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El segundo pelotón, el de Potter, llevaba la delantera; a ella le estaban reservadas todas las sorpresas, pues por lógica sería su grupo el que detectaría en primer término cualquier eventualidad.

—Sargento, aquí Potter—oímos todos—. Hay movimiento delante de nosotros.

—¡Cuerpo a tierra, entonces!

—Así estamos. No creo que nos hayan visto.

—Primer pelotón, avanzar hasta la derecha de la delantera. Cuerpo a tierra. El cuarto, avanzar hacia la izquierda. Avisar cuando lleguen a las posiciones indicadas. Sexto pelotón, mantenerse atrás y cuidar la retaguardia. Quinto y tercero, cerrarse con el grupo de comando.

Veinticuatro personas surgieron con un susurro de entre la hierba para unirse a nosotros. Cortez pareció recibir noticias del cuarto pelotón, pues dijo:

—Bien. ¿Y ustedes, los del primero?… Bien, de acuerdo. ¿Cuántos hay allí?

—Ocho a la vista —respondió la voz de Potter.

—Bueno. Cuando yo lo ordene, abran fuego. Disparen a matar.

—Sargento…, son sólo animales.

—Potter, si usted sabía cómo eran los taurinos debió decírnoslo. Disparen a matar.

—Pero tendríamos que…

—Tendríamos que capturar un prisionero, pero no hay por qué escoltarle a lo largo de cuarenta klims hasta su base y además vigilarle mientras combatimos. ¿Está claro?

—Sí, sargento.

—De acuerdo. Los del siete, todos los genios y los bichos raros, nos adelantaremos para observar. Quinto y tercero, acompáñennos y cúbrannos.

Nos arrastramos por entre la hierba, que allí alcanzaba un metro de altura, hasta donde estaba el segundo pelotón, extendido en una línea de fuego.

—No veo nada —dijo Cortez.

—Allá adelante, hacia la izquierda. Verde os curo.

Eran apenas más oscuros que la hierba, pero una vez que se distinguía el primero era fácil verlo a todos; se movían lentamente, a unos treinta me tros delante de nosotros.

—¡Fuego!

Cortez disparó el primero. En seguida, doce líneas de color carmesí saltaron hacia delante y la gente que cavó un agujero grande como un puño en medio de aquel cuerpo. Murió, como los otros, sin un solo gemido.

Eran más bajos que un ser humano, pero más corpulentos en la zona media. Estaban cubiertos por un pelaje de color verde oscuro, casi negro, que se enroscaba en rizos blancos allí donde habían recibido el impacto del láser. Parecían tener tres patas y un solo brazo. El único adorno de aquellas cabezas lanudas era una boca húmeda, un negro orificio lleno de dientes negros y planos. Resultaban enteramente repulsivos, pero lo peor no era la diferencia con respecto a los seres humanos, sino cierta semejanza: dondequiera que el láser había socavado el cuerpo brotaban glóbulos venosos y serpentinas orgánicas; los coágulos de sangre eran rojos y oscuros.

—Rogers, venga a echar un vistazo. ¿Son taurinos o no?

Rogers se arrodilló ante una de aquellas criaturas despedazadas y abrió una caja plástica aplanada, llena de relucientes instrumentos de disección. Entre ellos escogió un escalpelo.

—Hay una forma de averiguarlo.

Doc Wilson la miró cortar metódicamente la membrana que cubría diversos órganos.

—Aquí está.

Tenía entre los dedos una masa negra y fibrosa que, por comparación ante tanta armadura, parecía absurdamente delicada.

—¿Y?.

—Es hierba, sargento. Si los taurinos pueden comer esta hierba y respirar este aire, se diría que han hallado un planeta notablemente similar al suyo propio.

Y agregó, arrojando a un lado los residuos:

—Son animales, sargento; sólo jodidos animales.

—No estoy seguro —dijo Doc Wilson—. Que caminen a cuatro patas, o a tres, y que coman hierba, no significa que…

—Bien, veamos el cerebro.

