«León, León». Es otro «párvulo», haciéndole señas de que lo siga. El León de Natuba lo ve perderse por la puerta semiabierta de una de las viviendas, en tanto que los otros se alejan en direcciones contrarias, jalando su botín, y sólo entonces le obedece su cuerpecillo petrificado por el pánico y puede arrastrarse hasta allí. Unas manos enérgicas lo reciben en el umbral. Se siente alzado, pasado a otras manos, bajado, y oye a una mujer: «Pásenle la cantimplora». Se la ponen en las manos sangrantes, y se la lleva a la boca. Bebe un largo trago, cerrando los ojos, agradecido, conmovido por esa sensación de milagro que es el líquido humedeciendo esas entrañas que parecen brasas. Mientras responde a las seis o siete personas armadas que están en el pozo abierto en el interior de la vivienda —caras tiznadas, sudorosas, algunas vendadas, irreconocibles — y les cuenta, jadeando, lo que ha podido ver en la explanada de las Iglesias y mientras venía hacia aquí, se da cuenta que el pozo es un túnel. Entre sus piernas se materializa un «párvulo», diciendo: «Más perros con fuego, Salustiano». Quienes lo estaban escuchando se agitan, lo hacen a un lado, y en ese momento se da cuenta que dos de ellos son mujeres. También tienen fusiles, también apuntan con un ojo cerrado hacia la calle. A través de las estacas, como una imagen recurrente, el León de Natuba ve perfilarse otra vez siluetas de soldados con antorchas encendidas que arrojan a las casas. «¡Fuego!», grita un yagunzo y la habitación se llena de humo. El León oye la explosión, oye otras explosiones próximas. Cuando se despeja un poco de humo, dos «párvulos» saltan del pozo y reptan a la calle en busca de las municiones y cantimploras. —Los dejamos acercarse y los fusilamos, así no escapan —dice uno de los yagunzos, mientras limpia su fusil.
—Prendieron tu casa, Salustiano —dice una mujer. —Y la de Joáo Abade —añade éste.
Son las del frente; se han inflamado juntas y, bajo el crujido de las llamas, se percibe agitación, voces, gritos que llegan hasta ellos con gruesas bocanadas de humo que apenas dejan respirar.
—Quieren achicharrarnos, León —dice tranquilamente otro de los yagungos del pozo—. Todos los masones entran con antorchas.
El humo es tan denso que el León de Natuba comienza a toser, a la vez que esa mente activa, creativa, funcionante, recuerda algo que el Consejero dijo alguna vez, que él escribió y que debe de estar también carbonizándose en los cuadernos del Santuario: «Habrá tres fuegos. Los tres primeros los apagaré y el cuarto se lo ofreceré al Buen Jesús». Dice fuerte, ahogándose: «¿Es éste el cuarto fuego, es éste el último fuego?». Alguien pregunta, con timidez: «¿Y el Consejero, León?». Lo está esperando, desde que entró a la vivienda sabía que alguno se atrevería a preguntárselo. Ve, entre las lenguas humosas, siete, ocho caras graves y esperanzadas. —Subió —tose el León de Natuba—. Se lo llevaron los ángeles.
Otro acceso le cierra los ojos y lo dobla en dos. En la desesperación que es la falta de aire, sentir que los pulmones se anchan, sufren, sin recibir lo que ansían, piensa que ahora sí es el final, que sin duda no subirá al cielo pues ni siquiera en este instante consigue creer en el cielo, y oye entre sueños que los yagunzos tosen, discuten y al final deciden que no pueden seguir aquí pues el fuego va a extenderse hasta esta casa. «León, nos vamos», oye, «Agáchate, León», y él, que no puede abrir los ojos, estira las manos y siente que lo cogen, tiran de él y lo arrastran. ¿Cuánto dura ese desplazamiento a ciegas, ahogándose, golpeándose contra paredes, palos, gentes que le obstruyen el
paso y lo tienen rebotando, a un lado, a otro lado, hacia adelante, por el estrecho, curvo pasadizo de tierra en el que, de tanto en tanto, lo ayudan a encaramarse por un pozo excavado en el interior de una vivienda para luego volver a sepultarlo en la tierra y a arrastrarlo? Quizá minutos, quizá horas, pero a lo largo de todo el trayecto su inteligencia no deja un segundo de pasar revista a mil cosas, de resucitar mil imágenes, concentrada en sí misma, ordenando a su cuerpecillo que resista, que dure por lo menos hasta la salida del túnel y asombrándose de que su cuerpo le obedezca y no se deshaga en pedazos como le parece que va a ocurrir a cada instante.
