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Una vez en el barco, las salamandras eran echadas a las cisternas. Nuestro barco era un antiguo buque-cisterna para el transporte de gasolina. Los tanques, poco limpios, apestaban a petróleo, y el agua que habíamos puesto en ellos estaba grasienta y con reflejos de arco-iris. Cuando tiraron en aquella agua a las salamandras, parecía algo espeso y repugnante, lo mismo que una sopa de fideos. En algunos lugares se movía débil y dolorosamente algo, pero durante todo el día no se hizo nada para que las salamandras pudieran recobrarse. Al día siguiente llegaron cuatro hombres con largos palos y empezaron a hurgar en aquella «sopa» (profesional-mente se dice soup,). Removían aquellos cuerpos espesos y observaban si alguno quedaba inmóvil o si se desprendía su carne. Entonces pinchaban al animal con un enorme gancho y lo sacaban, tirándolo al mar. «¿Está limpia la sopa?», «Sí, señor». Esta limpieza de la sopa se repetía diariamente y cada vez se arrojaba al mar la «mercancía averiada» como se la llamaba. Nuestro barco era acompañado por una fiel cabalgata de grandes y bien alimentados tiburones. Las cisternas apestaban terriblemente y, a pesar de ser cambiada a menudo, el agua tenía un color amarillento y el fondo estaba lleno de inmundicias y galletas deshechas; en ella chapoteaban, o yacían torpemente, cuerpos negros que respiraban con dificultad. «Pues aquí no están tan mal», aseguraba el viejo Mike. «Yo he visto un barco que las llevaba en barriles vacíos de gasolina: ¡Se les murieron todas!»

Al cabo de seis días volvimos a recoger nueva mercancía en la isla de Nanomea.

Así pues, este comercio con las salamandras es, en realidad, un comercio ilegal, rigurosamente hablando, piratería moderna que, se puede decir, brotó de la noche a la mañana. Se asegura que casi una cuarta parte de las salamandras vendidas y compradas son capturadas de esta forma. Hay salamandras que no justifican, según el Sindicato, mantener granjas permanentes, y en algunas islas del Pacífico se han multiplicado de tal manera que empiezan a ser verdaderamente molestas. Los indígenas no las quieren, y aseguran que con sus agujeros y pasadizos están barrenando todas las islas. Por ello, tanto los centros coloniales como el Sindicato de las Salamandras cierran los ojos a esas incursiones. Se cree que hay unos cuatrocientos barcos piratas que sólo se dedican al robo de salamandras. Junto a pequeñas empresas, practican esta bucanería moderna sociedades navieras completas, entre las cuales la mayor es la Pacific Trade Comp., con sede en Dublín; su presidente es el honorable señor Charles B. Harri-man. Hace un año las condiciones eran, relativamente, mucho peores. Entonces un bandido chino llamado Teng atacó directamente con tres barcos una granja del Sindicato, y no vaciló en asesinar al personal que trató de oponer resistencia. En el pasado mes de noviembre, Teng, con su pequeña escuadra, fue deshecho por el cañonero norteamericano Minnentonka, cerca de la isla de Midway. Desde esta fecha, la piratería contra las salamandras tiene un aspecto mucho menos feroz y goza de cierto auge, habiéndose fijado ciertas reglas que se respetan discretamente. Por ejemplo: al adentrarse en una costa extranjera deben ser retiradas las banderas de los mástiles; la piratería no será aprovechada para la importación y exportación de otras mercancías. Las salamandras no serán vendidas a precios de dumping y serán marcadas como de segunda calidad. En el comercio ilegal las salamandras se venden de veinte a veinticinco dólares la unidad. Se considera a dichas salamandras, aunque de una clase muy inferior, muy resistentes, debido a que han sobrevivido a las terribles condiciones existentes en los barcos piratas. Se calcula que en estos transportes mueren del 20 al 30% de las salamandras capturadas, pero las que quedan con vida son de una resistencia considerable. En la lengua comercial se las llama Maccarroni y, en los últimos tiempos, se las menciona en las noticias regulares del mercado.

