—Beatito, Beatito, ¿te das cuenta lo que dices? —gimió Joáo Grande—. ¿Te das cuenta lo que pides? ¿Quieres de veras que botemos las armas, que vayamos con las manos en la cabeza a rendirnos a los masones? ¿Eso quieres, Beatito?
—Tú no —dijo la voz que parecía siempre rezando—. Los inocentes. Los párvulos, las
que van a parir, los ancianos. Que tengan la vida salva, no puedes decidir por ellos. Si no los dejas salvarse, es como si los mataras. Vas a cargar con esa culpa, vas a echar sangre inocente sobre tu cabeza, Joáo Grande. Es un crimen contra el cielo permitir que los inocentes mueran. Ellos no pueden defenderse, Joáo Grande.
—Dijo que el Consejero hablaba por su boca —añadió Antonio el Fogueteiro—. Que lo había inspirado, que le mandó salvarlos. —¿Y Joáo Abade? —preguntó Antonio Vilanova.
—No estaba allí —explicó el Fogueteiro—. El Beatito volvió a Belo Monte por la barrera de la Madre Iglesia. Él estaba en San Eloy. Le avisaron, pero se demoró en venir. Estaba reforzando esa barrera, que era la más débil. Cuando vino, habían empezado a irse detrás del Beatito. Mujeres, niños, viejos, enfermos arrastrándose. —¿Y nadie los contuvo? —preguntó Antonio Vilanova.
—Nadie se atrevió —dijo el Fogueteiro—. Era el Beatito, era el Beatito. No alguien como tú o como yo, sino alguien que había acompañado al Consejero desde el principio. Era el Beatito. ¿Tú le hubieras dicho que se había iluminado, que no sabía lo que hacía? Ni Joáo Grande se atrevió, ni yo ni nadie.
—Pero Joáo Abade sí se atrevió —murmuró Antonio Vilanova. —Seguramente —dijo Antonio el Fogueteiro—. Joáo Abade sí se atrevió. El Enano sentía los huesos helados y su frente ardiendo. Reprodujo la escena con facilidad: la figura elevada, flexible, firme, el ex–cangaceiro apareciendo allí, la faca y el machete a la cintura, el fusil en el hombro, las sartas de balas en el pecho, no cansado sino más allá del cansancio. Ahí estaba, viendo la incomprensible fila de embarazadas, niños, viejos, inválidos, esos resucitados que iban con las manos en la cabeza hacia los soldados. No lo imaginaba: lo veía, con la nitidez y el color de uno de los espectáculos del Circo del Gitano, los de la buena época, cuando era un circo numeroso y próspero. Estaba viendo a Joáo Abade: su estupefacción, su confusión, su cólera. — ¡Alto! ¡Alto! —gritó, desorbitado, mirando a derecha y a izquierda, haciendo gestos a los que se rendían, tratando de atajarlos—. ¿Se han vuelto locos? ¡Alto! ¡Alto! —Le explicamos —dijo el Fogueteiro—. Se lo explicó Joáo Grande, que estaba llorando y se sentía responsable. Llegaron también Pedráo, el Padre Joaquim, otros. Bastaron dos palabras para que se diera cuenta del todo.
—No es que los vayan a matar —dijo Joáo Abade, alzando la voz, cargando su fusil, tratando de apuntar a los que ya habían cruzado y se alejaban—. A todos nos van a matar. Los van a humillar, los van a ofender como a Pajeú. No se puede permitir, precisamente porque son inocentes. ¡No se puede permitir que les corten los pescuezos! ¡No se puede permitir que los deshonren!
—Ya estaba disparando —dijo Antonio el Fogueteiro—. Ya estábamos disparando todos. Pedráo, Joáo Grande, el Padre Joaquim, yo. —El Enano notó que su voz, hasta entonces firme, dudaba —: ¿Hicimos mal? ¿Hice mal, Antonio Vilanova? ¿Hizo mal Joáo Abade en hacernos disparar?
—Hizo bien —dijo en el acto Antonio Vilanova—. Eran muertes piadosas. Los hubieran matado a faca, hecho lo que a Pajeú. Yo hubiera disparado, también. —No sé —dijo el Fogueteiro—. Me atormenta. ¿El Consejero lo aprueba? Voy a vivir haciéndome esa pregunta, tratando de saber si después de haber acompañado diez años al Consejero, me condenaré por una equivocación de último momento. A veces… Se calló y el Enano se dio cuenta que, ahora, las Sardelinhas lloraban a la vez; una con sollozos fuertes y desvergonzados, la otra de manera apagada, hipando. —¿A veces…? —dijo Antonio Vilanova.
