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»Había cientos de salamandras (continúa el testigo Kelly) y caían al fondo como trigo segado. Algunas dispararon todavía sus pistolas contra el señor Lindley, pero éste continuó con los brazos cruzados y ni siquiera se movió. En aquel momento surgió del agua, detrás mismo del bote, una salamandra negra que tenía en la mano algo así como una lata de conservas. Quitó algo con la otra mano y lo tiró al agua, debajo mismito del bote. Antes de que pudiese contar hasta cinco, surgió de aquel lugar una columna de agua y se oyó una amortiguada pero fuerte explosión, que hizo temblar hasta la tierra bajo nuestros pies».

(Según el relato de Kelly, la comisión investigadora juzgó que se trataba del explosivo W3, que se entregaba a las salamandras que trabajaban en las fortificaciones de Singapur para volar las rocas existentes bajo el agua. Pero siguió siendo un misterio cómo llegaron estos explosivos a manos de las salamandras de las Islas Cocos. Según decían unos, debían haber sido llevados allí por hombres; según otros, las salamandras debían tener, ya entonces, algunas comunicaciones de larga distancia entre sí. La opinión pública pidió entonces que se prohibiese confiar a las salamandras explosivos tan peligrosos. Sin embargo, las autoridades respectivas declararon que, por el momento, no era posible reemplazar el W3, altamente explosivo y relativamente seguro, por ningún otro. Y no hubo quien los sacase de ahí.)

»E1 bote voló por los aires hecho pedazos (continúa la declaración de Kelly.) Las salamandras que todavía habían quedado vivas se acercaron al lugar del suceso. No podíamos ver bien si el señor Lindley estaba o no vivo, pero mis tres compañeros —Donovan, Burke y Kennedy— saltaron y fueron en su ayuda para que no cayese en poder de aquellas bestias. Yo también habría ido, pero el tobillo dislocado me dolía terriblemente, y trataba de volver a colocarlo en su sitio. Así pues, no sé lo que ocurrió en aquel momento, pero cuando alcé la vista de nuevo, Kennedy estaba tirado de bruces en la arena, y de Donovan y Burke no quedaba ni rastro. Bajo el agua, continuaban las explosiones.»

El marino Kelly huyó después hacia el interior de la isla y encontró un pueblo indígena, pero la gente se portó de manera extraña y no quiso proporcionarle albergue. Quizá tenían miedo a las salamandras. Solamente después de siete semanas, un barco de pesca encontró al Montrose, destrozado y abandonado, anclado junto a las Islas Cocos. Ellos fueron también los que salvaron a Kelly.

Algunas semanas más tarde navegó hacia las Islas Cocos el cañonero de S.M. Británica, Fireball y, después de anclar, esperó la llegada de la noche. Era de nuevo una blanca noche de luna llena. Las salamandras salieron del agua, se sentaron en la arena formando círculo y empezaron sus solemnes danzas. Entonces disparó el barco la primera bomba en medio del círculo. Las salamandras que no resultaron deshechas se quedaron tiesas un momento y después se sumergieron rápidamente en el agua. En aquel momento resonaron los terribles disparos de seis cañones, y sólo algunas de las salamandras chapotearon todavía en el agua. Después se oyó la segunda, la tercera salva…

Entonces el buque de S.M. Británica, Fireball, se alejó a media milla y empezó a disparar bajo el agua, navegando lentamente a lo largo de la costa. Este bombardeo marítimo duró seis horas y en su transcurso se dispararon unos ochocientos cañonazos. Después, el barco Fireball abandonó el lugar. Todavía dos días más tarde la superficie del mar, cerca de las Islas Cocos, estaba cubierta con los cuerpos destrozados de miles y miles de salamandras.