De pronto, la mano que lo llevaba lo suelta y él se desploma, blandamente. Su cabeza va a estallar, su corazón va a estallar, la sangre de sus venas va a estallar y a diseminar por los aires su figurilla magullada. Pero nada de eso ocurre y poco a poco se va calmando, serenando, sintiendo que un aire menos viciado le devuelve gradualmente la vida. Oye voces, tiros, un intenso trajín. Se frota los ojos, se limpia los tiznes de los párpados, y advierte que está en una vivienda, no en el pozo sino en la superficie, rodeado de yagunzos, de mujeres con criaturas en las faldas, sentadas en el suelo, y reconoce al que prepara los castillos y fuegos artificiales: Antonio el Fogueteiro.
—Antonio, Antonio, ¿qué pasa en Canudos? —dice el León de Natuba. Pero no sale ruido de su boca. Aquí no hay llamas, sólo una polvareda que lo iguala todo. Los yagunzos no se hablan entre ellos, baquetean sus fusiles, cargan sus escopetas, y se alternan para espiar afuera. ¿Por qué no puede hablar, por qué no le sale la voz? Sobre los codos y las rodillas va hasta el Fogueteiro y se prende de sus piernas. Éste se acuclilla a su lado mientras ceba su arma.
—Aquí los hemos parado —le explica, con voz pastosa, no alterada en absoluto—. Pero se han metido por la Madre Iglesia, por el cementerio y Santa Inés. Están por todas partes. Joáo Abade quiere levantar una barrera en Niño Jesús y otra en San Eloy, para que no nos caigan por la espalda.
El León de Natuba imagina sin dificultad este último círculo en que ha quedado convertido Belo Monte, entre las callecitas quebradas de San Pedro Mártir, de San Eloy y del Niño Jesús; ni la décima parte de lo que era.
—¿Quiere decir que tomaron ya el Templo del Buen Jesús? —dice y esta vez le sale la voz.
—Lo tumbaron mientras dormías —responde el Fogueteiro, con la misma calma, como si hablara del tiempo—. Cayó la torre y se bajó el techo. El ruido debió oírse en Trabubú, en Bendengó. Pero a ti ni te despertó, León.
—¿Es verdad que el Consejero subió al cielo? —lo interrumpe una mujer, que habla sin mover la boca ni los ojos.
El León de Natuba no le responde: está oyendo, viendo desplomarse la montaña de piedras, los hombres con brazaletes y trapos azules cayendo como una lluvia sólida sobre el enjambre de heridos, enfermos, viejos, parturientas, recién nacidos, está viendo a las beatas del Coro Sagrado trituradas, a María Quadrado convertida en un montón de carne y huesos deshechos.
—La Madre de los Hombres te busca por todas partes, León —dice alguien, como contestando a su pensamiento.
Es un «párvulo» esquelético, una ristra de huesecitos y una piel estirada, que viste un calzón en hilachas y está entrando. Los yagunzos lo descargan de las cantimploras y bolsas de municiones que trae a cuestas. El León de Natuba lo coge de un bracito: —¿María Quadrado? ¿Tú la has visto?
—Está en San Eloy, en la barrera —afirma el «párvulo»—. Pregunta a todos por ti. —Llévame donde ella —dice el León de Natuba y hay angustia y súplica en su voz. —El Beatito se fue donde los perros con una bandera —le dice el «párvulo» al Fogueteiro, acordándose.
—Llévame donde María Quadrado, te ruego —chilla el León de Natuba, prendido de él, saltando. El chiquillo mira al Fogueteiro, indeciso.
—Llévalo —dice éste—. Dile a Joáo Abade que aquí está tranquilo ahora. Y vuelve rápido, que te necesito. —Ha ido repartiendo cantimploras a la gente y le alcanza al León la que guarda para él —: Toma un trago antes de irte.