El León de Natuba bebe y murmura: «Alabado sea el Buen Jesús Consejero». Sale de la
cabaña detrás del chiquillo. En el exterior, percibe incendios por doquier y hombres y mujeres que tratan de apagarlos con baldazos de tierra. San Pedro Mártir tiene menos escombros y en las casas hay racimos de gentes. Algunas lo llaman y le hacen gestos y varias veces le preguntan si vio a los ángeles, si estaba allí cuando el Consejero subió. No les responde, no se detiene. Le cuesta gran trabajo avanzar, todo el cuerpo le duele, apenas puede apoyar las manos en el suelo. Grita al «párvulo» que no vaya tan de prisa, que no puede seguirlo, y en una de esas el chiquillo —sin dar un grito, sin decir palabra — se echa por tierra. El León de Natuba se arrastra hacia él, pero no llega a tocarlo pues donde estaban sus ojos hay ahora sangre y asoma por allí algo blanco, tal vez un hueso, tal vez una sustancia. Sin averiguar de dónde ha venido el disparo, echa a trotar con nuevos bríos, pensando «Madre María Quadrado, quiero verte, quiero morir contigo». A medida que avanza, más humo y llamas le salen al encuentro y de pronto sabe que no podrá pasar: San Pedro Mártir se interrumpe en una pared crepitante de llamas que cierra la calle. Se detiene acezando, sintiendo el calor del incendio en la cara. «León, León.»
Se vuelve. Ve la sombra de una mujer, un fantasma de huesos salidos, pellejo arrugado, cuya mirada es tan triste como su voz. «Échalo tú al fuego, León», le pide. «Yo no puedo, pero tú sí. Que no se lo coman, como me van a comer a mí.» El León de Natuba sigue la mirada de la agonizante y, casi a su lado, sobre un cadáver enrojecido por el resplandor, ve el festín: son muchas ratas, tal vez decenas y se pasen por la cara y el vientre del que ya no es posible saber si fue hombre o mujer, joven o viejo. «Salen de todas partes por los incendios, o porque el Diablo ya ganó la guerra», dice la mujer, contando las letras de sus palabras. «Que no se lo coman a él que todavía es ángel. Échalo al fuego, Leoncito. Por el Buen Jesús.» El León de Natuba observa el festín: se han comido la cara, se afanan en el vientre, en los muslos.
—Sí, Madre —dice, acercándose en sus cuatro patas. Empinándose en las extremidades traseras, coge al pequeño bulto envuelto que tiene la mujer sobre las faldas y lo aprieta contra su pecho. Y alzado sobre las patas de atrás, curvo, ansioso, jadea —: Yo lo llevo, yo lo acompaño. Ese fuego me espera hace veinte años, Madre.
La mujer lo oye, mientras va hacia las llamas, salmodiar con las fuerzas que le quedan una oración que nunca ha oído, en la que se repite varias veces el nombre de una santa que tampoco conoce: Almudia.
—¿Una tregua? —dijo Antonio Vilanova.
—Es lo que quiere decir —repuso el Fogueteiro—. Un trapo blanco en un palo quiere decir eso. No lo vi cuando partió, pero muchos lo vieron. Lo vi cuando regresó. Todavía llevaba el trapo blanco.
—¿Y por qué hizo eso el Beatito? —preguntó Honorio Vilanova.
—Se compadeció de los inocentes al verlos morir quemados —contestó el Fogueteiro—. Los niños, los viejos, las embarazadas. Fue a decirles a los ateos que los dejaran irse de Belo Monte. No consultó a Joáo Abade, ni a Pedráo ni a Joáo Grande, que estaba en San Eloy y en San Pedro Mártir. Hizo su bandera y se fue caminando por la Madre Iglesia. Los ateos lo dejaron pasar. Creíamos que lo habían matado y que lo iban a devolver como a Pajeú: sin ojos, lengua ni orejas. Pero volvió, con su trapo blanco. Ya habíamos cerrado San Eloy y Niño Jesús y la Madre Iglesia. Y apagado muchos incendios. Volvió a las dos o tres horas y en esas horas los ateos no atacaron. Eso es una tregua. Lo explicó el Padre Joaquim.