La misma noche de este acontecimiento, el barco de guerra holandés Van Dijck disparó tres cañonazos contra una multitud de salamandras en el islote de Goenong Api; el crucero japonés Kakadote lanzó tres granadas a la isla de Ailinglab; el cañonero francés Becbamel interrumpió la danza de las salamandras de la isla Rawaiwai. Fue una advertencia a las salamandras, y no en vano. No volvió a repetirse un caso parecido a la matanza de Keeling y el comercio legal e ilegal con las salamandras continuó sin interrupción y floreciente.

CAPÍTULO II

Choque en Normandía

El choque ocurrido un poco más tarde en Normandía tuvo un carácter completamente diferente. Allí, las salamandras que trabajaban en las costas de Cherburgo y que vivían en los litorales de los alrededores, sentían gran predilección por las manzanas. Pero como sus contratistas no querían añadirlas a la dieta acostumbrada, alegando que aumentaban considerablemente el presupuesto establecido, organizaban ellas solas expediciones a los huertos de fruta cercanos y las robaban. Los campesinos fueron a quejarse a la prefectura, y las salamandras recibieron orden de no salir de la llamada «zona de las salamandras», cosa que no les hizo la menor impresión. La fruta siguió desapareciendo de los huertos, y, con ella, hasta los huevos de los corrales, y cada vez más a menudo aparecían los perros guardianes muertos a palos. Entonces los campesinos se decidieron a vigilar sus huertos ellos mismos, armados de viejas escopetas, y dispararon contra las salamandras ladronas. El asunto hubiera quedado como un incidente local, pero los campesinos estaban amargados, más que nada porque les habían aumentado los impuestos y se había elevado el precio de las municiones, así que todo unido hizo nacer en ellos un odio mortal hacia las salamandras y organizaron contra ellas expediciones punitivas en grupos armados. Cuando la multitud atacó y disparó sobre las salamandras en sus lugares de trabajo, fueron a quejarse al prefecto los empresarios de las construcciones acuáticas, y la referida autoridad ordenó que se les confiscasen a los campesinos sus oxidadas armas. Los campesinos, desde luego, trataron de oponerse, llegando a desagradables conflictos con los gendarmes. Los testarudos normandos empezaron a disparar, no solamente contra las salamandras, sino también contra los gendarmes. Entonces llegaron refuerzos y se registró el pueblo casa por casa.

Precisamente por la misma época ocurrió, al margen de éste, otro incidente desagradable. En los alrededores de Coutance unos muchachos del pueblo atacaron a una salamandra que, de manera sospechosa, se había metido en un gallinero. Los chiquillos la rodearon, haciéndole apoyarse en la pared, y empezaron a apedrearla con ladrillos. La salamandra herida abrió la mano y tiró al suelo algo parecido a un huevo. Se oyó una explosión y la salamandra quedó hecha pedazos, lo mismo que los tres muchachos, Pierre Cajus, de once años, Marcel Bernard, de dieciséis, y Louis Kermadec, de quince. Además fueron heridos, de mayor o menor gravedad, otros cinco. La noticia se extendió rápidamente por toda la región. Unas seiscientas personas llegaron en autobuses de todas partes y atacaron a la colonia de salamandras en la Bahía de Coutance, armados de escopetas, horcas y hoces. Veinte salamandras fueron asesinadas antes de que pudiera intervenir la policía y rechazar irritada a la multitud. Los zapadores de Cherburgo llegaron a toda prisa y construyeron una valla protectora alrededor de la Bahía de Coutance, con alambre de púas. Pero al llegar la noche, salieron las salamandras, destrozaron con granadas de mano las alambradas y se dispusieron a atacar al pueblo. Camiones militares trajeron inmediatamente compañías de infantería con ametralladoras, y un cordón de soldados se esforzó por separar a las salamandras de la gente. Mientras tanto, los campesinos atacaron las oficinas de recaudación de impuestos y colgaron a uno de los inspectores de un farol, con el siguiente letrero: «¡Fuera las salamandras!» La prensa, principalmente los periódicos alemanes, hablaron con grandes titulares de una revolución en Normandía. El Gobierno de París, sin embargo, desmintió enérgicamente la noticia.