—Sí, la tienda de granos van Toch, en la plaza, ¿verdad? No ha cambiado usted mucho, señor van Toch. ¡Siempre el mismo viejo! Y, ¿qué?, ¿cómo le va la tienda?
—Gracias —contestó el capitán atentamente—. Papá hace tiempo que se fue… ¿cómo se dice?
—¿Murió? ¡Caramba, caramba! ¡Si es verdad! Usted debe de ser el hijo. —Los ojos del señor Bondy se animaron con los recuerdos—. ¡Hombre de Dios! ¿No es usted aquel van Toch con el que me pegaba yo en Jevícko cuando éramos pequeños?
—Yes, yes, ése soy yo —confirmó el capitán seriamente—. Por ese motivo me mandaron mis padres a Moravská Ostrava.
—Peleábamos muy a menudo, pero usted era más fuerte que yo —reconocía sinceramente el señor Bondy.
—Sí, sí. Usted entonces era un judiíto flacucho, y aguantaba mucha leña en el trasero… ¡Muchísima!
—Es verdad, mucha leña —recordó G.H. Bondy conmovido.
—Bueno, siéntese, paisano. Es usted muy amable al haberse acordado de mí. Y, ¿de dónde sale, capitán?
El capitán van Toch se sentó dignamente en el sillón de cuero y colocó su gorra en el suelo.
—Estoy aquí de vacaciones, señor Bondy. Sí, así es. Eso mismito.
—¿Recuerda usted —dijo enfrascándose en los recuerdos el señor Bondy— cómo gritaba persiguiéndome: «Judío, judío, te llevará el demonio»?…
—Yes —dijo el capitán, y trompeteó conmovido en su pañuelo azul—. ¡Ay, sí, qué tiempos más hermosos aquéllos, muchacho! ¡Qué se le va a hacer! El tiempo vuela. Ahora los dos somos capitanes y ambos de bastante edad.
—Es verdad, usted es capitán—, recordó el señor Bondy ¡Quién lo hubiera dicho! Captain of long distances… ¿se dice así?
—Yes, sir. A bighseaer. East India and Pacific Lines, sir.
—¡Hermosa profesión! —suspiró el señor Bondy—. Me cambiaría ahora mismo con usted, capitán. Tiene que contarme muchas cosas.
—Eso es lo que quiero —se animó el capitán—. Yo quisiera contarle algo, señor Bondy. Una cosa muy interesante, joven-cito.
El capitán J. van Toch miró intranquilo a su alrededor.
—¿Busca usted algo, capitán?
—Yes, ¿tú no bebes cerveza, señor Bondy? A mí me ha entrado una sed en mi viaje desde Surabaya…
El capitán empezó a buscar en los inmensos bolsillos de su pantalón y sacó un pañuelo azul, un saquito de tela con algo dentro, una bolsa de tabaco, una navaja, un compás y un fajo de billetes de banco.
—Quisiera enviar a alguien a por cerveza. Quizá ese stewart que me trajo a esta cabina…
El señor Bondy tocó el timbre.
—¡Déjelo, capitán! Encienda, mientras tanto, uno de estos cigarros.
El capitán tomó un puro con anillo negro y dorado y lo olfateó.
—Esto es tabaco de Lombok. Allí son grandes ladrones, a decir verdad.
Y luego, ante los ojos horrorizados del señor Bondy, aplastó el costoso puro en su potente palma y metió la picadura en su pipa.
—Sí, Lombok o Surabaya.
Mientras tanto, apareció en la puerta el señor Povondra.
—Traiga cerveza —ordenó el señor Bondy.
El señor Povondra alzó las cejas.
—¿Cerveza?… y… ¿cuánta?
—Un galón —gruñó el capitán, aplastando la cerilla encendida contra la alfombra—. En Aden hacía un calor terrible, muchacho. Yo tengo una novedad que contarte, señor Bondy. De las islas de la Sonda, ¿sabes? Allí se podría hacer un negocio formidable. A big business. Pero para eso, tendría que contarte toda… ¿cómo se dice?, the story, ¿no?
—La historia.
