El pequeño griego Zapatis lo miró con un ojo ciego y el otro bizco.
—Muchachos —tartamudeó—, o nuestro viejo tiene allá una novia, o se ha vuelto completamente loco.
El sueco Jensen frunció el ceño.
—¿A ti qué te importa? ¡Ocúpate de tus malditos asuntos!
Luego, con ayuda del islandés Gudmundson, bajó un bote pequeño y remaron en dirección a la Bahía del Diablo. Llegaron con el bote hasta los pedruscos y esperaron a ver qué iba a pasar. El capitán llegó a la Bahía; parecía que esperaba a alguien. Al cabo de un momento se paró y llamó: «Chiss, chiss, chiss…»
—¡Mira! —dijo Gudmundson señalando al mar, ahora rojo y dorado por la puesta de sol.
Jensen contó dos, tres, cuatro, seis aletas, afiladas como cuchillos, que se dirigían a la Bahía del Diablo.
—¡Caramba! —exclamó Jensen—. ¡Vaya cantidad de tiburones que hay por aquí!
A cada momento desaparecían un par de aletas, sobre el agua se agitaba una cola, formándose luego un remolino. Entonces el capitán van Toch empezaba a saltar furioso en la orilla, maldiciendo y amenazando a los tiburones con el puño. Después llegó el rápido crepúsculo tropical y la luna brilló sobre la isla. Jensen tomó los remos y acercó el bote hasta unos doscientos metros de la orilla. El capitán se había sentado sobre las piedras y hacía: «Chiss, chiss, chiss…»
Algo se movía a su alrededor, pero no se divisaba bien qué era.
—Parecen focas —pensó Jensen—, pero las focas se arrastran de otra manera.
Salían del agua por entre las piedras y se contoneaban como pingüinos. Jensen remó silenciosamente y se aproximó a unos cien metros del capitán. Sí, el capitán decía algo, pero ¡ el diablo podía entenderlo! Parecía malayo o tamules. Extendía las manos como si echase algo a aquellas focas («Pero no son focas» se decía Jensen) y, al mismo tiempo, les hablaba en chino o malayo.
En ese momento se le escapó a Jensen el remo de la mano y fue a parar al agua. El capitán alzó la cabeza, se levantó, dio unos treinta pasos hacia el agua, y de pronto empezó a brillar y estallar algo. El capitán disparaba su browning en dirección al bote. Casi simultáneamente se oyó en el golfo un ligero susurro y, después, un ruido como si miles de focas se zambullesen de pronto en el agua. Pero ya Jensen y Gudmundson habían cogido los remos y, como un rayo, alejaban el bote hasta que quedó escondido tras las rocas más cercanas. Cuando volvieron al barco no dijeron a nadie ni una palabra. Esos nórdicos, desde luego, saben callar cuando es preciso. Por la madrugada llegó el capitán. Su aspecto era malhumorado y cruel, pero no habló. Sólo cuando Jensen le ayudó a subir a bordo, se encontraron dos pares de ojos azules en una mirada fría e inquisitiva.
—Jensen —dijo el capitán.
—Sí, señor.
—Partimos hoy.
—Sí, señor.
—En Surabaya recibirá su libreta.
—Sí, señor.
Y eso fue todo. Ese día el Kandong Bandoeng salió hacia Padang. Desde allí envió el capitán J. van Toch a su sociedad de Amsterdam un paquetito asegurado en mil doscientas libras esterlinas y, al mismo tiempo, una petición cablegráfica de un año de vacaciones. Urgentes razones de salud, etc… Después deambuló por Padang hasta encontrar la persona que buscaba. Era un salvaje de Borneo, un dayak, por el que se interesaban de vez en cuando los viajeros ingleses como cazador de tiburones, solamente por el placer de ver cómo los mataba. Porque el dayak trabajaba todavía a la antigua, armado solamente con un enorme cuchillo. Era, seguramente, caníbal, pero tenía su precio fijo: cinco libras por tiburón, además de las comidas. Aparte de eso causaba una impresión terrible, porque en los brazos, pecho y piernas tenía la piel rasguñada por los tiburones, y las narices y oídos adornados con dientes de tiburón. Le llamaban Shark, o tiburón.
