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Y así fue.

PARTE II

SARGENTO MANDELLA

2007–2024

1

¿Miedo? Oh, sí, claro que tenía miedo. ¿Quién no lo hubiera tenido? Sólo un tonto, un suicida o un robot. O un oficial con mando.

El mayor Stott se paseaba por el pequeño podio del recinto que servía corno sala de reuniones, comedor, cuarto de estar y gimnasio de la nave Aniversario. Habíamos realizado el último salto colapsar, entre Tet-38 y Yod-4; estábamos decelerando a 112 gravedades y nuestra velocidad relativa a ese colapsar era de unos respetables 90 c. Nos perseguían.

—Me gustaría que se relajaran un poco y confiaran en la computadora de la nave. De cualquier modo, el vehículo taurino aún tardará dos semanas en tenernos a tiro. Y si todo el mundo se amarga la vida durante estas dos semanas, cuando llegue el momento ni ustedes ni sus hombres estarán en condiciones de combatir. El temor es contagioso. ¡Mandella!

Frente a la compañía nunca dejaba de llamarme «sargento» Mandella, pero en esa reunión todos éramos cuando menos jefes de brigada; no había un solo recluta en la sala y, por lo tanto, podía prescindir de los tratamientos.

—Sí, señor.

—Mandella, usted es responsable de la eficacia tanto física como psicológica de los hombres y mujeres de su equipo. Supongamos que usted tiene plena conciencia del problema moral surgido en esta nave; supongamos que su brigada no es inmune al mismo. ¿Qué ha hecho para solucionarlo?

—¿En lo que respecta a mi equipo, señor?

Me miró por un instante; después respondió:

—Naturalmente.

—Lo hemos discutido entre todos, señor.

—¿Y han llegado a alguna conclusión dramática?

—Sin intenciones de faltar al respeto, señor, creo que el problema principal está a la vista. Mis hombres han estado encerrados en esta nave… ¡diablos, como todo el mundo…!, durante catorce…

—Ridículo. Cada uno de nosotros ha recibido el condicionamiento adecuado contra las presiones que involucra la vida en cuarteles cerrados. Además, los reclutas tienen el privilegio de la confraternidad…

Era un modo bastante delicado de expresarlo.

—… mientras que nosotros, los oficiales, debemos permanecer célibes. Y, sin embargo, no tenemos problemas morales.

Si pensaba que sus oficiales eran célibes debería haberse sentado a charlar un buen rato con la teniente Harmony. O quizá se refería sólo a los oficiales con mando, es decir, a Cortez y a sí mismo. Probablemente estaba en lo cierto hasta un cincuenta por ciento. Cortez se mostraba muy amistoso con la cabo Kamehameha.

—Los terapeutas —prosiguió— han reforzado el condicionamiento en este aspecto mientras borraban el condicionamiento de odio; todo el mundo conoce mi opinión sobre ese tema. Tal vez estén equivocados, pero al menos son eficientes. Cabo Potter.

Siempre la llamaba por su rango para recordar a todo el mundo el motivo por el cual no había sido ascendida con todos nosotros: demasiado blanda.

—¿Usted también ha conversado sobre esto con sus hombres?

—Lo hemos hablado, señor.

El mayor sabía mirar a la gente «con suave intensidad». Así miró a Marygay en tanto ella proseguía.

—No creo que el sargento Mandella se haya referido a fallos del condicio…

—El sargento Mandella sabe hablar por sí mismo. Quiero su propia opinión. Sus observaciones —replicó el mayor, en un tono que revelaba lo poco que le importaban.

—Bien, yo tampoco creo que sean fallos del condicionamiento, señor. No se trata de que la convivencia sea difícil. Todos están impacientes, cansados de repetir lo mismo semana tras semana.

—¿Eso significa que están deseosos de entrar en combate? —preguntó Stott, sin sarcasmo alguno.

—Quieren salir de la nave, señor; escapar a la rutina a la que han estado sometidos durante tanto tiempo.

—Pues saldrán de la nave —observó él, permitiéndose una pequeña sonrisa mecánica—. Y entonces es probable que sientan igual impaciencia por volver a ella.

Así prosiguieron las cosas por largo rato. Nadie quería decir directamente que nuestros soldados llevaban un año murmurando sobre la próxima batalla, tornándose más y más aprensivos. Y en ese momento, mientras el crucero taurino acortaba distancias, debíamos afrontar ese riesgo a sólo un mes del enfrentamiento en suelo firme.

La perspectiva de atacar el planeta portal y jugar a los soldados era ya bastante lamentable, pero al menos en tierra uno tenía la oportunidad de ayudar al destino. Eso de estar encerrado en una vaina, formando parte del blanco, mientras la Aniversario se divertía en competiciones matemáticas con la nave taurina…, estar vivo en un nanosegundo y muerto al siguiente porque alguien había cometido un error en el trigésimo decimal, todo eso era lo que me preocupaba. Pero ¿cómo decirlo ante Stott? Al fin tuve que admitir interiormente que no se trataba de una vulgar representación por su parte; en verdad no podía comprender la diferencia entre miedo y cobardía. O había recibido cierto condicionamiento a este respecto, lo cual me parecía dudoso, o estaba definitivamente loco; de cualquier modo no importaba.

Mientras él administraba un buen rapapolvo a Ching (la canción de siempre), hojeé el nuevo gráfico de organización que acababa de darnos. Era más o menos como el que incluyo en la página siguiente. Casi todos me eran conocidos desde la masacre de Aleph; los únicos nuevos en mi pelotón eran Demy, Luthuli y Heyrovsky. La compañía (perdón, la «fuerza de choque») contaba en total con veinte reemplazantes por los diecinueve soldados perdidos durante la incursión de Aleph: un amputado, cuatro fiambres y catorce psicópatas, víctimas estos últimos del excesivo condicionamiento al odio.

Lo que me resultaba incomprensible era ese 20 mar 2007 escrito al final del gráfico. Yo llevaba diez años en el ejército, aunque parecían apenas dos. Dilatación cronológica, por supuesto; aun por medio de los saltos colapsares, el viaje entre estrella y estrella devora el calendario. Tras la nueva incursión era posible que me concedieran la jubilación con paga completa… siempre que yo sobreviviera al ataque y no se cambiaran las normas vigentes. Era un veterano con veinte años de guerra y sólo veinticinco de edad.

Mientras Stott hacía un resumen de lo hablado oímos un golpe en la puerta, un solo golpe muy claro.

—Adelante —dijo él.

Un alférez al que conocíamos muy poco entró en el cuarto con expresión indiferente y entregó a Stott una hoja de papel sin decir una palabra. Allí permaneció mientras el mayor la leía, en una postura que indicaba el grado exacto de insolencia. Técnicamente Stott no tenía autoridad sobre él, pero en la marina le detestaban.

El mayor le devolvió el papel sin prestarle atención.

—Deben ustedes comunicar a sus grupos respectivos que las maniobras evasivas preliminares se iniciarán a las 2010, dentro de 58 minutos —dijo, sin siquiera echar un vistazo al reloj—. Todo el personal deberá estar en las cápsulas de aceleración a las 2000. ¡Ten-ción!

Todos nos levantamos para saludar, sin entusiasmo:

—Jódase, señor.

Completamente estúpido. Stott salió de la habitación a grandes pasos, seguido por el alférez, que sonreía satisfecho.