Esquivé un puñado de nieve semiderretida, preguntando:
—¿Hasta dónde llegaste?
—Seis años: el bachillerato y la parte técnica.
Deslizó la bota por el suelo, levantando una cresta de barro y aguanieve, cuya consistencia era la de la leche congelada, y murmuró:
—¿Por qué carajo tenía que pasar esto?
Me encogí de hombros; no hacía falta otra respuesta, y menos aún la que nos daba constantemente la FENU. Éramos la flor y nata intelectual y física del planeta, escogidos para defender a la humanidad contra la amenaza de los taurinos. ¡Pura mierda! Aquello era sólo un gran experimento. Querían ver si podíamos azuzar al enemigo para hacerlo entrar en acción.
Aver hizo sonar el silbato dos minutos antes de lo debido, como de costumbre, pero Rogers, yo y los otros dos seguimos sentados un minuto más mientras los equipos de suelo y de epoxia terminaban de cubrir nuestra viga. Uno se enfriaba muy pronto al permanecer sentado con el equipo interno de calefacción apagado, pero no nos moríamos por principio.
En realidad no tenía sentido entrenarnos para el frío. Era sólo la típica lógica a medias de los militares. Seguramente allá a donde íbamos hacía frío, pero no frío de hielo o de nieve. Casi por definición, los planetas portales mantenían una temperatura constante de dos grados sobre el cero absoluto, ya que los colapsares no brillan; y el primer escalofrío equivalía a la muerte.
Hacía ya doce años, cuando yo tenía diez, descubrieron el salto por colapsar. Bastaba con arrojar un objeto contra un colapsar a velocidad suficiente para que apareciera en otra parte de la galaxia. No se tardó mucho en descubrir la fórmula por la cual era posible predecir el punto en donde aparecería: el objeto viajaba por la misma «línea» (una geodésica einsteiniana, en realidad) que seguiría si no hubiese tropezado con el colapsar, hasta llegar a otro campo colapsar donde reaparecía, rebotando con la misma velocidad que llevaba al aproximarse al primero. El tiempo transcurrido entre ambos puntos: exactamente cero.
Hubo mucho trabajo para los físicos matemáticos, que tuvieron que cambiar la definición de simultaneidad y echar a un lado la relatividad general y volverla a reconstruir. Los políticos, en cambio, se sintieron muy felices, pues podían enviar una nave llena de colonos a Fomalhaut mucho más económicamente que lo que costaba antes poner un puñado de hombres en la Luna. Había mucha gente, según los políticos, que estaría mejor en Fomalhaut, llevando a cabo una gloriosa aventura, en vez de estar causando problemas en la Tierra.
Las naves iban siempre acompañadas por un vehículo automático de exploración espacial, que los seguía a unos tres millones de kilómetros. Sabíamos de la existencia de los planetas portales; eran trocitos de materia estelar que giraban en torno a los colapsares; el propósito de la nave teledirigida era el de volver a comunicar lo ocurrido en el caso de que una de las naves se estrellara contra un planeta portal a 0,999 de la velocidad de la luz.
Aunque nunca había ocurrido semejante catástrofe, un día ocurrió que el vehículo automático volvió solo. Al analizar sus datos se descubrió que la nave de los colonos había sido perseguida y destrozada por otro transporte. Esto ocurrió cerca de Aldebarán, en la constelación de Tauro, pero en vista de la dificultad en decir «aldebaraniano», al enemigo lo apodaron «taurino».
Desde entonces los vehículos izadores viajaban protegidos por una guardia armada. Ésta iba sola, frecuentemente, hasta que el grupo de colonización acabó abreviándose en FENU, Fuerza Exploradora de las Naciones Unidas, con énfasis en «fuerza».
Después algún cerebro de la Asamblea General decidió que era necesario formar un ejército de infantería para custodiar los planetas portales de los colapsares más próximos. Eso llevó a la Ley de Reclutamiento Escogido de 1996 y a la constitución del ejército más escogidamente reclutado en la historia de las guerras.