Y con este dayak se estableció el capitán J. van Toch en la isla de Tana Masa.
CAPÍTULO II
Los señores Golombek y Valenta
Era un verano demasiado caluroso para poder escribir algo, uno de esos veranos en los que no ocurre nada, pero absolutamente nada, en los que no se hace política y ni siquiera existe la «cuestión europea». Y, sin embargo, también en esa época los lectores de periódicos, tumbados en la agonía del aburrimiento a la orilla del agua o a la escasa sombra de los árboles, desmoralizados por el calor, la naturaleza, la tranquilidad campestre y, en resumen, por la vida sencilla y sana de las vacaciones, esperan cada día, para desilusionarse después, que los periódicos traigan algo nuevo, refrescante, algún crimen, una guerra o un terremoto. En fin, ¡ALGO! Y si no lo hay, tiran el diario amargados diciendo que «en los periódicos ya no hay nada, pero absolutamente nada que leer, y que no renovarán su suscripción».
Y mientras tanto, en la redacción están sentados cinco o seis individuos abandonados, porque los otros colegas se han ido también de vacaciones y estarán tirando con desprecio los periódicos, quejándose de que en todo el número no hay NADA, pero absolutamente NADA que valga la pena. Y de la linotipia sale el señor tipógrafo diciendo en tono de reproche: «¡Señores, señores, todavía no tenemos el artículo de fondo para mañana!»
—Bueno, pues ponga usted ese artículo sobre la situación económica en Bulgaria —sugiere uno de los abandonados.
El señor tipógrafo suspira ruidosamente.
—¿Pero quién va a leer eso, redactor? Otra vez no habrá en todo el periódico NADA que valga la pena.
Seis caballeros abandonados levantan sus ojos hacia el techo, como si en él pudieran descubrir ALGO que se pueda leer.
—Si de pronto pasara algo… —sugiere uno.
—O si tuviéramos algún reportaje interesante —añade otro.
—¿Sobre qué?
—¡Qué sé yo!
—O… si se inventara alguna nueva vitamina —refunfuña un tercero.
—¿Ahora en verano? —replica el cuarto—. Hombre, las vitaminas son cosas instructivas. Eso pegaría mejor en el otoño, cuando empiezan las clases.
—Dios mío, ¡qué calor! —dice bostezando el quinto—. Deberíamos escribir algo sobre las regiones polares.
—Pero, ¿qué?
—Bueno, algo como aquello del esquimal Welzl. Dedos helados, hielos perpetuos y cosas parecidas.
—Es fácil decirlo —interviene el sexto—, pero ¿de dónde sacarlo?
Un silencio sin esperanzas se extiende por la redacción.
—Yo estuve el domingo en Jevícko —dice dudando el señor tipógrafo.
—¿Y qué?
—Parece ser que está allí de vacaciones un tal capitán van Toch. Dicen que nació en Jevícko.
—¿Qué van Toch?
—Uno gordo. Dicen que es capitán de un barco, ese van Toch. Algunos aseguran que ha sido pescador de perlas.
Golombek miró al señor Valenta.
—¿Y dónde las pescaba?
—En Sumatra y en las Célebes… en fin, por aquellos parajes. Parece ser que vivió allí unos treinta años.
—Hombre, no es mala idea —dice el señor Valenta—. Podría hacerse un reportaje formidable. ¿Vamos, Golombek?
—Bueno, podemos probar —decide el señor Golombek bajando de la mesa en la que está sentado.
—Aquel señor es —dijo el posadero de Jevícko. En el jardín, junto a una mesa, se arrellanaba en su asiento un hombre gordo con una gorra blanca de marinero, bebiendo cerveza y garabateando con su dedo índice en el mantel. Los dos señores se dirigieron a él.
—Redactor Valenta.
—Redactor Golombek.
El señor grueso alzó la vista.
—Whatf ¿Qué?