—Yes. Es una magnífica historia, señor. Espere —el capitán clavó en el techo sus azules ojos color nomeolvides—. No sé por dónde empezar.
«Otro negocio» —pensó G.H. Bondy. «¡Señor, qué aburrimiento! Me va a decir que podría exportar máquinas de coser a Tasmania, o calderas de vapor e imperdibles a las Fidji. ¡Formidable negocio! ya sé… Para eso ha venido. ¡Al demonio! Yo no soy ningún tendero. Tengo fantasía, soy un poeta a mi manera. ¡Cuénteme, marinero, de las Sindibads o de Surabaya, o de las islas Fénix. ¿No te llevó a su nido un grifo? ¿No vuelves con un cargamento de perlas, canela y bezoar? ¡Venga hombre, empieza a mentir!»
—Bien, creo que empezaré por lo de aquellos animales — dijo el capitán.
—¿Por qué animales? —preguntó extrañado el financiero Bondy.
—Bueno, con esos… ¿cómo se dice? … lizards.
—¿Lagartos?
—Yes, ¡caramba!, lagartos. Allí hay unos lagartos, señor Bondy…
—¿Dónde?
—En una de aquellas islitas. El nombre no se lo puedo decir, muchacho. Es un gran secreto, que vale muchos millones. —El capitán van Toch se secó la frente con su pañuelo—. Oye, ¿dónde está esa cerveza?
—En seguida la traen, capitán.
—Yes. Está bien. Para que usted lo sepa, señor Bondy, son animales muy simpáticos y muy buenos, esos lagartos. Yo los conozco muy bien, muchacho —el capitán dio un puñetazo en la mesa—: y eso de que son diablos, es una gran mentira. A damned lie, sir. Más fácil es que usted o yo seamos diablos, ¡yo, el capitán van Toch, señor! Puede usted creerme.
G.H. Bondy empezó a inquietarse. «Delirium» se dijo. «¿Dónde estará ese maldito Povondra?»
—Allí hay unos cuantos miles de lagartos, pero los devoran esos… ¡caramba! ¿cómo se dice? Sharks.
—¿Tiburones?
—Yes, tiburones. Por eso son tan escasos esos lagartos, señor Bondy, y solamente existen en un lugar de la costa que no le puedo decir.
—Entonces, ¿esos lagartos viven en el mar?
—Yes, en el mar. Solamente cuando anochece salen a la orilla, pero a las pocas horas tienen que volver de nuevo al agua.
—¿Y qué aspecto tienen? —el señor Bondy se esforzaba por ganar tiempo hasta que volviese el maldito Povondra.
—Bueno… por el tamaño serían como focas, pero cuando caminan sobre las patas de atrás, entonces son así de altos —señalaba el capitán—. No se puede decir que sean bonitos, ¡eso no! No están cubiertos por esas laminillas…
—¿Escamas?
—Yes, escamas. Están completamente pelados, señor, como las ranas y las salamandras, y sus patas delanteras son como las manitas de los niños, pero con cuatro dedos. ¡Son tan infelices! —añadió compasivo el capitán—, pero muy listos y muy simpáticos, señor Bondy. —El capitán se puso en cuclillas y en esa posición empezó a balancear su enorme cuerpo de un lado para el otro—. Así andan aquellos lagartos, señor Bondy.
El capitán van Toch se esforzaba por dar cierto ritmo ondulante a sus movimientos y, al mismo tiempo, levantaba las manos como un perrito pedigüeño, clavando en el señor Bondy sus ojos color nomeolvides, que parecían implorar simpatía.
G.H. Bondy estaba fuertemente impresionado y, podría decirse, «humanamente avergonzado». Y para colmo de sus males, apareció en la puerta el silencioso señor Povondra con la jarra de cerveza, y levantó sorprendido sus expresivas cejas al ver la posición poco digna del capitán.
—¡Deje aquí la cerveza y váyase! —exclamó apresuradamente el señor Bondy.
El capitán se levantó resollando.
—Así son esos animalitos, señor Bondy. ¡A su salud! — dijo, y bebió con ganas—. Tienes buena cerveza, muchacho, eso hay que reconocerlo. Una casa como la que tienes tú… —el capitán se secó los bigotes.