—A veces pienso que el Padre, el Buen Jesús o la Señora hicieron el milagro de salvarme de entre los muertos para que me redima de esos tiros —dijo Antonio el Fogueteiro—. No sé. No sé nada, otra vez. En Belo Monte todo me parecía claro, el día era día y la noche noche. Hasta ese momento, hasta que empezamos a disparar contra los inocentes y el Beatito. Todo se volvió difícil, otra vez.
Suspiró y permaneció callado, escuchando, como el Enano y los otros, el llanto de las Sardelinhas por esos inocentes a los que los yagunzos habían dado muerte piadosa. —Porque tal vez, el Padre quería que subieran al cielo con martirio —añadió el Fogueteiro.
«Estoy sudando», pensó el Enano. ¿O estaba sangrando? Pensó: «Me estoy muriendo». Corrían gotas por su frente, se deslizaban por sus cejas y pestañas, le cerraban los ojos. Pero, aunque sudaba, el frío estaba allí, helándole las entrañas. Jurema, a ratos, le limpiaba la cara.
—¿Y qué pasó entonces? —oyó que decía el periodista miope—. Después de que Joáo Abade, de que usted y los demás…
Se calló y las Sardelinhas, que habían suspendido el llanto, sorprendidas por la intromisión, lo reanudaron.
—No hubo después —dijo Antonio el Fogueteiro—. Los ateos creyeron que estábamos tirándoles a ellos. Rabiaron al ver que les quitábamos esas presas que ya creían suyas. —Se calló y su voz vibró—. «Traidores», gritaban. Que habíamos roto la tregua y que lo íbamos a pagar. Se nos echaron por todos lados. Miles de ateos. Fue una suerte. —¿Una suerte? —dijo Antonio Vilanova.
El Enano había entendido. Una suerte tener otra vez que disparar contra ese torrente de uniformes que avanzaban con fusiles y antorchas, una suerte no tener que seguir matando inocentes para salvarlos de la deshonra. Lo entendía, y, en medio de la fiebre y el frío, lo veía. Veía cómo los yagunzos exhaustos, que habían estado dando muertes piadosas, se frotaban las manos ampolladas y requemadas, dichosos de tener otra vez al frente a un enemigo claro, definido, flagrante, inconfundible. Podía ver esa furia que avanzaba matando lo que no había sido aún matado, quemando lo que faltaba por quemar.
—Pero estoy segura que él ni siquiera en ese momento lloró —dijo una de las Sardelinhas, y el Enano no supo si era la mujer de Honorio o de Antonio—. Los imagino a Joáo Grande, al Padre Joaquim, llorando por tener que hacer eso con los inocentes. ¿Pero él? ¿Acaso lloró?
—Seguramente —susurró Antonio el Fogueteiro—. Aunque yo no lo vi. —Nadie vio llorar nunca a Joáo Abade —dijo la misma Sardelinha. —Nunca lo quisiste —murmuró, con decepción, Antonio Vilanova y el Enano supo entonces cuál de las hermanas hablaba: Antonia.
—Nunca —admitió ésta, sin ocultar su rencor—. Y menos después de ahora. Ahora que sé que acabó, no como Joáo Abade sino como Joáo Satán. El que mataba por matar, robaba por robar y se complacía en hacer sufrir a la gente.
Hubo un silencio espeso y el Enano sintió que el miope se había asustado. Esperó, tenso. —No quiero oírte decir eso nunca más —murmuró, despacio, Antonio Vilanova—. Eres mi mujer desde hace años, desde siempre. Hemos pasado todas las cosas juntos. Pero si te oigo repetir eso, todo se acabaría. Tú te acabarías también. Temblando, sudando, contando los segundos, el Enano esperó. —Juro por el Buen Jesús que no lo repetiré nunca más —balbuceó Antonia Sardelinha. —Yo vi llorar a Joáo Abade —dijo entonces el Enano. Le entrechocaban los dientes y las palabras le salían a espasmos, masticadas. Hablaba con la cara aplastada contra el pecho de Jurema—. ¿No se acuerdan, no se los dije? Cuando oyó la Terrible y Ejemplar Historia de Roberto el Diablo.