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—¡Alto el fuego! ¡He dicho alto el fuego, caramba! Atrapen a un par de esos bastardos. No les harán daño.

Dejé de disparar. Al fin todos me imitaron. Cuando el siguiente taurino saltó por encima de la humeante pila de carne que había frente a mí, me zambullí para cogerlo por aquellas piernas larguiruchas. Fue como atrapar un globo grande y escurridizo. Cuando traté de arrojarlo al suelo escapó de entre mis brazos y siguió corriendo.

Logramos detener a uno de ellos mediante el simple recurso de apilar cinco o seis soldados encima de él. Por entonces los otros habían cruzado nuestra línea y se dirigían a la hilera de grandes tanques cilíndricos que Cortez había indicado como posible depósito. En la base de cada uno se había abierto una pequeña puerta.

—¡Ya tenemos al prisionero! —gritó Cortez—. ¡Tiren a matar! —ordenó.

Estaban a cincuenta metros, pero resultaban blancos difíciles, dada la velocidad con que corrían. Los láseres latiguearon en torno a ellos, arriba y abajo. Uno de los taurinos cayó cortado en dos, pero los otros (diez de ellos, más o menos) prosiguieron el avance; estaban casi junto a las puertas cuando los lanzadores de granadas empezaron a disparar.

Todavía estaban cargados con bombas de quinientos microtones, pero no bastaba con realizar un tiro aproximado: el impacto no haría más que hacerlos volar indemnes en sus burbujas.

—¡Los edificios! ¡Tiren contra esos malditos edificios!

Los lanzadores de granadas apuntaron más alto y lanzaron los proyectiles, pero las bombas no hicieron sino chamuscar el blanco exterior de las estructuras, hasta que, por casualidad, una de ellas cayó en una puerta. El edificio se abrió en dos como si tuviera una grieta; las dos mitades se separaron y una nube de maquinaria voló por los aires, acompañada por una enorme llamarada pálida que brotó y murió en un segundo. Entonces todos los demás tiradores se concentraron en las puertas, con excepción de algunos tiros dirigidos contra los taurinos, no tanto para matarlos como para alejarlos antes de que pudieran entrar; parecían terriblemente ansiosos por hacerlo.

Mientras tanto nosotros tratábamos de cazar con rayos láser a los que saltaban en torno a los edificios buscando refugio. Nos acercamos lo más posible sin ponernos al alcance de las granadas, pero ni siquiera desde allí era posible apuntar bien. De cualquier modo les alcanzamos uno a uno y logramos destruir cuatro de los siete edificios. Entonces, cuando sólo quedaban dos enemigos, una granada arrojó a uno de ellos hasta muy cerca de una puerta. Se lanzó hacia el interior, en medio de una salva de granadas que detonaron sin hacerle daño. Los estallidos se sucedieron en horrible estruendo, pero de pronto el ruido quedó ahogado por un fuerte silbido. Fue como si un gigante aspirara con violencia. Donde estaba el edificio quedó sólo una espesa nube cilíndrica de humo casi sólido, que se perdía hacia la estratosfera, tan recta como si la hubiesen trazado con una regla. Vi volar los pedazos del taurino que había quedado a los pies del cilindro. Un segundo más tarde nos alcanzó la onda y rodé, indefenso, hasta estrellarme contra el montón de cadáveres taurinos.

Al levantarme tuve un instante de pánico: mi traje estaba cubierto de sangre. En seguida comprendí con alivio que se trataba sólo de sangre enemiga, pero de cualquier modo me sentía sucio.

—¡Agarrad a ese bastardo! ¡Agarradlo!

En la confusión, el taurino había logrado liberarse y corría hacia la hierba. Uno de los pelotones se lanzó tras él, con bastante desventaja; en ese momento el equipo B, completo, le cerró el paso. También yo corrí para unirme a la diversión. Había ya cuatro personas encima de él; otras cincuenta les rodeaban contemplando la lucha.

—¡Sepárense, diablos! Puede haber otros mil taurinos listos para atraparnos.

