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Puse mi anillo en posición 4, es decir, en el canal correspondiente a mi asistente como jefe de brigada, y arrimé los labios a éclass="underline"

—Tate, aquí Mandella.

Todos los asistentes a la reunión estaban haciendo lo mismo. Del anillo surgió una débil voz.

—Aquí Tate, ¿qué pasa?

—Reúne a los hombres y diles que debemos estar en las cápsulas a las 2000. Maniobras evasivas.

—¡Mierda! Dijeron que faltaban varios días.

—Creo que ha ocurrido algo nuevo. Tal vez el comodoro ha tenido alguna idea brillante.

—Aja. Tráeme una taza cuando vengas, ¿quieres? Con un poco de azúcar, ¿ eh?

—Bueno. Bajaré dentro de media hora.

—Gracias. Yo empezaré a reunidos.

Hubo un movimiento general hacia la máquina de soja. Me puse en la fila con la cabo Potter.

—¿Qué te parece, Marygay?

—No soy más que un cabo, sargento. No se me paga para que…

—Claro, claro. Te hablo en serio.

—Bueno, a lo mejor no es nada complicado. Tal vez el comodoro quiere volver a probar las cápsulas.

—Una vez más, antes del gran acontecimiento.

—Aja, podría ser.

Tomó una taza y sopló para enfriar el contenido. Marygay parecía preocupada; una arruga le dividía el ceño cuando añadió:

—O quizá los taurinos tenían una nave allá fuera, esperándonos. Me pregunto por qué no hacen lo mismo que nosotros, allí en Puerta Estelar.

—Puerta Estelar es muy distinto —dije, encogiéndome de hombros—; hacen falta siete u ocho cruceros en constante movimiento para cubrir los ángulos de salida más probables. Nosotros no podemos cubrir más de un colapsar; ellos tampoco.

—No sé —respondió ella, y guardó unos instantes de silencio mientras llenaba su taza—. Tal vez hemos dado con alguna especie de Puerta Estelar taurina. O quizá tienen diez veces más naves que nosotros, o cien; ¿quién sabe?

Llené dos tazas, les eché azúcar y cerré herméticamente una de ellas.

—Nadie puede asegurarlo.

Los dos nos encaminamos hacia una mesa, sosteniendo con cuidado las tazas de soja, pues el líquido se agitaba mucho en aquella alta gravedad.

—Tal vez Singhe sepa algo —comentó ella.

—Tal vez, pero tendríamos que preguntarle por intermedio de Rogers y de Cortez; y éste me degollaría si tratara de molestarle precisamente ahora.

—¡Oh, pero yo puedo hablar directamente con Singhe! Somos…

Me miró muy seriamente, con un hoyuelo en la cara, y completó:

—Tenemos cierta relación.

Sorbí un poco de aquella soja hirviendo y traté de responder, en tono indiferente:

—¿Fue por eso que desapareciste el miércoles por la noche?

—Tenía que pasar lista —explicó ella, sonriendo—. Creo que la cosa ocurre los lunes, miércoles y viernes durante los meses que tienen r. ¿Por qué, te parece mal?

—¡Vaya, no, por supuesto que no! Pero ¡es oficial, oficial de la marina!

—Opera con nosotros y eso le hace formar parte del ejército.

Hizo girar su anillo y llamó al apartado «guía telefónica»; en seguida agregó, dirigiéndose a mí:

—¿Y qué pasa contigo y la pequeña señorita Harmony?

—No es lo mismo.

—Sí que lo es —replicó ella; en seguida susurró un código de guía junto al anillo—. Querías hacerlo con una oficial, pervertido.

El anillo soltó dos balidos; número ocupado. Marygay preguntó:

—¿Qué tal es ella?

—Pasable —respondí, algo más recobrado.

—Por otra parte el alférez Singhe es un perfecto caballero. Y nada celoso.

—Tampoco yo lo soy —dije—. Si alguna vez se porta mal contigo, dímelo y le romperé el alma.

Ella me sonrió por encima de la taza.

—Si la teniente Harmony se porta mal contigo, dímelo y yo me encargaré de romperle el alma a ella.

