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—¿Qué hacemos con Ho? —preguntó Suerte.

—Los de la nave se encargarán de ella.

Cuando ya nos habíamos alejado unos quinientos metros se produjeron un relámpago y un violento trueno. En el sitio donde habíamos dejado a Ho se elevó una vaporosa nube en forma de hongo, que centelleó contra el cielo antes de desaparecer.

13

Nos detuvimos a pasar «la noche» (aunque en realidad el sol no se pondría aún en otras setenta horas) en la cima de una pequeña elevación, a unos diez klims del lugar en que habíamos matado a los seres extraños…, aunque debía recordar que allí no eran ellos los extraños, sino nosotros.

Dos pelotones formaron un círculo en torno a los demás y nos dejamos caer al suelo, exhaustos. Cada uno debía dormir cuatro horas y hacer guardia otras dos. Potter se sentó a mi lado. Yo marqué su frecuencia con la barbilla.

—Hola, Marygay.

—Oh, William—dijo por la radio su voz, áspera y llena de estática—. ¡Dios mío, es horrible!

—Ya ha pasado.

—Yo maté a uno de ellos en el primer segundo. Le di justamente en el… en el…

Le apoyé una mano en la rodilla, pero el contacto provocó un chasquido de plástico que me obligó a retirarla, imaginando una cópula de máquinas abrazadas.

—No te sientas aislada, Marygay; si alguien es culpable lo somos todos por igual…, aunque el más culpable es Cor…

—A ver, reclutas, basta de cháchara; traten de dormir. Ustedes dos montarán guardia dentro de dos horas.

—De acuerdo, sargento.

Su voz sonaba tan triste que me resultó insoportable. Si al menos hubiera podido tocarla le habría hecho descargar toda su tristeza como un cable a tierra, pero ambos estábamos atrapados en individuales mundos de plástico.

—Buenas noches, William.

—Buenas.

Era casi imposible experimentar alguna excitación sexual en el interior de un traje, con ese tubo de salida y todos los sensores de cloruro de plata incrustados en el cuerpo; de cualquier modo, tal era mi reacción a la impotencia emotiva. Quizá recordaba noches más gratas pasadas junto a Marygay, o sentía que, en las nieblas de tanta muerte, la muerte propia podía estar a un paso; y todos esos amables pensamientos ponían en funcionamiento el pozo generador en una última tentativa… Cuando concilié el sueño soñé que yo era una máquina y que avanzaba torpemente por el mundo, crujiendo y chirriando, en imitación de la vida humana; la gente, demasiado cortés para hacer observaciones, se burlaba no obstante a mis espaldas; dentro de mi cráneo había un hombrecito sentado ante varios indicadores, que movía llaves y palancas y estaba loco sin remedio; él iba atesorando resentimiento para el día en que…

—¡Mandella, despierta, maldición! ¡Es tu turno!

Caminé arrastrando los pies hasta mi puesto en el perímetro de guardia, donde debía vigilar sabe Dios qué posibles apariciones, pero estaba tan cansado que ni siquiera podía mantener los ojos abiertos. Al fin tomé un estimulante, sabiendo que más tarde lo pagaría caro.

Pasé más de una hora sentado allí, observando los alrededores: a la izquierda, a la derecha, cerca, lejos… La escena jamás cambiaba; ni siquiera había un golpe de brisa que agitara las hierbas.

Súbitamente los pastos se abrieron y una de aquellas criaturas de tres patas apareció frente a mí. Levanté el dedo, pero sin disparar.

—¡Movimiento!

—¡Movimiento!

—¡Jesucr…! Hay uno justo en…

—¡No disparen! ¡No disparen, mierda!

—Movimiento.

—Movimiento.

A derecha e izquierda, hasta donde alcanzaba mi visión, cada uno de los vigías tenía una de aquellas criaturas ciegas y mudas frente a sí. Tal vez la droga que yo había tomado me hacía más sensible a su poder, o lo que fuera. Me corrió un escalofrío por la nuca y sentí que algo informe me ocupaba la mente, como cuando alguien ha dicho algo que no oímos bien y queremos responder, pero ya ha pasado la oportunidad de pedirle que lo repita.

