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—¿Y cómo encontró usted esos lagartos, capitán?

—Eso es, precisamente lo que quiero contarle, señor Bondy. Pues ocurrió lo siguiente: Un día fui a pescar perlas a Tana Masa —el capitán se detuvo de pronto—, bueno, por allí. Era en otra isla, pero su nombre es mi secreto, jovencito. La gente es ladrona, muy ladrona, señor Bondy, y uno tiene que saber cerrar el pico. Y cuando aquellos dos malditos cingaleses arrancaban bajo el agua las sbells ésas de las perlas…

—¿Madreperlas?

Yes. Esas madreperlas están pegadas a las rocas, tan firmes como los judíos a su fe, y hay que arrancarlas con cuchillos. Pues bien, aquellos lagartos se pusieron a mirar lo que hacían los cingaleses, y esos malditos creyeron que eran diablos marinos. ¡Son gente poco culta, esos cingaleses y batacos! Se empeñaban en que en aquella bahía sólo había diablos. —El capitán trompeteó en su inmenso pañuelo—. ¿Sabes, muchacho? Yo empecé a darle vueltas y más vueltas al asunto ese de los diablos. Yo no sé si sólo nosotros los checos somos una nación tan curiosa, pero en cualquier lugar en que me he encontrado con un compatriota, siempre tenía que meter las narices en todas partes y enterarse de qué había detrás de cada cosa. Me parece que eso se debe a que los checos somos muy desconfiados, ¿no crees? Entonces se me metió en esta vieja y tonta cabeza que tenía que ver a esos diablos de cerca. Desde luego, estaba borracho, es verdad, pero todo era por culpa de esos diablos, que no me podía quitar de la imaginación. Es que allá abajo, en el Ecuador, todo es posible, hombre, así que me decidí a ir una noche a la Bahía del Diablo…

El señor Bondy trató de imaginarse una bahía tropical, rodeada de rocas y selvas vírgenes.

—¿Y bien?

—Me senté allí e hice: Chiss, chiss…, para ver si se acercaban aquellos diablos. Y, ¡oye!, de pronto vi salir del agua a uno de aquellos lagartos, que se alzó sobre sus patas posteriores y empezó a retorcer su cuerpo mientras me hacía también: Chiss, chiss, chiss… Si no hubiera estado borracho, quizá le hubiese disparado, pero, ¡compañero!, yo estaba tan borracho como una cuba, así que me acerqué a él y le dije: «Ven, ven aquí Tapa-boy, que no te haré nada malo».

—¿Y le hablaba usted en checo?

—No, en malayo. Allí lo que más se habla es malayo, muchacho. Y él no hacía más que balancearse de uno al otro pie, y se retorcía como un niñito avergonzado. Alrededor nuestro había cientos de lagartos, que sacaban del agua sus hociquitos y me miraban. Y yo, ¡le juro que estaba completamente borracho!, me puse en cuclillas y empecé a retorcerme lo mismo que el lagarto, para que me tomase confianza. Luego salió del agua otro lagarto, del tamaño de un chico de diez años, que comenzó también a moverse así: Tin tan, tin tan… Y en sus patitas delanteras tenía una de esas conchas en las que se crían perlas. —El capitán volvió a beber—. ¡A su salud, señor Bondy! La verdad, yo estaba más borracho que una cuba, así que me acerqué y le dije: ¿Qué?, sinvergüenza, ¿quieres que te abra esa madreperla? Pues acércate y te la abriré con mi cuchillo. Pero el lagarto me miraba y no se atrevía. Así que empecé de nuevo a retorcerme yo, como si fuera una niñita tímida, y él fue acercándose más y más, hasta que alargué la mano y le cogí la concha de entre sus patas. Miedo teníamos los dos, te lo puedes imaginar, señor Bondy, pero como yo estaba borracho, no me daba cuenta de lo que hacía. Así que cogí el cuchillo y le abrí el molusco, buscando con los dedos por si escondía alguna perla, ¡pero solamente estaba el bicho ese que vive dentro! «Toma», le dije, «chiss, chiss, chiss, trágatelo si quieres.» Y le eché la concha abierta. ¡Si hubieras visto, muchacho, cómo se relamía! Para esos lagartos, las ostras deben ser un formidable tit-bit…, ¿cómo se dice?

—Una golosina.

