Lo ocurrido en las islas Cocos o de Keeling fue lo siguiente: llegó allí el barco Montrose, de la conocida compañía Harriman Pacific Trade, bajo el mando del capitán James Lindley, a la consabida caza de salamandras del tipo llamado Maccaroni. En las Islas Cocos era ya conocida, desde tiempos del capitán van Toch, una bahía en la que abundaban las salamandras, pero que había sido abandonada hacía tiempo por estar alejada de las rutas marítimas corrientes. No se puede acusar al capitán Lindley de no haber tomado las precauciones necesarias, ni tampoco de que la tripulación bajase a tierra desarmada. (Entonces la caza ilegal de las salamandras ya se había regularizado). La verdad es que antes los barcos piratas y su tripulación iban armados con ametralladoras y hasta con cañones ligeros, desde luego, no contra las salamandras, sino contra la turbia competencia de otros piratas. En la isla de Karakelong se enfrentó una vez la tripulación del barco de Harriman con los hombres de un barco danés, cuyo capitán consideraba Karakelong como su coto de caza. En aquella ocasión ambas tripulaciones ajustaron cuentas ya viejas, sobre todo con referencia al prestigio y a la incompatibilidad comercial, de tal manera que dejaron la caza de salamandras y empezaron a disparar unos contra otros con pistolas. Es verdad que en tierra ganaron los daneses, que hicieron un ataque a cuchillo, pero el barco de Harriman disparó más tarde sus cañones, con gran éxito, contra el barco danés, hundiéndolo con todo lo que contenía, incluido el capitán Niels. Éste, pues, es el llamado «incidente de Karakelong». Aquella vez intervinieron las autoridades y los gobiernos de los estados respectivos y se prohibió a los barcos piratas que, en lo sucesivo, usaran cañones, ametralladoras y granadas de mano. Además, las sociedades filibusteras se repartieron la así llamada caza libre de salamandras, de manera que cada localidad habitada por ellas era visitada solamente por ciertos barcos piratas. Este acuerdo de caballeros entre los grandes corsarios fue respetado y cumplido lealmente hasta por las pequeñas empresas piratas. Pero, volviendo al capitán Lindley, hay que decir que actuó en la forma corriente en estos negocios, y según las costumbres marineras, cuando mandó a sus hombres a cazar salamandras en las Islas Cocos armados solamente con palos y remos, y las autoridades que investigaron posteriormente este asunto dieron plenas satisfacciones al capitán muerto.
El teniente de a bordo, Eddie Mc Carth, hombre con experiencia en este tipo de caza, mandaba la gente que bajó en aquella noche de luna a las Islas Cocos. Es cierto que la manada de salamandras que encontró en la costa era extraordinariamente numerosa. Según calculó, había unos seiscientos o setecientos machos vigorosos, mientras que el teniente Me Carth llevaba solamente dieciséis hombres. Pero no se le puede acusar por no haber abandonado la caza, aunque sea por el hecho de que los tenientes y la tripulación de los barcos piratas cobraban un tanto por cada pieza cazada. En la investigación posterior del incidente se dijo que «el teniente Me Carth era, desde luego, responsable por el desgraciado incidente», pero que, «en dichas condiciones todos hubieran obrado de la misma manera.» Por el contrario, el desgraciado y joven teniente tuvo suficiente visión para ordenar que, en lugar de cercar a las salamandras, cosa que hubiera sido difícil de lograr por la diferencia de número, se hiciese un ataque frontal que debía aislarlas del mar, hacerlas retroceder hasta el interior de la isla y atontarlas luego a golpes de remo y porrazos. Por desgracia, el ataque frontal de los marinos fue roto, y unas doscientas salamandras se escaparon al agua. Mientras los hombres empezaban a atacar a las salamandras que se habían refugiado en la isla, estallaron a sus espaldas los secos disparos de las pistolas submarinas (shark-guns). Nadie había pensado que salamandras que vivían en la naturaleza en estado salvaje podían estar armadas con pistolas contra los tiburones. Nunca se pudo averiguar quién se las había proporcionado.