La criatura se sentó sobre los cuartos traseros, inclinándose hacia delante sobre la única pata frontal. Era como un gran oso verde con un brazo disecado. Su poder se filtraba en mi cerebro, telarañas, eco de errores nocturnos, tratando de comunicarse, o tratando de destruirme; no había modo de saberlo.

—Bien, todos los que están en el perímetro, retrocedan. Lentamente. No hagan gestos bruscos. ¿Alguien tiene dolor de cabeza o algo así?

—Sargento, aquí Hollister.

Era Suerte.

—Están tratando de decir algo… Casi puedo… No, pero… Todo lo que capto es que les parecemos… les parecemos… Bueno, cómicos. No nos tienen miedo.

—Querrá decir que el ejemplar parado frente a usted no tiene miedo.

—No, la sensación proviene de todos por igual. Todos piensan lo mismo. No me pregunte cómo losé.

—Tal vez creyeron que también lo de Ho era cómico.

—Tal vez. No me parecen peligrosos. Sólo sienten curiosidad.

—Sargento, aquí Bohrs.

—¿Sí?

—Los taurinos llevan por lo menos un año aquí. Tal vez hayan aprendido a comunicarse con estos… ositos de felpa para gigantes. ¿Quién sabe si no nos están espiando? Tal vez ellos les envían…

—No creo que se dejaran ver si las cosas fuesen así —observó Suerte—. Es obvio que pueden esconderse muy bien cuando quieren.

—De cualquier modo —dijo Cortez—, si son espías el daño ya está hecho. No creo que sea prudente tomar medidas contra ellos. Ya sé que todos ustedes quisieran matarlos por lo que le hicieron a Ho; también yo querría, pero conviene andar con cuidado.

Por mi parte no tenía ningún interés en matarlos, pero tampoco me gustaba tenerlos por ahí. Retrocedí lentamente hacia el centro del campamento. La criatura no parecía dispuesta a seguirme. Tal vez sabía que estábamos rodeados. Arrancó hierba con el brazo y la masticó.

—Bien, todos los jefes de pelotón, despierten a todo el mundo y pasen lista. Quiero saber si alguien ha sufrido daño. Informen que avanzaremos dentro de unos minutos.

No sé cuáles eran las esperanzas de Cortez, pero las criaturas, naturalmente, nos siguieron sin vacilar. En vez de rodearnos, hacían que veinte o treinta de ellos nos siguieran constantemente: no eran siempre los mismos. Algunos ejemplares se alejaban y eran reemplazados por otros. Era bien obvio que, por su parte, no se cansarían.

Recibimos autorización para tomar una píldora estimulante cada uno; sin eso nadie habría podido marchar durante una hora siquiera. Cuando los efectos comenzaron a desvanecerse todos hubiésemos tomado otra con gusto, pero las matemáticas de la situación lo prohibían: estábamos aún a treinta klims del enemigo, lo que representaba cuando menos quince horas de marcha. Y aunque uno podía mantenerse despierto y activo durante cien horas bajo el efecto de los estimulantes, después de tomar la segunda dosis se presentaban aberraciones de juicio y de percepción; en casos extremos se darían por reales las más absurdas alucinaciones; uno podía pasar horas enteras tratando de decidir si tomaría o no el desayuno.

Siempre con estímulos artificiales, la compañía avanzó enérgicamente durante seis horas; a la séptima, las fuerzas empezaron a flaquear hasta que todos nos detuvimos exhaustos tras nueve horas y diecinueve kilómetros de marcha.

Los osos de felpa no nos habían perdido de vista un solo instante; según informó Suerte, tampoco habían dejado de «transmitir». Cortez decidió que nos detendríamos durante siete horas; cada pelotón debía montar guardia durante una hora. Nunca me sentí más contento por pertenecer al séptimo pelotón, pues eso nos permitía dormir seis horas sin interrupción, ya que nuestra guardia era la última.