Y allí estábamos: cincuenta hombres y otras tantas mujeres, todos con coeficientes de inteligencia superiores a 150, un físico excepcionalmente sano y fuerte, chapoteando nuestras excelencias a través del barro y de la sucia nieve de Missouri, meditando en la inutilidad de la habilidad para construir puentes en mundos donde el único fluido era algún charco ocasional de helio líquido.
3
Aproximadamente un mes más tarde partimos hacia el planeta Charon, para efectuar las maniobras finales de entrenamiento.
Aunque próximo al perihelio, Charon distaba del Sol el doble de Plutón.
Nuestro vehículo había sido originariamente «transporte de ganado», o sea, una nave diseñada para transportar a doscientos colonos y una variedad de plantas y animales. El hecho de que sus ocupantes fuéramos sólo la mitad no lo hacía más espacioso, pues todo el espacio sobrante era ocupado por material reactivo y pertrechos de guerra.
El viaje duró tres semanas; la mitad del trayecto acelerando a dos gravedades, para desacelerar en la otra mitad. Nuestra velocidad máxima, al pasar junto a la órbita de Plutón, fue de un vigésimo de la luz, es decir, insuficiente para que la relatividad levantara su complicada cabeza.
No es ninguna juerga llevar un peso dos veces mayor que el normal. Hacíamos un poco de ejercicio tres veces por semana y permanecíamos acostados cuando nos era posible. Así y todo hubo varios casos de huesos rotos y miembros dislocados. Los hombres tenían que usar soportes especiales para no esparcir sus órganos por el suelo. Era casi imposible dormir: pesadillas en que uno se ahogaba o perecía aplastado; además había que girarse de vez en cuando para evitar hemorragias y cardenales. Una muchacha llegó a tal extremo de agotamiento que estuvo a punto de dormirse mientras una costilla le perforaba la carne.
No era la primera vez que yo salía al espacio, de modo que, cuando al fin acabó la aceleración y quedamos en caída libre, no sentí sino alivio. Pero algunos de los que viajaban por primera vez (con excepción del viaje de entrenamiento a la Luna) sucumbieron al súbito vértigo y a la desorientación. Los demás debíamos seguirlos con esponjas y aspiradoras, para limpiar los cuartos y retirar los glóbulos de «soja concentrada de alto contenido proteico y poco residuo, sabor a carne asada», a medio digerir.
Al bajar de la órbita Charon nos ofreció un buen espectáculo. No había mucho que ver; era sólo una esfera opaca y blanca, con algunas manchas. Descendimos a unos doscientos metros de la base. Un tractor oruga presurizado vino a buscarnos y se unió a la nave de tal modo que no nos fue necesario vestir los trajes espaciales. Entre chirridos y ruidos de lata avanzamos hacia el edificio principal, un cajón informe de plástico grisáceo.
En el interior las paredes eran del mismo color insulso. Los demás miembros de la compañía charlaban tranquilamente, sentado cada uno en su escritorio. Había un asiento libre junto a Freeland, que parecía aún algo pálido.
—¿Te sientes mejor, Jeff?
—Si los dioses hubiesen querido que el hombre sobreviviera en caída libre, le habrían dotado de una glotis de acero —respondió, suspirando profundamente—. Estoy un poco mejor. Me muero por un cigarrillo.
—Aja.
—Tú, en cambio, pareces no tener problemas. Habías subido al espacio cuando estabas estudiando, ¿verdad?
—Sí, hice la tesis sobre las soldaduras en el vacío. Tres semanas en órbita en torno a la Tierra.
Me recosté hacia atrás y busqué por milésima vez la caja de cigarrillos. No la tenía. La Unidad de Mantenimiento Vital no quería cargar con nicotina y THC.
—Ya teníamos bastante con el adiestramiento —rezongó Jeff—, y ahora esta mierda…
—¡Aten… ción!
Todos nos pusimos en pie, con muy poco garbo, de a dos y de a tres. La puerta se abrió para dar paso a un verdadero mayor, cosa que me hizo adoptar una postura algo más rígida. Era el oficial de más alto rango que había visto en mi vida. Llevaba una hilera de cintas prendidas al mono, incluyendo la banda purpúrea que reciben quienes han sido heridos en combate mientras peleaban por el viejo ejército americano. Seguramente había sido en aquel asunto con Indochina, antes de que yo naciera.