El marinero Michael Kelly, que sobrevivió a toda esta catástrofe, cuenta lo siguiente: «Cuando empezaron a sonar los disparos, creímos que nos tiraba la tripulación de algún otro barco, llegado también a aquel lugar en busca de salamandras. El teniente Mc Carth se volvió rápidamente y gritó: «¿Qué están haciendo, brutos? Ésta es la tripulación del Montrose.» En ese momento fue herido en la cadera, pero todavía sacó su revólver y comenzó a disparar. Después recibió una bala en el cuello y cayó. Fue entonces cuando nos dimos cuenta de que estaban disparando las salamandras y que trataban de aislarnos del mar. Long Steve levantó el remo y se lanzó contra ellas, gritando: “¡Montrose!, ¡Montrose!” También nosotros comenzamos a gritar “Montrose” y a golpear a aquellos bichos con los remos como podíamos. Unos cinco de los nuestros quedaron en el suelo y los demás pudieron huir hacia el mar. Long Steve saltó al agua y vadeó hasta el bote, pero se le colgaron unas cuantas salamandras que lo arrastraron hacia el fondo. También ahogaron a Charlie, que nos gritaba: “¡Muchachos, por Cristo, no me abandonen!” Pero no podíamos hacer nada. Aquellas puercas nos disparaban por la espalda. Bodkin se volvió y recibió un balazo en el vientre. Solamente dijo: “¡Pero no!”, y cayó sin vida. Entonces tratamos de volver hacia el interior de la isla. Ya habíamos roto sobre aquellas bestias nuestros palos y remos, y sólo podíamos correr como liebres para escapar de ellas. De los dieciséis hombres sólo quedábamos en pie cuatro. Teníamos miedo de alejarnos demasiado de la orilla y no poder luego llegar hasta el barco. Nos escondimos detrás de unos arbustos y unas piedras y tuvimos que contemplar cómo eran exterminados nuestros compañeros por las salamandras, que los ahogaban en el agua como a gatitos, y cuando alguno de ellos todavía nadaba, le daban con una porra en la cabeza. Yo me di cuenta de que tenía dislocado un tobillo y que no podía seguir caminando.»
Parece ser que, mientras tanto, el capitán James Lindley, que se había quedado en el Montrose, oyó los disparos. Quizás pensó que se habían encontrado sus hombres con los indígenas o con otro grupo de traficantes de salamandras, el caso es que llamó al cocinero y a dos maquinistas que se habían quedado en el barco, hizo cargar en el bote que quedaba el fusil automático que llevaba en secreto el barco, a pesar de la prohibición, y navegó en ayuda de sus hombres. Tuvo la precaución de no desembarcar en la orilla; sólo se acercó en el bote, en que estaba preparada la ametralladora, y se puso de pie, con los brazos cruzados. Dejemos que el marinero Kelly nos siga refiriendo la historia:
«No queríamos avisar al capitán para que no nos encontrasen las salamandras. El señor Lindley estaba de pie en el bote, con los brazos cruzados y gritaba: “¿Pero qué pasa aquí?” Entonces las salamandras se dirigieron a él. En la orilla había unas doscientas, y del agua surgían continuamente otras, que se acercaban al bote rodeándolo. “¿Qué pasa aquí?”, dijo el capitán, y entonces una salamandra enorme se acercó más y le ordenó: “¡Vuelva al barco!” El capitán la miró extrañado, estuvo un momento silencioso y luego le preguntó: “¿Usted es una salamandra?” “Sí, somos salamandras”, le contestó ésta. “¡Vuelva al barco, señor!” “Quiero saber qué han hecho de mi gente”, le respondió el capitán. “No debían habernos atacado”, respondió la salamandra. “¡Vuelva a su barco, señor!”
»El capitán volvió a guardar silencio unos momentos, y después, completamente tranquilo ordenó:
“Bueno Jenkins, está bien, ¡dispare!”
»El maquinista Jenkins empezó a disparar con su ametralladora contra las salamandras. (En las investigaciones ulteriores sobre todo este caso, declararon las autoridades marítimas, al pie de la letra: “En este sentido, el capitán James Lindley se portó como corresponde a un marino británico”.)