El Enano se acurrucó contra Jurema. Temblaba de frío. Estaban en una cueva, donde antaño pernoctaban los pastores de chivos, no lejos de lo que, antes que la devoraran las llamas, había sido la diminuta alquería de Cacabú, en un desvío de la trocha entre Mirandela y Quijingue. Llevaban allí escondidos doce días. Hacían rápidas excursiones al exterior para traer yerbas, raíces, cualquier cosa que masticar y agua de una aguada cercana. Como toda la región estaba infestada de tropas que, en secciones pequeñas o en grandes batallones, regresaban hacia Queimadas, habían decidido permanecer allí escondidos un tiempo. En las noches bajaba mucho la temperatura, y como los Vilanova
no permitían que se encendiera una fogata por temor a que la luz atrajera a alguna patrulla, el Enano se moría de frío. De los tres, era el más friolento, porque era el más pequeño y el que había enflaquecido más. El miope y Jurema lo hacían dormir entre ellos, abrigándolo con sus cuerpos. Pero aun así, el Enano veía con temor la llegada de la noche pues, a pesar del calor de sus amigos, le castañeteaban los dientes y sentía los huesos helados. Estaba sentado entre ellos, escuchando al Fogueteiro, y, a cada momento, sus manitas regordetas indicaban a Jurema y al miope que se apretaran contra él.
—¿Qué pasó con el Padre Joaquim? —oyó preguntar al miope—. ¿A él también…? —No lo quemaron ni lo degollaron —repuso en el acto, con dejo tranquilizador, como feliz de poder dar al fin una buena noticia, Antonio el Fogueteiro—. Murió de bala, en la barrera de San Eloy. Estaba cerca mío. También ayudó a dar muertes piadosas. Serafino el carpintero comentó que a lo mejor el Padre no veía con buenos ojos esa muerte. No era un yagunzo sino un sacerdote ¿no es verdad? Tal vez el Padre no vería bien que un hombre de sotana muriera con un fusil en la mano.
—El Consejero le habrá explicado por qué tenía un fusil en la mano —dijo una de las Sardelinhas—. Y el Padre lo habrá perdonado. —Seguramente —dijo Antonio el Fogueteiro—. El sabe lo que hace. Pese a que no había una fogata y a que la boca de la cueva la habían disimulado con matorrales y cactos enteros arrancados de las cercanías, la claridad de la noche —el Enano imaginaba la luna amarilla y miríadas de estrellas lucientes observando con asombro el sertón — se filtraba hasta donde estaban y podía ver el perfil de Antonio el Fogueteiro, su nariz chata, su frente y mentón cortados a cuchillo. Era un yagunzo que el Enano recordaba muy bien, porque lo había visto, allá en Canudos, preparar esos fuegos artificiales que las noches de procesión encendían el cielo de rutilantes arabescos. Recordaba sus manos quemadas por la pólvora, las cicatrices de sus brazos y cómo, al comienzo de la guerra, se había dedicado a preparar esos cartuchos de dinamita que los yagunzos arrojaban a los soldados por sobre las barreras. El Enano había sido el primero en verlo asomar a la cueva esa tarde, había gritado que era el Fogueteiro, para que los Vilanova, que tenían las pistolas listas, no dispararan.
—¿Y para qué volvió el Beatito? —preguntó Antonio Vilanova, después de un momento. Era él quien casi exclusivamente hacía las preguntas, él quien había estado interrogando a Antonio el Fogueteiro toda la tarde y la noche, después que lo reconocieron y lo abrazaron—. ¿Se había iluminado? —Seguramente —dijo Antonio el Fogueteiro.
El Enano trató de imaginar la escena, la figurilla menuda, pálida, los ojos ardientes del Beatito, retornando al pequeño reducto, con su bandera blanca, entre los muertos, los escombros, los heridos, los combatientes, entre las casas quemadas y las ratas que, según el Fogueteiro, habían aparecido de pronto por todas partes, para precipitarse vorazmente sobre los cadáveres. —Han aceptado —dijo el Beatito—. Pueden rendirse.
—Que saliéramos en fila de a uno, sin ninguna arma, con las manos en la cabeza — explicó el Fogueteiro, con el tono que se emplea para contar la más descabellada fantasía o el desatino de un borracho—. Que nos considerarían prisioneros y que no nos matarían. El Enano lo oyó suspirar. Oyó suspirar a uno de los Vilanova y le pareció que una de las Sardelinhas lloraba. Era curioso, las mujeres de los Vilanova, a quienes el Enano confundía con tanta facilidad, nunca lloraban al mismo tiempo: lo hacían una antes, otra después. Pero sólo lo habían hecho desde que Antonio el Fogueteiro comenzó esta tarde a responder a las preguntas de Antonio Vilanova; durante la fuga de Belo Monte y todo el tiempo que llevaban escondidos allí, no las había visto llorar. Temblaba de tal modo que Jurema le pasó el brazo por los hombros y le sobó el cuerpo con fuerza. ¿Temblaba por el frío de Cacabú, porque el hambre lo había enfermado, o era lo que contaba el Fogueteiro lo que le causaba este temblor?