La ciencia tuvo parte muy importante en el favorable desarrollo de las salamandras, ya que pronto volcó su atención hacia la investigación de éstas, tanto en el aspecto físico como en el síquico.
Presentamos un informe sobre el Congreso Científico de París, descrito por un testigo ocular.
Abreviando, se le llama Congreso de los Batracios Urodelos, aunque el titulo oficial es un poco más largo: Primer Congreso Internacional de Zoólogos para la Investigación Sicológica de los Anfibios Urodelos. Pero a los verdaderos parisinos no les agradan los títulos largos. Aquellos eruditos profesores que se reúnen en el anfiteatro de la Sorbona son para ellos, sencillamente, los señores urodelos, los señores anfibios urodelos y, basta. O todavía más resumido y menos respetuoso: «Ces Zoos-lá.» Fui pues a la reunión de «Ces Zoos-lá», más bien por curiosidad que por deber de informador. Por curiosidad, compréndanlo bien, no hacia aquellos señores universitarios, en su mayoría viejas autoridades con gafas, sino, precisamente, por aquellos… seres (¿por qué no quiere salir de la pluma la palabra animales?), de los que ya tanto se había dicho en los boletines científicos como en las canciones de bulevar; y que —según algunos— «son una estafa periodística», y, según otros, «más inteligentes que el mismo rey de la creación», como se llama aún hoy (quiero decir, todavía después de la guerra mundial y otras circunstancias históricas) al hombre. Pensaba que los sabios señores participantes en el Congreso para la investigación psíquica de los anfibios urodelos aclararían a los laicos en la materia, con una decisión final, el asunto de esta famosa racionalidad del Andrias Scheuchzeri. Que nos dirían: sí, es un ser comprensivo, tan apto para ser civilizado, por lo menos, como ustedes y yo, y por ello ha de contarse con él para el futuro con especies de razas humanas consideradas en otro tiempo como salvajes y primitivas… Pero el Congreso no adoptó ninguna de estas decisiones… La ciencia de hoy es demasiado… especializada para preocuparse de esos problemas. En fin, aprendamos, por lo menos, lo que científicamente se llama «la vida psíquica de los animales.» Ese señor de barba larga y ondulante que parece un mago, y que ahora precisamente grita en el estrado, es el famoso profesor Dubosque; parece ser que refuta alguna teoría derrotista de uno de sus respetables colegas, pero este punto de su disertación no lo hemos entendido claramente. Al cabo de unos minutos comprendemos que el apasionado mago habla de las reacciones de Andrias al color y de su capacidad para distinguir diferentes colores. No sé si comprendí bien, pero salí con la impresión de que Andrias Scheuchzeri es, hasta cierto punto, acromatópsico, y que el profesor Dubosque tiene que ser muy corto de vista por la forma en que se acercaba las notas a sus gruesas y brillantes gafas. A continuación habló el sonriente erudito japonés doctor Okagawa; dijo algo sobre las curvas de reacción y sobre los fenómenos que se producen al cortarse una especie de conducto sensitivo en el cerebro del Andrias; después describió la reacción del Andrias cuando se le tritura el laberinto del oído. Luego el profesor Rehmann explicó detalladamente cómo reacciona el Andrias a las sacudidas eléctricas. De pronto se produjo una especie de apasionada controversia entre él y el profesor Bruckner. Este profesor Bruckner es un tipo pequeño, rabioso y casi trágicamente vivaz. Entre otras cosas, aseguró que Andrias está tan mal equipado de sentidos como el hombre, y que se distingue por la misma pobreza de instintos. Tomado estrictamente en el aspecto biológico, es un animal tan decadente como el hombre y, lo mismo que éste, trata de suplir su poco valor con lo que se llama intelecto. Parece ser que los demás expertos no tomaron en serio al profesor Bruckner, seguramente porque no habló de ninguna clase de conductos sensitivos y no envió ninguna corriente eléctrica al cerebro de Andrias. Seguidamente tomó la palabra el profesor van Dieten que, despacio, y casi como si ejecutase un oficio divino, explicó las alteraciones que aparecen en Andrias cuando se le quita cierta parte del hueso craneano o del occipital. Después intervino el profesor americano Devrient… Perdonen, en realidad no sé lo que dijo, porque en aquel momento empezó a darme vueltas en la cabeza qué clase de alteraciones aparecerían en el profesor Devrient si le quitasen parte del hueso craneano y parte del occipital, cómo reaccionaría el sonriente Okagawa a las corrientes eléctricas y cómo se comportaría el profesor Rehmann si alguien le triturase el laberinto del oído. También sentí una especie de inseguridad sobre mi capacidad para distinguir los colores o sobre los factores que producen mis reacciones motoras. Me martirizaba la idea de si tenemos derecho a hablar de nuestra vida (quiero decir, la humana) psíquica mientras no nos hayamos abierto unos a otros las membranas que cubren el cerebro y destruido los conductos sensitivos. En realidad, deberíamos lanzarnos unos sobre otros, bisturí en mano, a fin de poder estudiar nuestra vida psíquica. Por lo que a mí se refiere, estaría dispuesto en nombre de la ciencia a romperle las gafas al profesor Dubosque o a aplicar corrientes eléctricas a la calva del profesor van Dieten y, después, publicaría un artículo sobre sus reacciones. A decir verdad, puedo imaginármelas maravillosamente. Me represento con menos viveza lo que ocurriría en el ánimo de Andrias Scheuchzeri durante esos experimentos, pero creo que es un ser muy paciente y bondadoso. Ninguna de las distinguidas autoridades ha hablado de que Andrias se hubiese enfurecido alguna vez.
No me cabe duda de que el Primer Congreso de los Anfibios Urodelos fue un destacado éxito científico. Pero, cuando tenga un día libre, pienso ir al Jardín des Plantes, directamente al estanque en que está Andrias Scheuchzeri, para decirle en voz baja: «Oye, salamandra, cuando llegue tu día… ¡no se te vaya a ocurrir investigar la vida psíquica del hombre!»
Gracias a estas disertaciones científicas la gente dejó de considerar a las salamandras como algo milagroso. A la sobria luz de la ciencia perdieron mucho de su primer nimbo extraordinario y excepcional. Al ser motivo de experimentos psicológicos demostraron cualidades mediocres y poco interesantes. Sus grandes disposiciones naturales, según lo había demostrado la ciencia, eran una fábula. La ciencia descubrió a la Salamandra Normal, que resultaba un ser aburrido y de inteligencia bastante limitada. Solamente los periódicos publicaban, de vez en cuando, alguna noticia sobre una Salamandra maravillosa que sabía hacer mentalmente multiplicaciones por cinco cifras; pero hasta esto dejó de interesar a los lectores, sobre todo cuando se demostró que, con un entrenamiento adecuado, también puede llegar a hacerlo un ser humano. La gente, sencillamente, empezó a considerar a las salamandras como algo tan natural como las máquinas calculadoras u otros aparatos automáticos. Ya no veían en ellas aquello secreto que surgió un día de quién sabe qué profundidades y Dios sabe por qué. Además, la humanidad no considera misterioso lo que le sirve y beneficia, sino lo que le perjudica o amenaza. Y como, según se demostró, las salamandras eran seres altamente provechosos en varios aspectos, fueron simplemente aceptadas como algo perteneciente al curso racional de los acontecimientos.