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Cuando llegó el momento de partir en la Esperanza, nadie se mostró muy feliz por abandonar ese planeta (aunque algunas de las mujeres más codiciadas declararon que no les vendría mal un descanso). Puerta Estelar era nuestro último puerto seguro y cómodo antes de tomar las armas contra los taurinos. Y tal como Williamson nos lo había señalado el primer día, nadie podía adivinar cómo sería la guerra.

Por otra parte, a nadie le entusiasmaba mucho la idea del salto colapsar. Nos habían asegurado que ni siquiera nos daríamos cuenta, que permaneceríamos en caída libre durante el trayecto. Yo no estaba muy convencido. Como todo estudiante de física, había asistido a los cursos de relatividad general y teorías sobre la gravitación. Por entonces teníamos muy pocos datos directos, pues Puerta Estelar había sido descubierta cuando yo cursaba aún los estudios primarios, pero el modelo matemático parecía muy claro.

El colapsar llamado Puerta Estelar era una esfera perfecta de unos tres kilómetros de radio, suspendida por siempre en un estado de colapso gravitacional; esto significa que su superficie caía hacia el centro aproximadamente a la velocidad de la luz. La relatividad la mantenía en su sitio, o al menos daba la impresión de que estaba allí. Así se torna ilusoria toda realidad cuando uno estudia relatividad general, o budismo, o cuando es reclutado.

De cualquier modo, habría un punto teórico en el espacio-tiempo en el que un extremo de nuestra nave estaría sobre la superficie del colapsar y el otro a un kilómetro de distancia, según nuestro marco de referencia. En cualquier universo cuerdo eso provocaría una marea de fuerzas que destrozarían la nave, con lo cual nosotros nos convertiríamos en otro millón de kilos de materia degenerada diseminados por la superficie teórica, lanzados de cabeza, hacia la nada por el resto de la eternidad, o cayendo hacia el centro en la trillonésima parte del segundo siguiente. Que cada uno elija su marco de referencia.

Mas estaban en lo cierto. Nos alejamos de Puerta Estelar I, efectuamos unas pocas correcciones al curso y después caímos por espacio de una hora. A continuación sonó una campana y todos nos hundimos en nuestros colchones bajo dos gravedades de desaceleración. Era territorio enemigo.

11

Llevábamos casi nueve días desacelerando a dos gravedades cuando comenzó la batalla. Mientras yacíamos en nuestras literas, angustiados, percibimos sólo dos golpes secos muy suaves al dispararse los misiles. Unas ocho horas después el altavoz anunció:

—Atención, tripulantes. Les habla el capitán.

Quinsana, el piloto, era sólo teniente, pero estaba autorizado a darse el título de capitán dentro de la nave, donde su rango era superior al de todos, incluido el capitán Stott.

—Esos murmuradores que están en la bodega también pueden escuchar. Acabamos de alcanzar al enemigo con dos misiles de cincuenta bevatones y hemos destrozado, simultáneamente, la nave enemiga y otro objeto lanzado aproximadamente tres microsegundos antes. El enemigo trataba de alcanzarnos desde hacía 179 horas, tiempo a bordo. En el momento del contacto avanzaba a una velocidad algo superior a la mitad de la luz con respecto a Aleph y estaba a treinta UA de la Esperanza. Su avance relativo era de 47 c; por lo tanto habríamos coincidido en el espacio-tiempo.

¡Habríamos chocado!

—… en poco más de nueve horas. Lanzamos los misiles a 0719, hora de a bordo, y destruimos al enemigo a 1540, detonando ambas bombas de taquiones a mil klims de los blancos enemigos.

Los dos misiles pertenecían a un tipo cuyo sistema de propulsión era en sí una bomba de taquiones apenas controlada. Aceleraban a un promedio constante de 100 G y viajaban a velocidades relativas en el momento en que la masa cercana de la nave enemiga las hizo estallar.

—No creemos que se produzcan nuevas interferencias del enemigo. Nuestra velocidad con respecto a Aleph será de cero dentro de cinco horas; entonces comenzaremos el viaje de regreso. Éste requerirá veintisiete días.

Hubo lamentos generales y juramentos a discreción. Todos lo sabíamos ya, por supuesto, pero nadie tenía interés en que se lo recordaran.

Así, después de pasar otro mes entre calistenia logística e instrucción militar, a 2 G constantes, pudimos ver por primera vez el planeta que íbamos a atacar. Éramos invasores del espacio exterior, claro que sí.

Era una blanca luna creciente que nos esperaba a dos UA de Épsilon. El capitán había delimitado la ubicación de la base enemiga desde una distancia de 50 U A, tras lo cual bajamos en una curva amplia, manteniendo el cuerpo del planeta entre ellos y nosotros. Eso no significaba que cayéramos sigilosamente sobre ellos (por el contrario: lanzaron tres ataques demasiado prematuros), pero nos ponía en una posición defensiva más segura. Desde ese momento sólo la nave y su tripulación estarían razonablemente a salvo.

Puesto que el planeta rotaba con bastante lentitud (una vuelta cada diez días y medio) la órbita fija de la nave debía situarse a 150.000 klims de altura. Con 10.000 kilómetros de roca y 140.000 de espacio entre ellos y el enemigo, los de la nave podían sentirse bastante seguros, pero eso representaba un segundo de demora en las comunicaciones entre la computadora de batalla de a bordo y quienes estaríamos en la superficie.

Uno podía morir cien veces mientras la pulsación de neutrino subía y bajaba.

Nuestras vagas órdenes indicaban que debíamos atacar la base y apoderarnos de ella con el mínimo daño posible al equipo enemigo. Debíamos tomar al menos un prisionero vivo, pero no permitir, bajo ninguna circunstancia, que nos apresaran con vida. La decisión, de cualquier modo, no dependía de nosotros: una pulsación determinada a la computadora de batalla y ese fragmento de plutonio de la planta energética se fisionaría con una eficacia de 99,99 %; el soldado afectado no sería entonces más que un plasma muy caliente en rápida expansión.

Nos amarraron en el interior de seis naves exploradoras (un pelotón de doce en cada una) y nos alejarnos de la Esperanza a ocho gravedades. Cada nave debía seguir su propio sendero hacia el punto de cita, a 108 klims de la base. Al mismo tiempo se lanzaron catorce naves teledirigidas para confundir al sistema detector aéreo del enemigo.

El descenso fue casi perfecto, aunque una de las naves sufrió daños menores al desprenderse parte del material ablativo lateral en una maniobra casi fallida; de cualquier modo quedó en condiciones de cumplir con la misión y regresar, siempre que no aumentara mucho la velocidad mientras estuviera en la atmósfera.

Avanzamos en zigzag hasta reunimos con la primera nave en el lugar indicado. La única dificultad consistía en que ese lugar estaba bajo cuatro kilómetros de agua. Casi era posible oír los chirridos del motor que, a 140.000 kilómetros de distancia, agregaba a sus engranajes mentales la nueva información. Procedimos exactamente como si se tratara de un descenso en suelo firme: cohetes de frenado, caída, desplazamiento, golpe en el agua, desplazamiento, golpe y desplazamiento, nuevo golpe y finalmente inmersión.