, como lo hago yo.
El señor Povondra movió la cabeza solemnemente, algo emocionado.
—Yo podía haber despedido a aquel capitán en la misma entrada, y me hubiera ahorrado el subir y bajar unos escalones. Otro portero, por darse importancia, le habría cerrado la puerta en las narices. Con ello hubiera aniquilado un progreso tan fantástico del mundo. Recuerda, Frantik, si cada uno cumpliera con su deber, el mundo sería un paraíso. ¡Y pon atención cuando te hablo!
—Sí, papá —refunfuñó el desgraciado Frantik.
Papá Povondra tosió.
—Préstame las tijeras, mamá. Voy a recortar todo lo que publican los periódicos sobre esas salamandras, para dejar cuando muera algún recuerdo mío.
Y así fue como el señor Povondra empezó a recoger los recortes que hablaban sobre las salamandras. A su afán de coleccionista debemos mucho material que, de otro modo, habría caído en el olvido. Recortaba y guardaba todo lo que decían los periódicos sobre las salamandras. No ocultaremos que, después de cierto nerviosismo sufrido en los primeros días, aprendió en su café preferido a recortar de los periódicos que allí tenían a disposición de la clientela todos los artículos que trataban sobre las salamandras, y eso, en las mismas narices del camarero, sin que éste se diese cuenta y con la habilidad de un prestidigitador. Como se sabe, todos los coleccionistas estarían dispuestos a robar o asesinar con tal de conseguir algo nuevo para su colección. Pero esto no rebaja, de ninguna manera, su carácter moral.
Ahora tenía ya un sentido su vida, porque era la vida de un coleccionista. Noche tras noche arreglaba y contaba sus recortes de periódicos, ante los ojos indulgentes de la señora Povondra, que sabía que todos los hombres son un poco locos, o un poco niños. Mejor era que jugase con los recortes de periódicos a que fuese a la taberna a beber o a jugar a las cartas. Hasta hizo sitio en el armario para las cajas que él mismo había hecho para guardar su colección. ¿Se puede pedir más de una mujer y ama de casa?
El mismo señor G.H. Bondy quedaba a veces sorprendido de los conocimientos enciclopédicos del señor Povondra en todo lo referente a las salamandras. El señor Povondra confesó, algo avergonzado, que archivaba todo lo que se publicaba sobre las salamandras, y mostró al señor Bondy sus cajitas. El señor Bondy alabó calurosamente la colección. ¿Qué podría él hacer? Solamente los grandes señores saben ser benévolos, y sólo los poderosos pueden hacer felices a otros sin que les cueste un céntimo. Los grandes señores tienen la suerte de quedar siempre bien. Por ejemplo, el señor Bondy ordenó sencillamente que del Sindicato de las Salamandras mandasen a Povondra los recortes sobre las salamandras que no era necesario archivar. El feliz y emocionado señor Povondra recibía diariamente infinidad de documentos en todas las lenguas del mundo, entre ellos, periódicos impresos en el alfabeto griego, en letras hebreas, chinas, bengalesas, en javanés, birmano, etc., lo que le infundía un gran respeto. «Cuando pienso» decía contemplándolos «que todo esto no hubiera ocurrido de no ser por mí»…
Como hemos dicho, la colección del señor Povondra contenía mucho material único sobre toda la historia de las salamandras. Con eso no queremos decir, sin embargo, que bastase para contentar a un historiador científico. Primero: el señor Povondra, que no había tenido una educación especializada sobre la forma de contribuir a la historia de la ciencia, ni sobre los métodos de archivo, no adjuntaba a sus recortes ninguna nota sobre la fuente de información o la fecha de su publicación, por lo que no se sabe cuándo ni dónde se publicaron la mayoría de los documentos archivados. Segundo: el señor Povondra guardaba con preferencia artículos largos, por considerarlos más importantes, mientras que las noticias cortas y despachos sencillos los tiraba al cesto de los papeles. Como consecuencia de ello, conservamos de aquella época poquísimas noticias y datos. Y tercero: en el asunto intervenía a menudo la mano de la señora Povondra. Cuando las cajas del señor Povondra se llenaban demasiado, sacaba silenciosamente y a escondidas algunos recortes y los quemaba, operación que repetía varias veces al año. Conservaba solamente aquellos que no aumentaban con tanta rapidez, o sea, los recortes impresos en malabar, tibetano o copto. Se podría decir que éstos estaban completos, pero por ciertas fallas de nuestra educación, no nos sirven para nada. El material que tenemos a nuestra disposición sobre la historia de las salamandras es, básicamente, para nosotros, como el Registro de la Propiedad del siglo VIII después de J. C, o como las poesías completas de Safo. Solamente por casualidad se conservaron fragmentos sobre éste o aquel acontecimiento de la historia del mundo que, a pesar de todos los vacíos, tratamos de presentarles a ustedes bajo el título: «Tras las huellas de la civilización».