Yes, golosina. Sólo que, los pobrecitos, tienen las manos demasiado finas para poder abrir esas conchas. ¡Qué vida tan dura, yes\ —El capitán bebió—. Después, meditando sobre todo ello, me dije: Cuando esos lagartos vieron a los cingaleses arrancar las madreperlas, seguramente se dijeron: «¡Aja! ellos se las comen, y quisieron ver cómo las abrían los muchachos. Un cingalés es bastante parecido a un lagarto, pero estos lagartos son mucho más listos que cualquier cingalés o bataco. Y el bataco nunca aprende más que a robar» —añadió el capitán van Toch indignado.

—Pues bien, cuando yo les hacía chiss, chiss en la playa y me retorcía como un lagarto, seguramente pensaron que era una salamandra grandota. Por eso no se asustaron demasiado y vinieron a que les abriese aquella madreperla. ¡Así son de inteligentes y confiados esos animales!

El capitán van Toch se ruborizó y siguió contando:

—Cuando ya los conocía un poco mejor, señor Bondy, me desnudé un día completamente para parecerme más a ellos, para estar completamente libre de ropas. Pero los lagartos se extrañaban al ver mi pecho tan peludo y todas esas cosas… Yes. —El capitán se pasó el pañuelo por su bronceada nuca—. No sé si no le parecerá mi historia demasiado larga, señor Bondy.

G.H. Bondy le escuchaba maravillado:

—No, no, capitán. Siga, siga usted contando, por favor.

—Bueno, si no le canso… Cuando aquel lagarto relamía la ostra, los otros, que lo estaban mirando, salieron a la playa. Algunos tenían también ostras en sus patas delanteras. Es bastante extraño, muchacho, que supieran arrancarlas, con aquellas manitas como las de los niños, de los cliffs. Se pararon un momento, como si tuvieran vergüenza, y después se dejaron quitar las ostras de las patas. Bueno, no eran solamente madreperlas, lo que me entregaban para que se las abriese, sino toda clase de indecentes conchas. Entonces yo las tiraba al agua y les decía: eso no, pequeños, con mi cuchillo no les voy a abrir esas tonterías sin valor. Pero cuando era una madreperla, la abría y tanteaba para ver si había alguna perla escondida. Luego, les daba el molusco para que se lo comieran. A todo esto, ya había algunos cientos de lagartos a mi alrededor, mirando cómo abría yo las ostras. Y algunos trataban de imitarme, metiendo un pedacito de concha de las que había tiradas por la arena, y haciendo los mismos movimientos que hacía yo con mi cuchillo. Eso me extrañó mucho, muchacho, porque no hay ningún animal que sepa cómo manejar las herramientas. Dígase lo que se diga, el animal no es más que parte de la naturaleza. Cierto que en Buitenzorg vi una vez a un mono que abría con una navaja una de esas latas… de conserva, creo que se llaman. Pero un mono no es un animal cualquiera, señor mío, y aun así, me pareció muy raro.

El capitán bebió otra vez.

—Sólo aquella noche encontré en las madreperlas que me dieron a abrir ¡dieciocho perlas! Las había pequeñitas y más grandes, y tres de ellas eran como huesos de fruta, señor. ¡Así de grandes! —el capitán van Toch movió ceremonioso la cabeza—. Cuando a la mañana siguiente volví a mi barco, me dije: «Capitán van Toch, ¡lo habrás soñado todo! Estabas borracho, sir.» ¡Pero era inútil! En este bolsillo tenía las dieciocho perlas. Yes.

—Ésta es la mejor historia —suspiró el señor Bondy— que he oído en toda mi vida.

—¿Lo ves, muchacho? —exclamó el capitán van Toch complacido—. Durante el día calculé bien todo el asunto. Pensé: «Voy a… domesticar, ¿no?, a esos lagartos, y ellos me traerán shells con perlas. En esa Bahía del Diablo las debe de haber a montones.» Así pues, volví a ir al día siguiente, pero no tan tarde. Cuando empezaba a ponerse el sol, los lagartos sacaron sus cabezotas del agua, por aquí y por allá, hasta que se llenó la playa de ellos. Yo me senté en la playa y hacía: Chiss, chiss, chiss… De pronto miro, y veo que se acerca un tiburón. Solamente salían del agua sus aletas. Luego se oyó, ¡plas!, y desapareció un lagarto. Conté unos doce tiburones que a la caída del sol se dirigían hacia la Bahía del Diablo. Señor Bondy, en una sola tarde esas fieras se tragaron veinte de mis lagartos —rezongó el capitán, sonándose con rabia—. Yes, más de veinte. Es cosa natural, un lagarto con esas patas no puede defenderse. Uno lloraría al ver un caso así. ¡Si hubieras estado allí, muchacho!