Nos dispersamos, gruñendo. Por acuerdo tácito estábamos seguros de que no quedaba un taurino con vida en todo el planeta. Al retroceder vi que Cortez se acercaba al prisionero, pero en ese instante los cuatro hombres cayeron amontonados sobre la criatura. A pesar de la distancia pude notar que tenía la boca llena de espuma. Su burbuja había reventado: suicidio.

—¡Maldición! —exclamó Cortez, que ya llegaba—. Apártense de ese bastardo.

Los cuatro se levantaron y el sargento empleó el láser para destrozar al monstruo en diez o doce fragmentos estremecidos. Fue un espectáculo reconfortante.

—No importa, muchachos, ya encontraremos otro. ¡A ver, todos! Vuelvan a la formación en punta de flecha. Asaltaremos la Flor.

Bien, asaltamos la Flor, que obviamente se había quedado sin municiones (aún eructaba, pero no había ya burbujas) y estaba desierta. Anduvimos por rampas y corredores, con los dedos-láser listos para disparar, como niños que jugaran a los soldados. Allí no había nadie.

En la instalación de la antena obtuvimos la misma falta de respuesta, y otro tanto en la Salchicha, en otros veinte edificios importantes y en las cuarenta y cuatro cabañas que seguían intactas. Habíamos «capturado» una buena cantidad de edificios, cuya finalidad nos resultaba en su mayoría incomprensible, pero fracasábamos en nuestra principal misión: la de apresar a un taurino para que los xenólogos pudieran experimentar con él. ¡Oh, bueno, allí tenían todos los fragmentos que necesitaran! ¡Algo es algo!

Cuando hubimos revisado hasta el último rincón de la base llegó una nave exploradora con el verdadero equipo investigador: los científicos.

—Bueno —dijo Cortez—, basta de sugestión.

Y los efectos de la sugestión poshipnótica dejaron de hacerse sentir.

Al principio la cosa fue lamentable. Muchos reclutas, como Suerte y Marygay, estuvieron a punto de enloquecer ante el recuerdo de aquellos mil asesinatos sangrientos. Cortez ordenó que todo el mundo tomara una píldora sedante; quienes estaban demasiado alterados debían tomar doble dosis. Por mi parte tomé dos sin que nadie me lo indicara.

Porque en verdad todo aquello había sido asesinato puro, carnicería sin atenuantes. Una vez que hubimos burlado el arma antiaérea no corríamos ningún peligro. Los taurinos parecían ignorar el concepto de la lucha personal. En aquel primer encuentro entre la humanidad y los miembros de la otra especie inteligente, nuestra actitud había sido la de reunirlos como a un rebaño para una masacre total. En realidad se trataba del segundo contacto, si teníamos en cuenta los ositos de felpa. ¿Qué habría pasado si hubiésemos tratado de comunicarnos con ellos? Pero con ellos el tratamiento había sido el mismo.

Después de aquello pasé mucho tiempo repitiéndome que no había sido yo quien despedazara tan ferozmente a aquellas aterrorizadas criaturas. Ya en el siglo xx se había establecido, a satisfacción de todos, que lo de «yo tenía órdenes que cumplir» no era excusa adecuada para la falta de humanidad…, pero ¿qué puede uno hacer cuando las órdenes provienen de lo más profundo, desde allí donde una marioneta gobierna el inconsciente?

Lo peor era la sensación de que tal vez mi conducta no era tan inhumana. Sólo unas pocas generaciones antes, mis antepasados habrían hecho lo mismo (aun a sus propios congéneres) sin necesidad de condicionamiento hipnótico. Me sentía disgustado con la raza humana, asqueado por el ejército y horrorizado ante la perspectiva de soportarme a mí mismo durante todo un siglo… Afortunadamente siempre se podía recurrir al lavado de cerebro.

Un vehículo, tripulado por un solo sobreviviente taurino, había logrado escapar indemne, puesto que el bulto del planeta lo ocultó a la Esperanza de la Tierra mientras se lanzaba en el campo colapsar de Aleph. Yo suponía que habría huido hasta su patria, dondequiera que estuviese, para informar que veinte hombres, provistos de armas manuales, podían imponerse a cien de ellos que huyeran a pie y desarmados. Era de sospechar que cuando los humanos volvieran a enfrentarse a los taurinos en combate personal las fuerzas estarían más equilibradas.