Buscó un ejemplar que hubiera recibido el impacto en el cerebro y raspó la materia carbonizada de la herida.

—Vean esto.

Era casi todo hueso macizo. Eligió otro ejemplar y quitó el pelo que le cubría la cabeza. Después se levantó.

—¿Qué diablos usa como sentidos? No tiene ojos, ni orejas, ni… No hay nada en esa maldita cabeza, aparte de una boca y de diez centímetros de cráneo que no protegen una mierda.

—Si pudiera encogerme de hombros, lo haría —dijo el doctor—. Eso no prueba nada. No es obligatorio que el cerebro parezca una nuez blanda; tampoco tiene por qué estar siempre en la cabeza. Tal vez ese cráneo no sea hueso, sino el cerebro, en alguna red cristalizada…

—Sí, pero el jodido estómago está en el lugar correspondiente, y si ésos no son intestinos me como el…

—Oigan —dijo Cortez—, ya sé que son intestinos, pero lo que necesitamos saber es si este bicho es peligroso o no para seguir adelante. No disponemos de…

—No son peligrosos —empezó Rogers—. No tienen…

—¡Un médico! ¡Doc!

En la línea de fuego alguien estaba agitando los brazos. Doc se lanzó hacia allí, con todos nosotros tras él.

—¿Qué pasa? —preguntó al llegar, mientras abría el maletín.

—Es Ho. Está desmayada.

Doc abrió rápidamente la portezuela de los biomonitores médicos de Ho. No le hizo falta investigar mucho.

—Ha muerto —dijo.

—¿Que ha muerto? —preguntó sorprendido Cortez—. ¿Qué diablos…?

—Un momento.

Doc enchufó un cable en el monitor y operó algunos indicadores de su maletín.

—Todos los datos biomédicos quedan grabados durante doce horas. Los estoy revisando hacia atrás para… ¡Ahí está!

— ¿Qué?

—Hace cuatro minutos y medio… Debió ser cuando abrieron fuego… ¡Jesús!

—¿Qué pasa?

—Hemorragia cerebral generalizada. Y no hubo…

Mientras hablaba estaba observando los indicadores.

—… No hubo la menor indicación, ningún síntoma fuera de lo común; el pulso y la presión sanguínea eran algo elevados, pero normales dadas las circunstancias… Nada parecía indicar…

Se inclinó para abrir el traje. Las delicadas facciones orientales estaban contorsionadas en una mueca horrible, mostrando las encías. Un fluido viscoso le corría por entre los párpados cerrados; aún goteaba la sangre de las orejas. Doc Wilson volvió a cerrar el traje.

—Nunca vi nada parecido. Es como si le hubiera estallado una bomba en el cráneo.

—¡Oh, mierda! —dijo Rogers—. Tenía percepción Rhine, ¿verdad?

—Es cierto —murmuró Cortez, pensativo—. Bien, escuchen todos. Jefes de pelotón, cada uno verifique si hay alguien desaparecido o lastimado. ¿Hay alguna otra víctima en el siete?

—Yo… me duele horriblemente la cabeza, sargento —dijo Suerte.

Otros cuantos sufrían fuertes dolores de cabeza. Uno de ellos afirmó que tenía una ligera percepción Rhine; los otros no lo sabían.

—Cortez, creo que es obvio lo que ha pasado —dijo Doc Wilson—. Tendríamos que evitar el encuentro con estos… monstruos, sobre todo hay que tratar de no hacerles daño, considerando que tenemos cinco personas sensibles a lo mismo que al parecer mató a Ho.

—Por supuesto, maldición, no hace falta que nadie me lo diga. Será mejor que sigamos la marcha. Ya informé al capitán de lo ocurrido; está de acuerdo en que nos alejemos lo más posible de aquí antes de detenernos para pasar la noche. Retrocedamos en formación y sigamos con el rumbo que traíamos. Pelotón quinto, a tomar la delantera; segundo, a la retaguardia. Todos los demás irán en los puestos que ocupaban antes.