Dos meses más tarde estaba yo jugando una partida de ajedrez con el señor Bellamy, en el hall del Hotel France de Saigón; desde luego, yo ya no estaba como marinero en su barco.

Oiga, Bellamy, le dije, usted es un hombre decente y, ¿cómo se dice?, un gentleman. ¿No siente a veces cierta sensación de que está sirviendo para algo que, en el fondo, es la más miserable forma de esclavitud?

Bellamy se encogió de hombros.

Las salamandras son salamandras gruñó desviando el tema.

Hace doscientos años también se decía que los negros eran sólo negros.

¿Y acaso no es verdad? dijo Bellamy—. ¡Jaque!

Perdí aquella partida. De pronto me pareció que cada jugada que se presentaba en el tablero ya se había hecho alguna vez. Quizá nuestra historia también había sido vivida ya alguna vez, y nosotros movemos las figuras con los mismos movimientos y alcanzando las mismas derrotas que en tiempos pasados. Quizá precisamente un hombre tan decente y silencioso como Bellamy había cazado alguna vez negros en la Costa de Marfil para llevarlos a Haití o Luisiana, dejándolos morir en las bodegas de los barcos. Entonces aquel Bellamy tampoco imaginaba que hacía nada malo. Los Bellamy nunca creen que hacen nada malo. Por eso son incorregibles.

Han perdido las negras dijo Bellamy satisfecho, y se levantó para desperezarse.

* * *

Junto a la buena organización del comercio de salamandras y la amplia propaganda de la prensa, contribuyó también al desarrollo de las salamandras una inmensa ola de idealismo técnico que en aquella época inundó al mundo. G.H. Bondy previo con justicia que el espíritu humano empezaría entonces a trabajar en nuevos continentes y nuevas Atlántidas. Durante toda la época de las salamandras reinó entre los técnicos una viva y fructífera contradicción sobre si se tenían que construir los pesados continentes y fortalezas con playas de hormigón o si debían hacerse de suave arena traída de los mares. Casi diariamente surgían nuevos proyectos gigantescos. Un ingeniero italiano proponía la construcción de una Gran Italia, que ocuparía casi todo el mar Mediterráneo, hasta Trípoli, las Baleares y el Dodecaneso, o la construcción de un nuevo continente al que se llamaría Lemuria, al este de la Somalia italiana, que llegaría a ocupar un día el Océano índico. En realidad se construyó, con el trabajo de todo un batallón de salamandras, una nueva isla frente al puerto de Mogdis, en Somalia, de una extensión de trece acres y medio. Japón proyectó, y en parte hizo, una nueva y gran isla en el lugar que ocupaba el archipiélago de las Marianas, preparando también la unión de las islas Carolinas con las Marshall, llamadas anticipadamente Nuevo Nipón. En cada una de ellas se tenía que construir una especie de volcán artificial, para que recordase a los futuros habitantes el sagrado Fujiyama. También se rumoreaba que ingenieros alemanes construían secretamente una fortaleza de hormigón en el mar de los Sargazos, que debía ser la futura Atlántida, y que amenazaría el África Occidental Francesa pero, según parece, sólo se llegaron a fijar los cimientos. En Holanda se inició la desecación de Zelandia; Francia unió Guadalupe, Grand Terre, Basse Terre y La Désirade, en una sola isla; Estados Unidos empezó a construir en el meridiano 37 la primera isla-aeropuerto (constaba de dos pisos, con inmensos hoteles y estadios deportivos, Lunapark y cine para cinco mil personas). En resumen: parecía que se habían derrumbado las últimas barreras que el mar oponía al florecimiento de la Humanidad. Comenzó una época feliz de extraordinarios planes técnicos; el hombre comprendía que era precisamente ahora cuando se convertía en el Amo del Mundo gracias a las salamandras, que habían entrado en el momento preciso en la historia de la Humanidad; hasta podría decirse «por fatalidad histórica». Probablemente las salamandras no se habrían desarrollado de esa manera si nuestra época técnica no hubiera preparado tantas tareas y un campo tan amplio de trabajo continuo. El porvenir de los obreros del mar parecía asegurado por cientos de años.