—Trato hecho.

Y ambos cerramos el acuerdo estrechándonos la mano.

2

Las cápsulas de aceleración, una innovación técnica instalada mientras descansábamos y reponíamos provisiones en Puerta Estelar, nos permitían utilizar la nave en casi toda su capacidad teórica, puesto que los propulsores taquiónicos proporcionaban una aceleración de veinticinco gravedades.

Tate me estaba esperando en la zona de cápsulas, mientras el resto de la brigada vagabundeaba por allí, charlando. Le alcancé su taza de soja.

—Gracias. ¿Has descubierto algo?

—Temo que no, salvo que los marineritos no parecen asustados, aunque la cosa corre por cuenta de ellos. A lo mejor es sólo otra maniobra de prácticas.

—¡Qué diablos! —exclamó, sorbiendo un poco de soja—. A nosotros también nos toca lo nuestro. Hay que sentarse allí a que nos expriman hasta dejarnos medio muertos. ¡Dios, cómo odio esas cápsulas!

—¡Oh, quién sabe! Tal vez con ellas la infantería se convierta en algo innecesario. Entonces nos dejarán volver a casa.

—Sí, seguro.

Pasó el médico y me aplicó la inyección. Cuando llegamos a 1950 ordené a la patrulla:

—Vamos. Átense y suban las cremalleras.

La cápsula es como un traje espacial flexible; la parte interior, al menos, es bastante similar. Pero en vez de unidad de mantenimiento vital tiene una manguera conectada en la parte superior del casco y dos que salen por los talones, así como dos tubos de salida por traje. Se instalan apretadas, hombro con hombro, en literas de aceleración poco pesadas; llegar a la propia es como caminar en un gigantesco plato de tallarines verdes.

Cuando las luces de mi casco indicaron que todo el mundo se había vestido, presioné el botón que inundaba el cuarto. No había modo de saber lo que ocurría, pero imaginé la solución de color azul claro (dihidroxietileno y algo más) que hacía espuma a nuestro alrededor, hasta cubrirnos. El material del traje, frío y seco, se aplastó contra mi piel. Adiviné que la presión interna de mi cuerpo aumentaba rápidamente para igualar la presión creciente del líquido exterior. Para eso era la inyección: evitaba que las células quedaran apretadas entre el infierno y el mar azul celeste. De cualquier modo eso se podía sentir. Cuando mi indicador marcó 2 (presión externa equivalente a una columna de agua de dos millas marinas de profundidad), me sentí al mismo tiempo oprimido e hinchado. A las 2005 indicaba 2,7 y seguía aumentando en forma regular. Cuando se iniciaron las maniobras, a las 2010, la diferencia no era perceptible; sin embargo, me pareció ver moverse la aguja, y me pregunté qué aceleración haría falta para provocarle ese brinco casi visible.

La mayor desventaja de ese sistema consiste en que, naturalmente, cualquier ser viviente que no esté en su cápsula, cuando la nave alcanza las veinticinco gravedades, se convertirá en mermelada de fresas. Por lo tanto, cualquier maniobra de rumbo o de combate queda a cargo de la computadora táctica de la nave; de cualquier modo es siempre ésta la que opera, pero resulta tranquilizador saber que hay un ser humano vigilándola.

Otro de los problemas es que si la nave sufre una avería y baja la presión, uno estalla como un melón arrojado contra el suelo. Si en cambio es la presión interna la que disminuye, el sujeto muere en un microsegundo.

Se tarda más o menos diez minutos en descompresionar y otros dos o tres en salir del traje y vestirse. Como se ve, no es cuestión de levantarse de un brinco y salir a combatir. Hay sólo cuatro personas capaces de alguna movilidad: la tripulación de mantenimiento; ellos llevan consigo toda la cámara de aceleración, arrastrando así un traje de veintidós toneladas. Aun así deben permanecer en un solo sitio mientras la nave maniobra.

Marygay y yo nos estábamos vistiendo fuera; los humos residuales del líquido compresor me causaban náuseas y desagradables mareos.